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Tríptico Baudelaire

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Leído por Andrés Alba.
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El hombre, un tal señor Arnauldet, aparece sentado pero como a punto de levantarse, con el sombrero apoyado casi sobre la rodilla, las piernas abiertas, la espalda levemente inclinada hacia adelante, separada de lo que parece ser un respaldo. La fotografía, que data aproximadamente de 1866, tiene los bordes heridos por el tiempo, pero la imagen se ve clara en mi pantalla: el chaleco, el traje, la cadenita que adivino dorada, el bigote cuidado, la mirada decidida, el fondo neutro del estudio. Y, de pronto, en un rincón de la escenografía, fuera de foco, una mano, un tercio de hombre que se asoma, la cara vista tantas veces.

Desde un costado, rompiendo la ilusión del artificio, Charles Baudelaire mira, nos mira. ¿Fue planeado así? ¿El poeta debía fingir que simplemente estaba ahí, que pasaba tal vez a saludar a Étienne Carjat y lo encontró trabajando o que se aburría esperando al supuesto señor Arnauldet y se asomó a ver cuánto faltaba? ¿O apareció tal vez realmente y el fotógrafo no pudo resistirse a esa figura que tan bien había sabido retratar años antes y, quebrando el pacto de la ficción, movió la cámara un poco para tomarlo, aunque fuera en el fondo, confundido casi con las sombras que lo rodean?

En todo caso, la imagen es sorprendente. Baudelaire, que en su reseña del Salón de 1859 trató a los fotógrafos de pintores frustrados y condenó a la sociedad que, “como un solo Narciso”, se precipitaba “a contemplar su trivial imagen en el metal”, entendía como pocos el arte de posar. Todo en su iconografía transmite un firme conocimiento de sí, de sus rasgos, de su postura, de la ropa; una voluntad de control que hace que nada parezca haber sido dejado al azar. Esa producción de su imagen se traduce, por supuesto, a sus escritos, ya sean sus poemas en verso y prosa, sus piezas críticas publicadas en la prensa, las obras que tradujo, sus diarios íntimos o sus cartas, siempre cargadas de sugestiones. Es en una de ellas, dirigida a Arsène Houssaye y publicada como prólogo a los Pequeños poemas en prosa (1868), que Baudelaire escribe algo así como un arte poética.

En un tono íntimo, confesional, el poeta le cuenta en esta misiva a su amigo que, leyendo Gaspard de la Nuit (1842), se le había ocurrido hacer algo análogo y describir “la vida moderna” como Aloysius Bertrand lo había hecho con el mundo medieval. Así, Baudelaire imagina una prosa poética “musical sin ritmo y sin rima”, que sea lo suficientemente flexible como para adaptarse a los “movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la consciencia” y es sobre todo de “la frecuentación de ciudades enormes”, asegura, que nace este ideal de traducir el grito estridente del vidriero, los ruidos de la ciudad, con sus cruces de seres anónimos, sus calles bulliciosas, sus afiches publicitarios, sus bazares, sus muestras de arte, sus olores y sus miserias.

Como en su aparición súbita en el retrato del buen burgués, Baudelaire irrumpe desde el fuera de plano para dejar al desnudo los mecanismos del capital, el negativo de los flujos del dinero y el desencanto de un mundo que se volvía inevitablemente un instrumento. Walter Benjamin apunta cómo, sin embargo, no hay en sus textos urbanos descripciones de la ciudad ni de sus habitantes como las que se encontraban en las obras de los grandes novelistas contemporáneos: en estos textos se trata más bien de hacer una síntesis, de crear una “magia sugestiva” capaz de anular los contrarios al contener a la vez al sujeto y al objeto, al mundo y al artista. A partir de sus caminatas interminables por la ciudad literaria que era ya París en su tiempo, el poeta construye así un universo particular bajo la premisa de mostrar lo que hasta el momento era invisible, porque lo maravilloso, como dice en su “Salón de 1846”, “nos envuelve y nos embebe como la atmósfera; pero no lo vemos”.

Invitación al viaje

Pero hay un conflicto entre el misterio, que está en todas partes, y la degradación. En la habitación del ideal el tiempo está como desaparecido: no hay minutos ni segundos, y la eternidad es la reina. El poeta describe con detenimiento el interior de ese espacio bien delimitado, donde los muebles “parecen soñar”, “estar dotados de una vida sonámbula” y las telas “hablan un lenguaje silencioso, como las flores, como los cielos, como los soles ponientes”. Todo es armonía y voluptuosidad a la vez, todo está alumbrado por el sol ambiguo del eclipse, por la luz de la ensoñación, hasta que, súbitamente, aparece el ruido de la vida, ya sea en forma de un funcionario que viene a torturar al poeta “en nombre de la ley”, de una concubina que entra a “agregarles las trivialidades de su vida” a los dolores de la suya o, tal vez peor, del “mensajero del director de un diario que reclama la continuación del manuscrito”.

Música en las Tullerías. Edouard Manet.

Acto seguido, como pasada la medianoche en el cuento de hadas, todo se destruye, como si ese espectro de lo ordinario rompiera el hechizo. El fétido olor a tabaco suplanta entonces al perfume de otro mundo y los muebles comunicantes y las muselinas que caen como cascadas se vuelven la frialdad de una estufa sin brasas, el triste recorrido de las gotas de lluvia sobre el polvo que cubre las ventanas y las fechas, las terribles fechas límite que jalonan el tiempo recto del trabajo. Así se abre con su mugre el día en el mundo feérico, así empiezan a contar siniestramente los minutos donde todo estaba detenido y llegan con el tiempo los recuerdos, los arrepentimientos, los espasmos, los miedos, las angustias, las pesadillas, los enojos y la neurosis, todo sustantivos que Baudelaire pone con mayúscula, como si fueran entidades, traducciones tal vez de los concretos monstruos enumerados en “Al lector”, poema que abre Las flores del mal (1857).

En su poema-prólogo, para hablar del spleen, el mal del siglo, Baudelaire dice que es el animal más feo, más malo, más inmundo en la casa de fieras de nuestros vicios y enumera las bestias que la habitan: chacales, panteras, perras (dice “lice”, la perra de reproducción, hembra del perro de caza), simios, escorpiones, buitres, serpientes, monstruos aullantes, chillones, gruñones, rampantes... Animales nocturnos siempre ocultos, al acecho o prontos para defenderse, porque es en esa lucha de contrarios que se escribe su obra poética, en la tensión de las “dos habitaciones”: la de la vida cotidiana, desencantada, de las obligaciones y del tedio, del frío y las pasiones humanas, y la otra, dedicada a la contemplación de lo perfecto, esa belleza que en tantos poemas aparece como un coloso inalcanzable y entrevisto apenas.

“Soy bella, ¡oh, mortales!”, dice la belleza personificada, “como un sueño de piedra, / y mi seno, donde todos una vez se hirieron / está hecho para inspirar al poeta un amor / que sea eterno y mudo así como la materia”. En esa mudez de las cosas, que hablan, sin embargo, una lengua callada, un idioma secreto, propio, en esa eternidad inaccesible, el poeta balbucea sus versos tensos como cuerdas. Y es sólo en esa música que irrumpe en el ruido de la vida entendida como lo trivial, como ese hábito agotador, que se pone en cuestión el lugar del artista en la modernidad.

Baudelaire se ve a sí mismo, en uno de sus muchos dibujos, con los ojos fijos en una bolsa de dinero que se le escapa, alada, porque el poeta no es ya una figura de la corte, no vive de la generosidad aparente de un monarca ilustrado, no tiene mecenas ni protectores: busca, en las calles adoquinadas, versos y monedas. Heredero de una importante renta anual tras la temprana muerte de su padre, Baudelaire dilapida sus ingresos y se llena de deudas que su madre tiene que pagar tras su temprana muerte; el dinero se vuelve en consecuencia una auténtica obsesión, como demuestran sus numerosas menciones en cartas a sus amigos, que muchas veces eran también sus acreedores. La vida, que no es otra cosa que la vida de las cosas, de los intercambios, es para el poeta terrible. Hay, entonces, un doble movimiento: el desprecio por el siglo y la búsqueda de una belleza nueva, de lo eterno en lo efímero, en ese vuelo del oro que, como la juventud, como la salud, está siempre huyendo.

Un relámpago... después ¡la noche!

El dinero, la juventud, la belleza: todo pasa. En la ciudad moderna, el poeta ve las cosas apenas un instante, para luego perderlas. Por eso, quizás, es tan sugestivo el retrato de Baudelaire en La música en las Tullerías (1862), el cuadro de Édouard Manet en el que el retratado es apenas una bruma de perfil, una mancha difuminada bajo un sombrero de copa entre la multitud. De este modo, como hombre de mundo, como hombre de las muchedumbres, como niño, quiso ver el poeta al artista en uno de sus ensayos más célebres, El pintor de la vida moderna, publicado en Le Figaro, por entregas, en 1863.

En una serie de textos deslumbrantes, Baudelaire define su tiempo desde lo más perecedero, como la moda y las costumbres. Como en el poema “Los cisnes”, en el que los movimientos de la ciudad (más veloces que “los del corazón de un mortal”) son el pretexto para pensar en los despojos del progreso, Baudelaire se sirve de los cambios vertiginosos y la yuxtaposición de elementos disímiles para mirar el mundo históricamente, porque es la mirada histórica lo que define el gesto del poeta. Esa presencia simultánea de los tiempos se construye así como una cualidad moderna que hace del vagabundeo un descubrimiento en la París permanentemente en obras de aquel tiempo. Ahí, en esa ciudad mutante, se escenifica el duelo de la memoria individual y la colectiva: París cambia, sí, pero la melancolía es la misma.

En ese conflicto central para la sensibilidad que Baudelaire define y crea, la moda, lo “superficial”, lo “accesorio” deviene central y se rompen los estándares rígidos de lo alto y lo bajo. El pintor de la vida moderna del título es, en efecto, un nombre menor en la historia del arte que, como recuerda Roberto Calasso, habría desaparecido si no fuera porque el poeta lo inmortalizó, aunque fuera apenas con la inicial, como si el distintivo mismo de lo moderno, de esa búsqueda, de ese correr tras el viento, fuera también perderse, como Baudelaire mismo en el cuadro de Manet o en la fotografía de Carjat, inconfundible y oculto.

Hay entonces una poética de lo marginal, de lo menor, de la pérdida entre las muchedumbres o en los sueños del láudano o el hachís. Esta es la otra fascinación del siglo en el que el sujeto se va deshilachando y brilla con intensidad artificial el dandy, hipertrofia de la personalidad, recuperación aristocrática de la originalidad en el florecimiento de la democracia homogeneizante y de la estandarización por la técnica. Como pocos en su siglo, Baudelaire condensa estas luchas entre los límites de las cosas y las personas, el afuera y el adentro, la distinción y el fulgor de lo común. Un deseo simultáneo de aferrarse al tiempo actual y de perderse en las ensoñaciones orientales, en los brillos dorados de los griegos, en las habitaciones espirituales de las ideas; un deseo de ser Charles Baudelaire, el artista, el hombre singular que interrumpe el curso del tiempo, el escritor excepcional, y ser el otro, reencarnación de Edgar Allan Poe, eco de un eco en los arrabales de la ciudad desmesurada, individuo perdido en el gentío.

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