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Ilustración de Sam Weber para la versión ilustrada de Dune para Folio.

El libro de arena: Dune de Frank Herbert

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Una obra de gran ambición y alto impacto que refundó su género.

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Leído por Andrés Alba.
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El estadounidense Frank Herbert empezó a trabajar para su libro Dune en 1959. Cuando lo publicó, seis años después, ya tenía escritas partes de dos continuaciones, Mesías de Dune e Hijos de Dune, pero se tomó su tiempo para concluirlas (hasta 1969 y 1976, respectivamente). Herbert murió en 1986, cuando ya había añadido a la serie tres libros más (Dios emperador de Dune en 1981, Herejes de Dune en 1983 y Casa capitular: Dune en 1984) sin que se avizorara si tenía previsto un desenlace. Había pasado 28 años, cerca de la mitad de su vida, inmerso dentro de una obra que abarcaba milenios y seguía en expansión.

El gran éxito de Dune, en ventas y crítica, fue parte de un proceso de cambios en la ciencia ficción, que amplió su público sin popularizarla en el sentido habitual del término. Por el contrario, se convirtió en un género más literario, con figuras vanguardistas, cuyo soporte principal ya no fueron las revistas baratas sino los libros, y si bien al mismo tiempo reforzó su impacto social como fuente temática para series de televisión, lo hizo a menudo con guiones de buen nivel. Era el tipo de cosas que pasaba en la producción cultural de aquellos años 60, con combinaciones imprevistas y estimulantes de creatividad, rebeldía y masividad.

Sin embargo, es difícil ubicar a Herbert dentro de lo que se llamó en aquel tiempo la “nueva ola” (New Wave) de la ciencia ficción. Aunque esta fue en Estados Unidos algo más heterogéneo y menos parecido a un movimiento que en Reino Unido, los autores estadounidenses que llevaron esa etiqueta compartían un interés por la innovación formal (o, al menos, por introducir en su género innovaciones ya ensayadas en otros) que no estuvo entre las motivaciones centrales del autor de Dune.

De todos modos, el libro fue muy innovador en varios otros sentidos, y se volvió tan fundacional como lo había sido Fundación, de Isaac Asimov, un par de décadas antes. O, en opinión de muchos, como El señor de los anillos para la fantasía. Dicho sea de paso, JRR Tolkien escribió en 1966, en una carta, que Dune le disgustaba “con cierta intensidad”; no explicó por qué, pero quienes conozcan la obra de ambos autores pueden imaginar fácilmente motivos.

Herbert tomó puntos de apoyo muy tradicionales. Una sociedad humana extendida en escala interestelar pero muy regresiva (un emperador, un sistema nobiliario y esclavos), que se enfrenta con las peculiaridades y misterios de un planeta colonizado. Un protagonista en lucha contra el asesino de su padre, con leales compañeros de ruta, que supera pruebas terribles y descubre su enorme potencial. Venganzas, intrigas y códigos de honor tradicionalistas. Todo tópico. Pero Dune también fue tremendamente novedosa, sobre todo en lo conceptual.

Un plan nada simple

Hay gente que empieza por los recuadros. Al resto se le aconseja leer ahora el titulado “Cuando estaba escribiendo Dune”, con un texto de Herbert sobre sus intenciones, publicado poco antes de que muriera en 1986 (el otro recuadro lo pueden mirar cuando les parezca: se refiere al contenido del libro pero no creo que leerlo estropee nada). Como se ve, no partió de un solo “qué pasaría sí”, sino de un gran número de ellos entrelazados. Y –en esto sí como sus contemporáneos de la New Wave– entre los que menos le interesaban estaban los típicos de la “ciencia ficción dura”. Lo más riguroso desde el punto de vista científico es, por lejos, la aproximación a cuestiones ambientales, que no tenía precedentes de esa magnitud.

En el libro no hay ni siquiera intentos de explicar cómo y por qué funcionan algunos artefactos tecnológicos (entre ellos, hasta un “cono del silencio” que fue parodiado en la serie de televisión El agente 86), y Herbert se desembaraza de toda la cuestión de las computadoras, los robots y las inteligencias artificiales al presentarnos una civilización humana que, por causas no reveladas en Dune, rompió violentamente con esa línea de desarrollo y la declaró anatema.

Tampoco aparece el intento, tradicional en el género hasta los años 50 (aunque con notables excepciones), de apoyar la imaginación en una prospectiva verosímil desde el punto de vista científico. En cambio, y quizá con algo de ironía hacia esos antecedentes, un eje central de la obra es la capacidad de predicción minuciosa del futuro, a partir del consumo de drogas psicotrópicas, y los límites de esa capacidad planteados por la libertad humana. Eran, como ya se recordó, aquellos años 60.

El resumen del autor que está en el recuadro enumera muchas altas ambiciones y se queda corto, porque en el libro hay también, por ejemplo, reflexiones sobre el sentido de la vida, de la historia en general y de la guerra en particular. Hay ideas tomadas del budismo zen, cuestiones de género (con un enfoque bastante convencional) y poderes mentales cultivados mediante selección genética y entrenamiento arcano. Hay una mirada profunda sobre las relaciones entre la religión y la política, y un interés en aspectos de la cultura islámica cuya percepción no es tan profunda, pero que se mantiene razonablemente lejos del exotismo superficial y la subestimación (y que les facilitó a varias generaciones de lectores el reconocimiento de qué significaban “yihad”, “fedayín” y “sharia” cuando esas palabras llegaron a los medios de comunicación masivos).

El problema de las tres partes

En el primer tercio de Dune se informa previamente a los lectores de casi todo lo que va a pasar en esa parte, y varios de los personajes también lo saben de antemano. Sin embargo, el autor se las arregla para que esto no sabotee el interés de la trama, entre otras cosas porque al comienzo realmente no sabemos si las previsiones y profecías son del todo fidedignas.

Después empiezan las verdaderas incertidumbres, en el tercio intermedio, con mucha acción y un equilibrio notable entre el ritmo narrativo, la información de contexto que sigue llegando en grandes cantidades y las reflexiones filosóficas, mientras el protagonista toma conciencia de que está “rodeado por una forma de vivir que sólo podría comprender después de haber asimilado todo un sistema ecológico de ideas y significados”. A quienes leemos el libro nos pasa lo mismo, y esta es quizá la parte más memorable, pero al final plantea un nivel salvaje de abstracción, y Herbert pierde el equilibrio. Esto prefigura algunos de los problemas posteriores en la serie de libros.

El tercio final se desboca, aunque lo hace de un modo espectacular y fascinante. Tiene más acción y una gran batalla, pero las líneas argumentales relacionadas con los efectos cada vez más poderosos de la droga se imponen, a menudo, sobre las que tienen que ver con una “historia sobre personas y sus preocupaciones humanas acerca de valores humanos”, según el plan de Herbert que está en el otro recuadro.

Se trata de un inconveniente que se volvería típico en la producción literaria posterior sobre “transhumanos”, pero muchos autores lo han manejado con más habilidad, o con talentos superiores en lo específicamente literario. Aquí los personajes se van asemejando a arquetipos complejos, y la trama a una improbable interacción entre cartas del Tarot. Perdemos, así, posibilidades de identificación e incluso de comprensión. Esto se agravaría muy especialmente en Dios emperador de Dune, pero en los dos últimos libros que escribió Herbert hay un mayor equilibrio entre los ingredientes.

Dicen que a Herbert lo había fascinado la película Lawrence de Arabia, estrenada en 1962, y en especial el modo en que mostraba los vínculos entre el entorno y la idiosincrasia beduina. A esto le agregó una percepción muy aguda acerca de la dependencia mundial de los yacimientos de petróleo en esa parte del mundo, bastante antes de las crisis de los años 70, aunque estuvo lejos de prever bien sus derivaciones políticas.

Una influencia menos mencionada fue el libro Los sables del paraíso. Conquista y venganza en el Cáucaso, de la británica Lesley Blanch y publicado en 1960, sobre la resistencia islámica contra el imperialismo ruso. De allí salieron varias palabras y conceptos que ocupan lugares centrales en Dune, sin convertir a la obra en nada parecido a un plagio.

Arenas movedizas

Desde el punto de vista del estilo, como ya se mencionó, Herbert no brilla y a veces es apenas adecuado. El libro mantiene por lo general un tono épico y está lleno de dramas, con escasos momentos de alivio y aún menos frecuentes pasajes en los que se pueda distinguir algún sentido del humor. Es una manera un poco simplista de “tratar temas serios”, y si bien Dune atrapa, también aprisiona, porque la manera en que está escrita tiene algo de imperativo, como si el autor hubiera temido que quienes lo iban a leer pasaran por alto algún punto relevante de la densa agenda que proponía.

Arte de H R Giger para la película Dune en 1975.

En este sentido, la obra se parece a una conferencia magistral, en la que se utilizan algunas historias atractivas para ejemplificar conceptos pero no hay nada semejante a un juego abierto a lo inesperado, como el que afrontan los personajes. Es una de las dificultades creadas por un programa conceptual tan amplio.

Otra es la necesidad de transmitir una enorme cantidad de información mediante explicaciones de unos personajes a otros, tres apéndices y el uso, como acápites, de citas de libros ficticios, escritos después de los hechos que Herbert está contando, a la manera de los extractos de la Enciclopedia Galáctica en los relatos de Fundación.

Frank Herbert y el actor Kyle MacLachlan durante la filmación de Dune en 1984. Foto: Universal City Studios.

Esto implica a su vez spoilers, porque nos revela de antemano que algunos personajes van a sobrevivir. En cuanto a quienes van a morir, se aplica un proverbio ficticio incluido por Herbert: “No consideres muerto a un ser humano hasta que hayas visto su cadáver. Y aun entonces, piensa que podrías equivocarte”. Así sucede en los seis libros de la serie original, y en muchos otros con los que el hijo mayor del autor decidió –para disgusto de muchos– complementarla mediante preludios, desarrollos laterales y una conclusión.

Boceto para Harkonnen Castle hecho por H R Giger en 1976.

Hasta entonces, Dune y sus continuaciones parecían, como el “libro de arena” imaginado por Jorge Luis Borges, una obra infinita, y quizá era mejor así.

Cuando estaba escribiendo Dune

...no había espacio en mi mente para preocupaciones sobre el éxito o el fracaso del libro. Sólo me preocupaba la escritura. Seis años de investigación habían precedido al día en que me senté a armar la historia, y el entretejido de los muchos estratos de la trama que había planeado requirió un grado de concentración que nunca antes había experimentado.

Tenía que ser una historia que explorara el mito del Mesías.

Tenía que producir otra visión de un planeta ocupado por humanos como una máquina de energía.

Tenía que penetrar en el funcionamiento entrelazado de la política y la economía.

Tenía que ser un examen de la predicción absoluta y sus trampas.

Tenía que tener una droga de concientización y decir lo que podría suceder con la dependencia de una sustancia así.

El agua potable tenía que ser un análogo del petróleo y del agua misma, una sustancia cuyo suministro disminuye cada día.

Tenía que ser, entonces, una novela ecológica, con muchos matices, así como una historia sobre personas y sus preocupaciones humanas acerca de valores humanos, y tuve que monitorear cada uno de estos niveles en cada etapa del libro.

No había espacio en mi cabeza para pensar en mucho más.

Después de la primera publicación, los informes de los editores fueron lentos y, como se comprobó luego, erróneos. Los críticos habían destrozado la novela. Más de 12 editores la habían rechazado antes de su publicación. No hubo publicidad. Sin embargo, algo estaba pasando ahí fuera.

Durante dos años, estuve abrumado por las quejas de las librerías y los lectores que no podían conseguir el libro. La [revista contracultural] Whole Earth Catalog lo elogió. Seguí recibiendo llamadas telefónicas de personas que me preguntaban si estaba iniciando una secta.

La respuesta: “¡Dios, no!”.

Lo que estoy describiendo es la lenta materialización del éxito. Cuando los primeros tres libros de Dune estaban terminados, había pocas dudas de que se trataba de una obra popular, una de las más populares de la historia, según me dicen, con unos diez millones de copias vendidas en el mundo. Ahora, la pregunta más común que la gente hace es: “¿Qué significa este éxito para usted?”.

Me sorprende. Tampoco esperaba el fracaso. Fue un trabajo y lo hice. Partes de Mesías de Dune e Hijos de Dune ya estaban escritas antes de que terminara Dune. Se hicieron más sustanciosas en la escritura, pero la historia esencial permaneció intacta. Yo era escritor y escribía. El éxito significó que podía dedicarle más tiempo a escribir.

Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que hice lo correcto instintivamente. No escribís para tener éxito. Eso te quita parte de la atención hacia la escritura. Si realmente lo estás haciendo, es todo lo que estás haciendo: escribir.

Hay un pacto no escrito entre vos y el lector. Si alguien entra en una librería y pone sobre la mesa dinero duramente ganado (energía) a cambio de tu libro, le debés a esa persona algo de entretenimiento y todo lo demás que puedas dar.

Esa fue realmente mi intención desde el principio.

Frank Herbert, 1986.

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