Junto con los gatos, los perros son los animales que más páginas ocupan en la literatura, tanto sea como eventual compañía en la solitaria tarea del escritor (el galgo Lux de Victor Hugo, el terranova Boatswain de Lord Byron, el mastín Keeper de Emily Brontë, el fox terrier Wessex de Thomas Hardy, el pastor alemán Remo de Miguel de Unamuno, el poodle Basket de Gertrude Stein, el bulldog inglés Charlie J Fatburger de Truman Capote) o como personajes centrales en los libros más variados (Sirio, de Olaf Stapledon; Colmillo blanco, de Jack London; Flush, de Virginia Woolf; Viajes con Charley, de John Steinbeck; Ciudad, de Clifford D Simak; Tombuctú, de Paul Auster; El arte de conducir bajo la lluvia, de Garth Stein). Y aunque, como afirma la máxima popular, sobre gustos no hay nada escrito, se me ocurre que debe haber pocas páginas más emotivas y estremecedoras sobre la relación entre un hombre y un perro que aquellas de la novela La piel, de Curzio Malaparte, en la que el narrador cuenta su relación con Febo, un lebrel al que encontró muerto de hambre en la isla de Lípari y que lo acompañó, cuando fue detenido y trasladado a Toscana, escondido entre los barriles de anchoas y rollos de cordaje de un pequeño barco.
En El amigo, el breve y poderoso libro de la escritora neoyorquina Sigrid Nunez (1951), publicado en 2019 y cuya tercera edición acaba de aterrizar en librerías locales, la relación de los humanos con los perros es abordada desde varios frentes, dándole forma a un relato que canibaliza diversos géneros –el ensayo, el dietario, el diario íntimo, la suma de citas, etcétera– y se constituye en un interesantísimo artefacto literario que, por comodidad o pereza, ha sido definido como novela. Al inicio, la protagonista y narradora de El amigo, una escritora neoyorquina sumida en el duelo por la sorpresiva muerte de su mentor, un premiado y famoso novelista, debe hacerse cargo de Apollo, el viejo y achacoso gran danés del amigo muerto. Las dificultades espaciales (la mujer vive en un apartamento minúsculo, en un edificio en el que está terminantemente prohibido tener mascotas) se irán entrelazando con el vínculo afectivo que, de a poco, crecerá entre ambos. Hasta acá lo que puede contarse del costado más novelístico del libro, a riesgo de arruinarle al eventual lector los diversos giros que presenta la trama, no exenta de revelaciones, cambios de punto de vista (gran parte de la historia avanza a través de la segunda persona, mediante la cual la narradora le habla al amigo muerto) y un final que lograría conmover al mismísimo Malaparte.
Al margen de la historia entre la narradora y Apollo, El amigo es también una reflexión sobre las formas en las que nos vinculamos con nuestras mascotas, una suerte de llamado de atención sobre la pérdida de empatía en un mundo tan desnaturalizado, poblado de pantallas, claves e innúmeras relaciones virtuales. En los pocos días que pasan entre la comunicación de la cuadrúpeda herencia de la que deberá hacerse cargo y la llegada efectiva a su apartamento, la narradora lee y subraya varios libros sobre el vínculo de escritores con animales. Así, se sorprende ante la reflexión de Robert Graves sobre las muertes equinas en la batalla del Somme en 1916 (“El número de caballos y mulas muertos me impactó; lo de los cadáveres humanos me parecía algo normal, pero resultaba innoble que arrastrasen a los animales a una guerra así”), se conmueve ante la forma en que Rainer Maria Rilke traslada una escena que vio un día en la calle –un perro moribundo le dirigió a su ama una mirada cargada de reproches– a la página de uno de sus libros (“Estaba convencido de que yo pude haberlo previsto. Ahora quedaba claro que él siempre me había sobrevalorado. Y no quedaba tiempo para explicárselo. Siguió mirándome, sorprendido y solitario, hasta que todo terminó”) o desmitifica el atributo de la lealtad canina de la mano de Karl Kraus, quien “señaló que los perros son fieles a la gente, no a los otros perros, y, por tanto, quizá no sean el mejor ejemplo de virtud. De hecho, muy a menudo los perros odian a los demás perros, incluso a los de su misma sangre”. Pero el libro que le provoca más idas y vueltas a la autora alrededor del tema es Mi perra Tulip (1956), del escritor británico y legendario editor de la revista The Listener JR Ackerley (1896-1967).
Ackerley, un solterón de mediana edad, abiertamente gay, adquirió una hembra de pastor alemán de 18 meses, con la que inició una convivencia que muchos allegados no dudaron en definir como un matrimonio. De hecho, cuenta la narradora, “la mayor parte de Mi perra Tulip trata sobre lo que Ackerley llama sus celos. Aunque a veces el lector no puede evitar sentir que es inevitable y quizá también se prepare para ello, no tiene lugar ningún acto de bestialismo”. Es interesante ver cómo la relectura del libro de Ackerley (que la narradora había leído muchos años atrás, a instancias de su mentor, pero sin prestarle demasiada atención) ilumina nuevas zonas de interés y conocimiento sobre el vínculo entre hombres y animales, especialmente cuando tras una convalecencia sin retorno se impone el inevitable final (el piadoso y falso eufemismo “sacrificar”).
Poliédrico en su estructura y despliegue argumental, sumamente imaginativo, de una prosa vigorosa (que la traducción de Mercedes Cibrián mantiene por todo lo alto) y sin escatimar ácidas reflexiones sobre las poses del ambiente literario y la actual (y sostenida) cultura de la cancelación, El amigo se lee con el doble lápiz del subrayado del párrafo certero y de la reflexión, mientras levantamos la mirada de la página y nos encontramos con la de algunos de esos seres que tanto nos entregan, sin pedirnos nada a cambio.
El amigo. De Sigrid Nunez. Barcelona, Anagrama, 2021, 208 páginas. Traducción de Mercedes Cebrián.