En su autobiografía Habla, memoria, Vladimir Nabokov refiere el caso de un niño cronofóbico que cierta vez vio una película familiar rodada poco antes de su nacimiento en la que aparecían la misma casa y las mismas personas de siempre, pero en la que nadie lloraba su ausencia. La imagen más perturbadora que encontró en el film casero, sin embargo, fue la de un cochecito de bebé flamante, sin uso, que aguardaba al niño por venir con la misma respetabilidad de un ataúd en espera del difunto. Si el tiempo de vida de cualquier persona se computa desde el preciso momento de su nacimiento –o, eventualmente, desde la propia gestación–, determinando el punto de arranque biográfico, no menos importante es la magnitud temporal precedente de quienes antecedieron al individuo en su entorno inmediato, los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás antepasados que con sus acciones, desplazamientos e incluso omisiones determinaron algunas claves del presente del sujeto en cuestión. Esos muertos suelen girar como fantasmas desprendidos de unas fotos viejas, sostenidos por una memoria intrafamiliar, titilando en el tiempo y apagándose incluso, cuando ni siquiera el chispazo de un recuerdo repentino los devuelve al presente.
El libro Cuando creíamos que la vida era una línea recta, de la escritora montevideana Margarita Azpiroz (1942), concreta lo expresado anteriormente en un relato familiar particularísimo (por la peculiaridad que en sí tiene cualquier familia pero, sobre todo, por la forma en que la autora lo compone), en el que los vivos y los muertos de una familia dialogan de forma permanente, no como un conciliábulo de fantasmas y seres vivientes sino como una novela intergeneracional –el mecanismo con el que puede leerse y contarse cualquier familia– sustentada en los recuerdos compartidos, las historias que se repiten de una generación a otra, los misterios enquistados entre los pliegues de ciertos vínculos y, especialmente, por la persistencia de algunas voces en mantener la memoria de los muertos. Por su abordaje del entramado familiar, la conjunción de historias alrededor de ciertos personajes cercanos, la potencialidad de la escritura personal sustentada en la puntillosa elaboración del recuerdo y la mirada femenina en un universo dominado por lo masculino, el libro de Azpiroz dialoga íntimamente con otras obras oportunamente comentadas en estas páginas, tales como Iluminada, de Mary Karr, Ellos, de Francine du Plessix Gray, y Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff, escritas todas por mujeres que convirtieron la memoria personal en alta literatura.
En la capa más superficial de Cuando creíamos que la vida era una línea recta, lo primero que llama la atención es la estructura del libro, dividido en capítulos breves que alternan diversas voces, en ocasiones dentro de un mismo capítulo. La muerte de la abuela paterna de Belcha (Margarita, la autora) y un largo viaje en un ómnibus contratado por la familia que sigue desde Montevideo al vehículo que traslada el féretro de la difunta al cementerio de Melo, episodio datado en setiembre de 1959, es el punto de partida del relato conformado por tres voces: la de la abuela muerta (cuyas apariciones se registran en cursiva y que de forma gradual, a medida que la historia se desenvuelve, los episodios se suceden y la nieta crece, va acallándose); La Negra, la madre de la autora; y la propia Belcha (sobrenombre que le impuso desde antes de nacer el abuelo paterno por “beltza”, “negra” en vasco). La conjunción de la historia familiar narrada por las tres voces le da forma a una suerte de palimpsesto en el que ciertos episodios son omitidos, narrados de forma aproximada e incluso corregidos por otra voz, en una más que destacable composición multitonal que en ocasiones adopta la primera persona (especialmente en los monólogos iniciales de la abuela muerta), desdoblándose luego en una tercera persona que parece contemplar el cuadro desde cierta distancia y, finalmente, retomando la primera persona de Belcha, la narradora definitiva de la novela familiar.
Belcha, que en el presente de la escritura del libro también es abuela, se plantea como la interlocutora ideal de aquella otra abuela muerta varias décadas atrás, no sólo por el vínculo con sus propios nietos, integrados como personajes a pleno en uno de los capítulos finales, sino por la persistencia de atesorar en la memoria determinados episodios del pasado intrafamiliar, de bucear en ese diálogo permanente con los difuntos, tal como apunta sobre la mitad del libro: “Otra tarde para internarse en los recuerdos. Tengo una vida de jubilada llena de actividades, entre ellas este charloteo con los que me habitan”. Ese charloteo no se queda en la mera exhumación de un remotísimo pasado, sino que conforma un territorio en permanente exploración, en el que siguen latiendo ciertos misterios (como, por ejemplo, el suicidio de un tío abuelo muy joven, respetado médico de pueblo) que, de una u otra forma, alumbran el presente de la autora. Es interesante sobre este punto, a modo de ejemplo, cómo Azpiroz resignifica un viaje suyo a Tel Aviv, contado con cierto aire de comedia de enredos, para entrelazar aspectos tan disímiles como la cuestión de los nombres heredados, la pertenencia geográfica y las fronteras difusas de un pueblo chico.
De interesante composición formal, cuidada escritura y más amena lectura, Cuando creíamos que la vida era una línea recta constituye una suerte de rareza en sí misma dentro del batiburrillo de la literatura uruguaya.
Cuando creíamos que la vida era una línea recta. De Margarita Azpiroz. Montevideo, Fin de Siglo, 2022, 184 páginas.