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Foto: Carlos Dossena

La cocina textual: cómo se escribió Macondo

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36 autores aportaron a la dramaturgia de la obra inspirada en Cien años de soledad.

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La convocatoria a decenas de escritores de Hispanoamérica a sumarse a la dramaturgia de Macondo fue un gesto que supuso tanto una selección con aspiraciones canónicas como un desafío para la escritura del libreto. La colección de aportes que se puede repasar en el Solís, y que no necesariamente se asocian al universo de García Márquez, impresiona. Hay textos de los colombianos Lorena Salazar Masso, Fabio Rubiano, Maribel Abello y Jorge Hugo Marín, del español Sergi Belbel, los cubanos Elaine Vilar Madruga y Abel González Melo, la dominicana Ingrid Luciano, la costarricense Ivania Cox, la boliviana Katherine Bustillos, el peruano Alejandro Clavier, las chilenas Ximena Carrera Vanegas y Carla Zúñiga, la ecuatoriana Gabriela Alemán.

De Argentina respondieron Dolores Reyes, Carlos Gamerro, Federico Falco, Paula Marull, María Marull, Pablo Messiez y Lorena Vega. El contingente uruguayo no es menor: Fernanda Trías, Gustavo Espinosa, Rosario Lázaro Igoa, Alicia Migdal, Dani Umpi, Gabriel Peveroni, Daniel Mella, Fabián Severo, Jimena Márquez, Fernando Santullo, Inés Bortagaray, Alejandra Gregorio, Mercedes Rosende, Leonardo Sosa, Lucía Trentini, Josefina Trías.

A la forma de trabajar con autores de corrientes y generaciones tan heterogéneas Gabriel Calderón le llama “macondiana”. “Ese proceso es Macondo”, dice el director de la Comedia Nacional. “Las directoras, Paula Villalba y Marianella Morena, tienen la idea de que lo grande se tiene que entender en lo grande, y también lo tenés que entender en pequeño. El espectáculo tiene una directora que sabe mucho de teatro y otra que sabe mucho de todo el mundo visual y dice: ‘No narremos, dejemos que el público cuente’. Cien años de soledad lo habilita, pero después hay que bancar a la gente que viene tratando de entender algo y se va a encontrar con algo más fractal”.

En todo caso, la experiencia de la obra puede devolvernos al libro. “Borges lo resumió muy bien: la buena traducción conduce al original. Nuestra idea es que vos vengas acá y veas una buena obra de teatro, performática, y salgas con ganas de ir a leerla. Porque seguro quien la leyó, la olvidó. ¿Quién se acuerda de Cien años de soledad del todo? La idea es que vos salgas y te pase lo mismo”, apunta el director de la Comedia.

“Algunos textos sobrevivieron enteros, otros dispararon modalidades, otros se fusionaron con hermanos de temáticas. Hay escenas donde confluyen cuatro o cinco autores, que a priori podían tener ciertas temperaturas comunes. Otros derivaron en canciones o universos, densidades, imágenes, tránsitos. Inspiraron coralidades, uniones, nexos”, aclara Marianella Morena.

Una magia propia

En cierto sentido, la obra es un musical, y allí cobra relevancia la labor del pianista, arreglador y productor Franco Polimeni. “Fue una pieza fundamental”, dice Morena: “Yo trabajo siempre mucho lo musical, y de entrada lo pensé de una manera operística, o como drama musical; es un género fronterizo. Sabía que contaba con los elencos musicales, pero el tratamiento pudo haber sido otro, como emplearlos para la narrativa musical. Franco compuso la banda sonora y las canciones, a excepción de ‘Las aguas de Macondo’, de las colombianas Las Áñez, que fue compuesta especialmente para este proyecto. Lo musical en vivo también dialoga con sonidos grabados, con el spoken word de la guerra. Algunas partes son de textos presentados para canciones pero están editados, y en otros casos son textos que fueron musicalizados. No quedamos atrapados en ninguna forma previa. La diversidad sonora tiene un rol protagónico”.

Esa complejidad implicó necesariamente un espacio para la experimentación. “Un fuelle más a la desmesura que propone la novela, a la convivencia y sus resoluciones artísticas. En algún momento me sentí como un animal hambriento que huele su alimento, buscando con el olfato las palabras necesarias, dispersas, entre autores y autoras. Intenté desesperadamente que la razón y su imposición no me condicionaran para jugar. Lo hicimos con disciplina, rigor y libertad, para encontrar nuestro realismo mágico. Así me dejé llevar por ese impacto inconsciente para mover la lógica de lugar”, dice la codirectora.

En los ensayos se puso en marcha “el caos como sistema de producción poética”, dice Morena, y explica: “Con la fuerza dramática de los actores y actrices, que son personajes-roles y ficciones, se sigue hasta el último momento abriendo capas, editando, escuchando, cambiando. Trabajamos con la piel estallada. Podría llamarla una dramaturgia que baila en el silencio de las noches y florece en el ruido de los días”.

La diversidad del material recibido se convirtió en un camino: “Los personajes femeninos abundaban por encima de los masculinos y lo entendimos como una señal y no como un problema, y desde ahí lo incorporamos. En arte no hay problemas, porque todo es una construcción arbitraria que luego se ejecuta en patrones. Podés inventar y desinventar la convención, claro que implica poner toda tu posibilidad, y la que no sabés que existe y que tenés, al servicio del espectáculo. Siempre al servicio del espectáculo. Es un trabajo escénico que le habla de frente al miedo. Lo interpela. Para que no se le ocurra esconderse en nuestra naciente criatura. Al miedo que nos consume, el miedo al fracaso, el miedo al riesgo. Cada sociedad, cada profesión, cada colectivo, cada persona tiene su propia caja de miedos”, afirma Morena.

En un pasaje de la obra se ataca, y luego se defiende, al teatro experimental y el arte no narrativo, reivindicando la libertad de reinterpretar el texto de García Márquez. ¿Sintieron las creadoras la necesidad de explicar la obra dentro de la obra? “Cuando comenzamos este proyecto el año pasado y releí el libro, una de las primeras imágenes que tuve fue una manifestación feminista protestando contra lo falocéntrico de la novela. Algunos puntos de vista sobre la sexualidad eran únicamente desde la perspectiva masculina. Luego pensé que quedaban encerradas en un camarín y el público pasaba por ahí y las escuchaba, esa idea sobrevivió y se fue transformando. Me gusta generar ese diálogo entre corazones y cerebros de la platea, adelantarte a lo que te puede pasar y ser cómplices. Pero no fue desde lo didáctico, ni pedagógico, ni mucho menos una bajada de línea, sino desde la reivindicación de la libertad creadora. Y además es planteado desde el humor, tan necesario para hablar de cosas tan serias”, responde Morena.

Relecturas y recreaciones

Cien años de soledad se convirtió en la marca de lo que aún seguimos llamando realismo mágico, aunque hayan pasado tantos años de generaciones y relecturas. Hoy es innegable la fuerza con la que García Márquez trazó ese universo que rápidamente se convirtió en un estereotipo –cultural, político– del continente para el resto del mundo”, recuerda Débora Quiring, directora de Promoción Cultural de la Intendencia de Montevideo. “Al concebir Macondo como una plataforma de creación contemporánea, necesariamente la pensamos desde el diálogo: tanto entre geografías personales y territorios de ficción –la Santa María de Juan Carlos Onetti, el Treinta y Tres de Gustavo Espinosa, por ejemplo– como entre la posibilidad de repensar el canon y el campo cultural desde el presente”, agrega.

Las decenas de lecturas superpuestas tienen varios efectos: “El resultado es un abordaje comunitario que oficia de excusa para repensar el campo artístico contemporáneo, incompleto y fragmentario, por supuesto, pero que da cuenta de la riqueza y vitalidad creativa. Y, en paralelo, tensiona y sacude un clásico ineludible de la literatura latinoamericana”, opina Quiring.

Una de las formas posibles de disfrutar de Macondo es intentar descubrir qué aportes textuales –y cómo– terminaron integrados al espectáculo principal. También, intentar identificar quiénes se arrimaron a una propuesta teatral y quiénes, en cambio, llevaron el juego a su propio territorio.

Crear desde el punto de vista de uno de los personajes puede ser una estrategia intermedia. En la apuntada preponderancia de voces femeninas –y es aún mayor la de la mirada feminista–, Úrsula, la fundadora, toma la delantera. En la revisión de Remedios la Bella coinciden Mercedes Rosende (en plan real maravilloso-escatológico) y Fernanda Trías (con un desmontaje posmoderno), mientras que Bortagaray trabaja sobre otra Remedios, la niña, y las connotaciones de abuso que rodean a su relación con Aureliano Buendía. Reyes, Salazar y Gregorio, por su parte, buscan la voz de Rebeca, y Trentini la multiplica por cinco. La focalización también puede partir de objetos: en el texto de Gamerro el punto de vista es el de la casa de los Buendía. El gitano sabio Melquíades atrae el interés de Marín y Umpi, que lo actualiza como contrabandista uruguayo.

También hay episodios que nuclean atención especial. La peste del insomnio y el olvido es versificada por Espinosa, mientras que María Marull la convoca desde lo personal, centrada en el tema de la desmemoria. La guerra civil también es un pasaje concurrido: el aporte de Santullo, payador urbano al fin, es debidamente musicalizado durante la representación, así como los octosílabos de Abel González. El final de la novela es escenificado por dos autores: Mella lo parafrasea, y su texto es leído al cierre del espectáculo. Zúñiga propone un monólogo de Amaranta Úrsula; en rigor, un diálogo con una de las hormigas que se comen a su bebé.

Puede causar sorpresa encontrarse con algo del talante oposicional hacia el boom que durante los 90 mantuvieron los escritores del colectivo McOndo: aparece en el aporte de Messiez (“Tocar el hielo”), que comienza como parodia de la novela homenajeada, cuya portada original es adjetivada de “cliché de imagen con voluntad de decir ‘latinoamericano’, ‘clásico’ y ‘realismo mágico’, todo a la vez”.

En un plano más interno, Belbel consigna la deuda de García Márquez (y Onetti, y tantos) con William Faulkner: su texto se llama “Yocona Petopha”, en alusión al sonido de “Yoknapatawpha”, el pueblo creado por el escritor estadounidense que matrizó a Macondo y Santa María. Para reforzar la conexión norteña, cita la frase de Shakespeare “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido” tomada por Faulkner para titular su novela El sonido y la furia. Migdal, por su parte, se para de este lado del puente entre Onetti y García Márquez: su foco está en Jorge Malabia, el habitante de Santa María que conocimos en Para una tumba sin nombre.

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