La literatura está atravesada por demasiadas historias de escritores, innúmeras variaciones de un sujeto frente a la hoja o la pantalla en blanco, sumido en un bloqueo creativo, atravesando los tembladerales del éxito o el fracaso, vinculándose con colegas, editores, críticos o académicos, en una reflexión personal o en una desmitificación colectiva del oficio, aportándole elementos propios, autobiográficos, al protagonista en cuestión o creando al personaje de marras con una argamasa diferente, en la que no pueden rastrearse las marcas identitarias del hacedor. Ante el caudal escritural que el autor despliega y enfrenta el lector luego, aparecen los derroteros diversos de la imaginación, los brotes puntuales de la inspiración y la domesticación del tiempo para que una idea, una palabra, un rostro, un aroma, un acorde, un recuerdo o lo que sea pase del plano mental al soporte palpable de la escritura.
El contrato, la flamante novela del escritor montevideano y ciudadano noruego desde hace varios años Juan de Dios Caballero (1954), autor de los libros Una tumba para Alfi (2019) y Pez de acuario (2021), publicados también por la editorial Fin de Siglo, aborda el día a día de la escritura de ficción a partir del relato en primera persona de un escritor a tiempo parcial que, como muchos de los que chapalean en los terrenos barrosos de la literatura, debe ganarse la vida ejerciendo otro oficio. El narrador de El contrato es un farmacéutico uruguayo en los estertores de la mediana edad, que al inicio de la novela se establece en Husnes, un pequeño pueblo enclavado al norte de Noruega (con 2.189 habitantes, según un registro de noviembre de 2019), tras firmar un contrato como jefe de una farmacia. Las particularidades del trabajo en la escritura se evidencian al arranque mismo del libro, cuando el narrador concluye la redacción del pasaje de una obra en curso (“Tengo unas horas por delante, la espalda tiesa, las manos y los pies hechos un asco, pero me siento en forma, a pesar de que mañana volveré a convertirme en una persona normal que trabaja en una farmacia normal y le da consejos a la gente normal”) y se dispone a volver a la rutina laboral. Esa tensión entre la escritura de ficción y el trabajo diario en una farmacia (que incluye tratar con clientes, subordinadas y una jefa) se sostiene con intensidad variante durante toda la novela, convirtiéndose en uno de los elementos más atendibles no sólo de la trama sino del estilo de Juan de Dios Caballero.
Varias líneas espaciales y temporales se cruzan en el entramado de El contrato, cada una de ellas con su peso y valor específico, otorgándole al todo de la novela una densidad controlada, al tiempo que se conforma una estructura particular que, sin volverse atípica, constituye uno de los elementos más atendibles del libro. El narrador mantiene una relación geográficamente distante con su esposa, un vínculo más que fogoso con una joven amante y una comunicación esporádica y muy proteica con una prima artista plástica. Al mismo tiempo, sostiene una larga amistad con un amigo encarcelado por asesinato y ultima los detalles de la publicación de su primera novela, que se editará y presentará en Uruguay en una fecha próxima, instancia que se va acercando a medida que fluye la trama y que se convierte en escenario definitivo cuando, sobre el final del libro, el narrador se encuentra ya en ese gran almacén de saldos en el que se ha convertido la Feria Internacional del Libro de Montevideo (FIL).
Dos cuentos –“Amanda o La mujer del ministro” y “El vino derramado”–, que el narrador ha escrito con base en elementos autobiográficos o biográficos de algunos allegados, intercalados en la propia novela, potencian la atipicidad de la estructura de la que hablé antes, no por el hecho de que dos piezas breves y autónomas aparezcan en una historia más amplia (lo que en sí mismo no es ninguna novedad), sino porque las circunstancias de escritura de cada uno abren el juego de la reflexión sobre temas tan amplios como la pertinencia o no de volver ficción un crimen real, las peripecias de la llamada “literatura del yo” (hay varios apuntes sobre la excesivamente kilométrica obra en seis volúmenes Mi lucha, de Karl Ove Knausgård) y la situación del escritor en el mercado editorial en particular y en la sociedad en su conjunto (notablemente graficadas con el pasaje más bien triste del narrador por la FIL).
Sobre el final, quiero subrayar algo que no deja de ser una particularidad en la escritura de esta novela y que tiene que ver con el empleo del lenguaje y el peso o el uso de determinadas palabras y expresiones. Como se dijo, el narrador es un uruguayo que escribe en español aunque, a diario, debe comunicarse en otra lengua. Cuando se transcribe una conversación en noruego, por ejemplo, o cuando los personajes de los relatos incrustados también hablan en otro idioma, Juan de Dios Caballero, a través de su narrador, realiza una suerte de traducción al uruguayo que, lejos de conformarse en un exotismo, proporciona a la novela un particularísimo fraseo, evidenciado en vocablos como “baboseo”, “muchachada”, “chiquilinas” y “guarango”, o en giros como “no te agarraban un mango” y “cuando quise acordar”. Es en esas determinaciones lexicales, en un punto más importantes que las argumentales, donde Juan de Dios Caballero termina de adensar sus propias reflexiones sobre el oficio de la escritura, de la que El contrato es una muestra más que acabada.
El contrato. Juan de Dios Caballero. Montevideo, Fin de Siglo, 2022. 168 páginas.