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Amanda Gorman lee un poema durante la 59a inauguración presidencial, en el Capitolio, en Washington (archivo, enero de 2021).

Foto: Patrick Semansky, Pool, AFP

De traducciones y subversiones: a propósito del poema de Amanda Gorman

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Leído por Abril Mederos
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1) Hace un par de semanas se no-conmemoró el bicentenario del nacimiento de Charles Baudelaire. En el número especial que se le dedicó en este suplemento, varios amigos escribieron notas al respecto. Alma Bolón recuerda, muy lúcidamente, la postura del poeta sobre la crítica y lo justo:

“Para ser justa, es decir para que tenga su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista que abra más horizontes”. La serie de adjetivos parece incoherente –justa y parcial, exclusiva y aperturista–; sin embargo, creo, es posible conciliar esas dobles exigencias: lo justo no es el imparcial justo medio, sino que lo justo supone tomar partido (por lo justo/verdadero/hermoso, etcétera); la apertura de horizontes no obedece a la multiplicación de los puntos de vista, sino a la perseverancia en un exclusivo punto de vista”.

Un siglo y tanto después, la parcialidad coherente, comprometida, es decir, la afirmación de un valor como apuesta política, se discute aún frente a las derivas de un liberalismo político que no cesa de contradecirse y los coletazos de un Estado de bienestar al que no se deja de seccionar y que, por eso mismo, parece volverse para muchos la última posta a defender. Acá en Francia no puede decirse, sin embargo, que se nos plantee como horizonte un imparcial justo medio: hay últimamente una especie de resurgimiento del nacionalismo francés abanderado tras una comprensión verticalista de la República que se condice con un afilamiento del aparato de seguridad. La situación se complementa, en estos tiempos de amenaza vital tan poco vitalista, con la extensión del deseo de un riesgo cero frente a cualquier peligro virósico ‒sea que se trate de virus microscópicos o “subjetivos”‒ que justifica, justamente, este despliegue armado y todo ese arsenal de leyes que lo acompañan.

2) Vuelve a aparecer cada tanto en estos días, en el plano distractor de lo mediático, la noticia referida a las traducciones del poema que leyó Amanda Gorman en la ceremonia de asunción presidencial estadounidense. Aparentemente, una ola de opinión se extiende que exige que la traducción sea hecha por alguien que pueda comprender o compartir algo de la experiencia vital de la autora. Siendo el poema una creación que proviene de las entrañas, una expresión de la interioridad de la poetisa, lógico es que sólo alguien en una posición equivalente ‒negra, mujer, militante‒ pueda recrear en otras lenguas lo que se apuesta en su obra: no sólo los juegos del lenguaje y sus pulsiones sonoras, sino aquello que lo excede. El lado contrario critica la concepción identitaria y sectorial de la traducción que se desprende de este reclamo, y puesto que Gorman habla de construir puentes, se pregunta si la traducción no es, precisamente, el ejercicio de esta tarea de construcción. En la misma línea, otros se preguntan, con más sorna, quién podría, siguiendo este criterio, traducir a Heródoto o el Popol Vuh. Lo que nadie señala es que estas disquisiciones se desarrollan fundamentalmente en el mercado editorial, y no he leído hasta ahora a nadie que señalara que la obra, una vez concluida, ya no le pertenece al autor ‒o a sus editores‒. 

3) En este sentido, lo más razonable ante esta situación es promover la práctica de traducciones salvajes de este poema a todos los idiomas, por múltiples motivos: porque no hay traductor legítimo y no debe haberlo ‒aunque sí puede hablarse de buenas traducciones, de traducciones más justas, más ricas o más creativas‒, porque la literatura no debe ser enajenada por el mercado editorial o por lo que ciertos grupos digan que debe ser, y porque sólo en la práctica de la lectura y de la traducción una obra puede ser juzgada, y ese juicio debe poder ser realizado por cualquiera. 

4) He tratado de promover este intento subversivo entre mis amigos, más o menos infructuosamente. La primera dificultad no depende de cuestiones prácticas sino de nuestra voluntad: soy la primera en dudar de mi deseo de traducir este poema específico: su voluntad de unidad, de redención y armonía, aunque pueda ser un oportuno mensaje, no me conmueve, y su forma tampoco me seduce. 

La segunda dificultad radica en que no todos comparten mi punto de vista. Hablando ayer con una amiga, sentadas en el canal bajo la lluvia inminente, ella me decía ‒para rechazar mi llamado a una subversión blanda‒ que le parece que, de todos modos, un burgués del rico 16e parisino es incapaz de leer, y ni hablar de traducir, un poema de un chico de banlieue escrito en argot, porque la experiencia de la banlieue, o las afueras del conurbano, son de plano incomprensibles para alguien crecido en la opulencia. El planteo de clase me habría hecho dudar si no fuera por su reversibilidad: ¿significa que la poesía de un burgués o de un rico debe entonces devenir intraducible para nosotros, el resto de los mortales? ¿Es acaso la poesía del rico una norma y la del conurbano una excepción? ¿Dónde queda entonces la virtud de la imaginación? Le concedí que, si un rico es incapaz de comprender la poesía en argot de la banlieue, sería más por una falta de voluntad y por un negarse a escuchar el texto que por una incapacidad intrínseca. Ella estuvo de acuerdo, pero me dijo que de todas formas odia las traducciones, particularmente las traducciones del inglés al alemán, y que prefiere siempre leer en la lengua original. Comenzaba a gotear y recordé a Arlt y nuestra infancia compartida de traducciones españolas, de vosotros, lavabos y regazos; le conté mientras nos levantábamos de aquella versión de la Divina comedia traducida en verso por Abilio Echeverría. Me embargó la gratitud, pero no supe convencerla.

5) La dificultad mayor, sin embargo, es de otro orden. Mientras terminábamos nuestras latas de cerveza de supermercado bajo los toldos desusados de La Plage, que antes nos servía jarritas de vino tinto frente al canal iluminado por la noche, le confesé a mi amiga cierta impericia. Si a algo se debe la traducción de literatura, si algo es exigible de una traducción, aparte de cierta fidelidad a la letra o a la intención del original, es su vocación de belleza: la toma de partido por ese misterio compartido de la aspiración a lo bello. Puede ser la belleza torpe de los oropeles o de un feísmo rebuscado, de la crueldad o la rabia, la que cultivaba entre risas Góngora o la cincelada por Garcilaso, la esperada por Borges o la encontrada entre baldosas por Pavese, la esculpida por Montale. Puede la traducción balbucear torpemente su insuficiencia. Pero debe deberse a la belleza: más que a la fidelidad y al Sentido, debe darse a su parte de confesa creación. Y ahí, incluso si el poema de Gorman no me atrae, o porque no me atrae, confieso cierto reconocimiento, en mala fe, de una voluntaria, por el momento, ineptitud. Traducir lleva tiempo y consagración, y todavía ninguna máquina puede remediar esa entrega. En ese sentido, una subversión que se precie debe darse ese tiempo o, más sencillamente, debe darse. Una subversión salvaje puede permitirse el gesto rápido, la traducción alegre y desentendida, desafiante, pero sólo la vuelta sobre sí, en tanto texto ligado a otro anterior que lo funda y con el que dialoga, pero ante todo en tanto texto fundamentalmente Otro, puede aspirar a ser más que una mera copia en otro idioma. Sólo en esa vuelta reflexiva a sí mismo como texto otro y no subsidiario ‒ligado al anterior más por las posibilidades de lectura que abre que por los cierres que busque efectuar; por lo que descubre en el texto primero en las forzosas divergencias producto de la ambigüedad, por su independencia‒ se juega esa vocación de belleza y su valor.

6) Pero, ¿por qué hablar de una mala fe? ‒Mi amiga ya se iba en bicicleta y yo subía las escaleras, ¿llegaría a su casa antes de que se largara a llover?‒ ¿Por qué confesar una falta de deseo sería mala fe? Escribí de una momentánea ineptitud, y es cierto ‒hay una pericia que cambia de traductor en traductor‒, pero el revés de la confesión es la falta de voluntad. En ese sentido, si el acto de traducción es un diálogo del que surge un texto otro de paradójica filiación, que es a veces tanto mejor en tanto más se permita afirmar su propia voz ‒del texto, no forzosamente del autor‒ para seducir, es preciso que exista esa voluntad del diálogo, o que lo que busque traducir primero me diga algo, y aún más, algo que considere meritorio de explorar: un problema tras la limpidez de la expresión, un camino tras los términos, los sonidos y el repertorio de topos. En The Hill We Climb, eso supondría quizás abordar ciertos textos religiosos, indagar en el orden o el desorden de la rima, en algunas metáforas remanidas (la colina, el puente) que quizás remiten a algo más a pesar de su aparente trivialidad. Pero he aquí que hay que desear ese problema, y no podría afirmar que no querer hacerlo sea mala fe. ¿Sería mala fe justamente hacer el acto sin pasión, a pesar de la falta de deseo? Tampoco, porque siempre puede encontrarse el desafío en la búsqueda. Quizás sí lo sería el acto mecánico, la traducción subordinada a un valor otro que no sea ese diálogo o la belleza: su instrumentalización.

7) Como colofón, he de decir que en cualquier caso ese diálogo de la traducción no es tanto de a dos como de a tres: del múltiple texto que se ofrece al otro múltiple que lo recoge y expande, a las lecturas de uno, de otro o de los dos, que quizás los extienden en otras direcciones, los mezclan, los pervierten, los malinterpretan, los revuelven y transforman. Si no me da la voluntad para abordar este trabajo de traducción salvaje, y a mi amiga tampoco, quería de todas formas afirmar el valor de la traducción hecha por cualquiera, e invito a quien lea este texto a contemplarla como acto posible de resistencia a quien busque establecer ‒porque, en última instancia, pareceríamos volver a esto‒ un lector habilitado.

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