La escritura a través de diversos géneros y los desplazamientos por distintas ciudades han marcado la vida y la obra de Elvio E Gandolfo (1947), que acaba de reaparecer en las mesas de novedades de las librerías locales por partida doble: con el grueso volumen Tengo ganas de risas raquel. Obra poética (Universidad de Entre Ríos), que compila toda su poesía hasta la fecha, y con la reedición de Un error de Ludueña (Planeta), uno de sus relatos policiales más conocidos, que vio la luz por primera vez en el ya legendario libro de cuentos Ferrocarriles argentinos, publicado en 1994.
En su apartamento montevideano, con el ruido pistoneante de una de las avenidas más transitadas de la ciudad manifestándose en sordina, rodeado por una biblioteca variada y amplísima erigida sobre piedras fundacionales tan disímiles como las colecciones de las revistas de ciencia ficción Amazing y Fantastic y un libro de Ricardo Zelarayán, transcurrió esta conversación acerca de la escritura de poesía, la figura de su padre, el poeta Francisco Gandolfo (1921-2008), la traducción como trabajo, el elemento autobiográfico colándose en las ficciones, y la sobrevivencia y el estancamiento de algunos géneros populares, entre otros asuntos.
Escritor, periodista cultural, traductor. ¿Dónde ha quedado el poeta en todo el proceso? Me suena a que hay muchos lectores que ni siquiera saben o sabían que has escrito y publicado poesía.
La historia es más o menos así: antes de empezar a editar el lagrimal trifurca, la revista que editábamos con mi viejo y un par de amigos en Rosario, mi viejo era un poeta del Siglo de Oro, hasta que vino la parte moderna. Él y yo hicimos juntos parte de la secundaria, porque a él le faltaban unos años, y ahí ocurrió una anécdota que he contado varias veces: los dos escribíamos poesía, y un día llego a mi casa y encuentro a mi viejo rompiendo papeles que iba sacando del trinchante. Le pregunté qué pasaba y me dice: “Todo esto no sirve para nada. Agarrá cualquier página”. Recuerdo que agarré una página que tenía esta frase: “Siringa de los céfiros alados”. Y le dije: “La verdad que sí”. Y lo empecé a ayudar a romper los papeles. Pasó el tiempo y logré editar mi primer texto en una revista mexicana que idolatraba, El Corno Emplumado.
La cuestión es que los dos éramos poetas, mi viejo y yo, a tal punto que yo puse la E en mi nombre al firmar, por Elvio Eduardo, para zafar de mi viejo. Un día llego a casa de la imprenta y mi viejo estaba caliente. Le pregunté qué le pasaba y me dice: “Vino Fulana, una clienta, y me felicitó por un poema tuyo”. Sigue pasando el tiempo y la primera época de la revista, que fueron ocho números, tenía una fuerte marca de lo poético. Conseguíamos cosas bestiales, muy buenos materiales, porque además éramos todos unos chiflados. Con Eduardo D’Anna, que era un tipo clave, al igual que Samuel Wolpin, fanático de Yeats, en un momento en que no había traducciones de Yeats al castellano, sacamos un dossier sobre él. También sacamos un dossier de 16 páginas sobre Humberto Megget. Luego me vengo a vivir a Uruguay y me quedo tres años, más o menos...
¿Cuándo fue eso?
La primera vez que pisé acá fue el 6 de enero de 1968. Te digo la fecha exacta porque tengo la foto publicada en la revista con todos los tipos de Los Huevos del Plata. Me había invitado a Montevideo Clemente Padín, con quien teníamos una buena relación epistolar. La ciudad me dio vuelta, me encantó, y a la larga me vine a vivir.
el lagrimal trifurca tuvo una primera etapa, entre 1968 y 1970, y una segunda etapa, entre 1973 y 1976, que dirigiste vos, en tu regreso a Rosario en 1973. Después regresaste a Uruguay en 1976, definitivamente, esta vez a Piriápolis.
Cuando vuelvo a Argentina, casado, con una hija que había nacido en Rosario, sacamos la revista de nuevo. Y ahí tomo una serie de decisiones, que más bien se fueron dando. La revista se abrió a todo. Ya no sería la poesía y lo demás. Ahí empezó a haber ensayos, notas, crítica y narrativa. En ese entonces me transformé en alguien que hacía de todo. En ese trayecto, mi poesía fue apareciendo en Rosario, en dos ediciones grupales y en una antología muy buena que armaron, en la que pasó algo muy gracioso: la abría mi viejo, en el medio estaba yo y cerraba mi hermano Sergio, que también escribía en esa época. Y después llegó un momento en que la poesía se cortó por completo, como por dos décadas. Ya no era poeta. Pasó el tiempo. Mi hija se fue de casa, tuvo un hijo, a mi viejo le dio el alzheimer y la quedó... Se sumaron cuatro o cinco cosas que me hicieron mover. Ahí empecé a escribir los poemas, que supuestamente iban a ser uno por día, algo que mantuve tres o cuatro semanas, después empecé a escribir más o menos y el primer libro me llevó unos tres años, y cuatro o cinco el segundo. La obra se llama El año de Stevenson y cada libro lleva el nombre Primer trimestre, Segundo trimestre, etcétera.
Tengo ganas de risas raquel, este flamante tomo publicado por la editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos, compila toda tu poesía. Incluye tus primeros poemas, algunas publicaciones colectivas y textos más cercanos. ¿Cómo fue el proceso de armar esta obra poética?
Para mi sorpresa, un gran amigo, gran poeta y gran tipo de Rosario, Martín Prieto, hijo del famoso crítico de literatura Adolfo Prieto, me contó que iba a dirigir una breve colección y quería que mi obra poética la cerrara. Cuando lo empezamos a ver, no podía creer que tuviera 500 páginas.
¿Descartaste o retocaste muchos poemas en la selección?
Yo había hecho una preselección hace muchos años de toda la poesía que había salido en prensa, con la idea de publicarla toda. El libro se iba a llamar Ferdydurke poemas, por el libro de Gombrowicz. Al final lo fui dejando atrás, aunque me vino bien ahora, cuando hice la selección. Te diré que no tiré demasiados poemas. En el caso de la poesía no tengo la menor idea del efecto que tiene ante el lector cuando está recopilada. El libro ha andado muy bien en Argentina, donde se agotó prácticamente.
Y se supone que la poesía vende poco...
Es todo sanata eso. En realidad cuesta mucho más editar cuento que poesía. No en mi caso, que ya soy considerado un cuentista, pero llevás un libro de cuentos a una editorial y te lo tiran por la cabeza. Un poeta, en cambio, siempre consigue un editor. Siempre hay pequeños grupos, generalmente más copados que en Uruguay, donde cada grupo se hace la guerra.
En el texto autobiográfico “Como un aristócrata”, que cierra el volumen de poesía reunida, repasás tu infancia en Rosario, algunos momentos de tu adolescencia en Leones, un pueblo de Córdoba, y mencionás a muchos de tus familiares cercanos (tías, primos) además de a tus padres. Hablás también de tu trabajo ya joven como tipógrafo. ¿Cuánto influyó ese entorno pueblerino, de familia presente y vínculos estables, en tu conversión en escritor?
Fue todo por casualidad. Mi padre se podría haber casado con una mujer igualmente copada como mi vieja pero que no fuera lectora. Era una gran lectora, pero no en el sentido intelectual. Por ejemplo, te cuento esta anécdota de mucho después. Un día yo pasaba por Rosario, cuando ya vivía acá, y me pregunta si no tenía algún libro de un uruguayo para que leyera. Yo le di El pozo. Me quedé tres o cuatro días y cuando la vuelvo a ver me dice: “Mirá, no me gustó nada. ¿Cómo va a hacer esa estupidez de llevar a la novia a la rambla y repetir la escena?”. Era una lectora muy afinada de literatura policial. También de esa época, que he visto en los últimos años, hay una cosa que me hincha mucho las pelotas: yo nací en San Rafael de Mendoza y mucha gente pone “el escritor mendocino”. ¿Sabés a qué edad me fui de esa ciudad? Al año y cuatro meses. Conozco Mendoza, donde he estado varias veces, pero San Rafael no la conozco.
Hablame de tu condición de traductor. ¿Cuánto gravita sobre tu propia escritura y cómo lo volviste una forma de trabajo?
A mí de chico me desesperaba la poca cantidad de ciencia ficción que se traducía. Yo leía las revistas Amazing y Fantastic y me daba cuenta de que se me escapaba un 30 por ciento; entonces me dije que iba a estudiar inglés. Estudié tres años de inglés y dos de francés, y con eso me las arreglé para empezar a traducir. En el lagrimal trifurca traduje muchos cuentos de ciencia ficción, por ejemplo. A la larga, cuando me fui de la imprenta de mi viejo, me dediqué full time a traducir. Era algo que me gustaba, aunque ese ruido que rodea al tema de la traducción no me interesa. Y mirá que salí mucho tiempo con una traductora y que uno de mis mejores amigos es el traductor Miguel Sáenz (histórico traductor de Günter Grass y Thomas Bernhard, entre otros). Para mí traducir es un trabajo, y con eso desarticulás todas las castañuelas académicas. Me apasiona todo lo anecdótico vinculado con la traducción, no tanto la parte teórica, que no está mal y en la que hay tipos muy buenos. El primer monstruo es Borges, que tiene tres artículos sobre traducción que alimentaron casi todos los estudios de traducción que hay ahora, aunque Borges como traductor es bastante discutible. Una traducción puede estar llena de errores y ser genial, o no tener ningún error y ser un plomo. Yo eso lo veo como si un libro fuera una constelación: si el libro después de ser traducido queda más o menos igual, zafa.
En Mi mundo privado, que se me ocurre uno de tus libros más personales, hacés algo que, a riesgo de spoilear, quiero comentar acá: narrás un largo encuentro con un hombre durante un viaje en ómnibus, reproducís la conversación con lujo de detalles, etcétera, y luego, más adelante, revelás que todo eso fue inventado. ¿Cuánto opera lo autobiográfico en tus ficciones y cuánto opera la ficción sobre tu realidad?
Mirá, un gran amigo mío, el escritor Pablo de Santis, una vez hizo un comentario cortito sobre un libro mío, creo que del cuento sobre mi viejo, “Filial”, que a mi juicio es literatura y no un texto del yo, y dice algo así como que cuando uno empieza a escribir, copia a todos los autores, cuando uno sigue escribiendo se basa en los personajes de los demás, y cuando sigue escribiendo, escribe sobre uno y los demás. Ese es el nivel más alto. Yo eso lo matizaría. Depende. Por ejemplo, en mi caso, Un error de Ludueña lo escribí porque tenía ganas de escribir algo que no tuviera nada que ver conmigo. Un personaje sé que es totalmente real: el de la abuela. Después, al irlo corrigiendo varias veces, me preocupé por que todo quedara claro. Y entendí que lo que estaba contando, al contar la infancia y adolescencia de Ludueña, era la historia mía en Rosario, aunque a él le hice una familia más chica, el padre laburaba en otra cosa, etcétera. El Rosario que aparece en el libro es todo inventado; no me puse a investigar cómo era a finales de los 60 y principios de los 70. Sí quería hacer un texto policial que hablara del crimen de aquella época, no del de ahora. El de ahora es pura y exclusivamente el narcotráfico.
Sos un pertinaz lector de géneros como el policial y la ciencia ficción. Como lector y analista del fenómeno, ¿cuáles creés que son las claves que siguen despertando tanto interés en el género para los lectores?
Con respecto a los géneros, yo fui un lector muy meticuloso de la ciencia ficción y la fantasía, y bastante menos del policial. El policial ha tenido una difusión bestial en el último medio siglo. No hay país que no tenga dos o tres autores que venden bien para adentro y, a su vez, eso ha producido muchísima repetición. El policial latinoamericano es desesperante, siempre es un investigador borracho, etcétera. ¿Por qué no hacen algo distinto? Es lo que pasa ahora con el narco, en que las historias son todas iguales. O las películas de terror de Netflix, donde siempre hay una casa a la que va una familia a vivir, y en la casa hay una pieza donde murió un chiquilín.
¿Y por qué tanta gente consume eso?
Es que es el reflejo total de lo real. Han crecido de tal manera la violencia, el crimen y la chantada, que se refleja en el policial, que es el género que lo recoge. Y hay algunos escritores policiales yanquis, como Dennis Lehane, que la rompen. Leí un reportaje que le hicieron en el que estaba re caliente por la forma en que lo postergan porque hace género.
¿Sos de releer?
Sí, releo algunas cosas. Un libro que me da vuelta, por ejemplo, es El gran Gatsby. Cada vez que lo releo, descubro algo nuevo. También me pasa con el cine. Yo tengo una copia de Blade Runner y otra de Vértigo. En el caso de Blade Runner, nunca vi una fusión tan impecable de la música y el sonido ambiente.
Me decías cuando llegué que estás escribiendo poco.
En mi carrera jamás fui un corredor de largas distancias. Tengo períodos en los que trabajo, a veces exageradamente. Por ejemplo, con mi primera novela corta, La reina de las nieves, vos la leés y parece escrita en, como máximo, un año; sin embargo, me llevó seis años. El tema es simple: un ricachón le encarga a un viejo que vivió en Rosario que vaya a buscar a la hija, y que le avise porque la quiere contactar. En un momento el tipo va a un barrio, llama a una puerta, y cuando la estaba escribiendo me preguntaba quién salía. Seis o siete meses después me di cuenta: alguien le dice “Acá no está”. Ese tipo de cuidado se refleja siempre en el texto, a mi modo de ver. Para mi sorpresa, en los últimos ocho o nueve años, han ido saliendo uno, dos o tres libros por año, pero siempre porque se fue dando. Ahora se vino el parate más grande, si se quiere, que es la suma de la pandemia, la edad y la jubilación. Pero no es algo que me asuste, porque muchas veces en mi vida he estado uno, dos o tres años sin dedicarme a la escritura.