A diferencia de otros géneros como la novela, hija legítima e indiscutible de la imprenta, la poesía hunde fuertemente sus raíces en la oralidad. Prácticamente en todas las culturas esta nace antes que la palabra escrita, sirviendo sus recursos fonéticos y musicales como soporte de cuentos, canciones, mitos y genealogías. Posteriormente el formato impreso le dejó su impronta, liberándola de la necesidad mnemotécnica de la rima y los metros regulares, dando lugar no sólo al predominio del verso libre desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora, sino a juegos tipográficos y visuales de corte vanguardista, entre otras transformaciones.
No obstante, la difusión a través de la voz humana siempre fue un canal privilegiado para la producción poética, reuniéndose sus cultores en cenáculos y tertulias donde, ya fuese apoyándose en hojas escritas o en la vieja y querida memoria, decían sus versos al igual que sus más remotos antepasados al calor del fuego tribal.
Anne Gauthey (París, 1981) ha sido partícipe y promotora de uno de los formatos más novedosos dentro de esta larga tradición de poesía oral, el llamado slam poético. Surgido en Chicago en 1985, se trata de una suerte de “competencia” en la que los poetas dicen sus textos en tres minutos (límite temporal tomado de los rounds de boxeo) y donde influyen otras disciplinas artísticas como el teatro o el hip hop. En los últimos años se ha extendido por varias regiones, entre ellas el Río de la Plata, donde, luego de recorrer Latinoamérica, Anne Gauthey vino a recalar haciéndose llamar Anita, dando clases de francés a través del trabajo con la oralidad y dictando talleres de slam en español y francés para niños y adultos y formando parte de la escena poética montevideana, tanto a través de sus lecturas como de sus talleres.
El hecho de ser migrante y su activa participación en instancias relacionadas con la oralidad no son para nada anecdóticas en la concepción de Janina, poemario bautizado como la abuela de la autora, que también cambió su nombre por un equivalente más acorde con su patria adoptiva (Jeanne). El libro se refiere a la experiencia de ser hablante nativa de una lengua extranjera de forma no sólo explícita, sino también exhaustiva.
Luego de un muy buen prólogo de la poeta y también slammer porteña Sol Fantín, el libro abre con un texto del poeta francés de familia vascoespañola Miguel Zamacoïs, titulado “El acento”, que será varias veces parafraseado en el poema “Mi fiel acento”. “Llevar de tu casa los acentos familiares/ ¡es poner un poco de tu tierra en tus zapatos!”, arranca el poema de Zamacoïs, para terminar en “¡No, no me sonrojo de mi fiel acento!/ ¡Quiero que sea sonoro, claro y resonante!” (esta última palabra será sustituida en la versión de Gauthey por la más radical “impertinente”).
Las huellas de este largo trajín son exploradas en dos dimensiones, una referencial, en tanto la poeta habla de su acento, de sus características erres (se permite ponerse en diálogo con la figura de Julio Cortázar), y otra formal, en la que estas huellas lingüísticas afectan directamente la puesta en texto. En muchos poemas se intercalan versos, frases y palabras en español y francés, estas últimas generalmente traducidas en notas al final de texto, pero también se incluyen textos íntegramente en francés, de los cuales se traduce sólo uno (“Muitte”, traducido como “Muda” por Ezequiel Martínez Kolodens). En la parte hispanohablante de los textos, además, se incluyen muchos giros propios del habla rioplatense, en palabras como “bondi”, o expresiones como “ni en pedo”.
El libro parece moverse en una línea casi cronológica, arrancando por las interrogaciones sobre los orígenes, y en particular desde el linaje femenino, arrancando por un texto introductorio donde la autora habla de sus dos abuelas, a través de sus lenguas (el polaco de Janina-Jeanne y el dialecto que “arruga las erres” de su otra abuela, Andrée), y otro texto, en prosa al igual que el anterior, “Historias con nombre”, en el que el yo poético se adjudica diversos nombres propios en función de distintas memorias familiares más o menos aleatorias, y cerrando esta temática con “Hay lenguas perdidas que nunca mueren”, un sentido homenaje a la abuela polaca. El ya mencionado “Mi fiel acento” nos pone en situación, con la poeta interrogándose sobre su propia relación con la lengua. A partir de ahí, el yo comienza a plantearse en distintas situaciones vitales: el amor, las despedidas, la tristeza… pero los planteamientos de los primeros textos no dejarán de aparecer, logrando que el libro mantenga una unidad desde sus inicios.
El tono general es saludablemente fresco y jovial, sin sonar por ello superficial o autocomplaciente. La sensación de ser diferente, de no encajar en una regla uniforme, que aparece en principio por la condición de extranjera, se traslada hacia otras experiencias, por ejemplo en “El bondi”, donde el yo declara no ser una chica “dotada para el amor”, desarrollando la caracterización de este tipo de chica para desmarcarse de ella, o “La chica^ sin filtro”, donde una individualidad fuera de la norma es remarcada en la sustitución de varias a por acentos circunflejos. Pero estas características, que podrían llevar a largas letanías sobre la soledad o la incomprensión, son tomadas con un espíritu lúdico donde tampoco es casual la mención a Cortázar, en tanto la creatividad y la originalidad se asocian a una cierta incapacidad para adaptarse a convenciones sociales y rutinas preestablecidas, tal como le ocurriría a un cronopio.
Fuera de los slams, donde este espíritu juguetón y gozoso es más habitual, el mercado editorial uruguayo suele ofrecernos productos más serios, a veces casi solemnes, y quizá en esto sea un factor de interés en este poemario, así sea nada más para leer algo diferente. Palabra esta última que, suponemos, ha de ser muy elogiosa para una autora que no se cansa de remarcar su diferencia.
Janina, de Anne Gauthey. 94 páginas. Milena París, 2023.