“Cuál es la dosis cotidiana de palabras que hay que emitir para no perder la voz”, dice Alicia Migdal en las primeras páginas de El mar desde la orilla. Su obra da cuenta de una forma particular del decir, una escritura que escapa al relato o lo anecdótico, y que se erige desde una peculiar subjetividad o introspección, una prosa poética que construye un universo a partir de la memoria, lo familiar, el fragmento del recuerdo. Desde Mascarones (1981) hasta El mar desde la orilla (2019) hay un viaje en el que hay que dejarse fluir, entrar en la profundidad de su mirada tan particular sobre las cosas –las cotidianas y las trascendentes– en la que la historia individual y colectiva parece a veces mezclarse.
Su gran y extensa trayectoria incluye su labor como narradora y también como docente y crítica de cine y literatura en prensa (La Semana, El País, Cuadernos de Marcha, Brecha). Asimismo, con menos de 30 años trabajó en la editorial Arca y luego en el gran proyecto Biblioteca Ayacucho, ideado por Ángel Rama en Venezuela. La reedición de Muchachas de verano en días de marzo fue la excusa para conversar con ella.
¿Por qué reeditar esta obra que salió por primera vez en 1999? ¿Cómo fue encontrarte de nuevo con el texto?
Fue muy bueno. Me gustó mucho mi libro, no lo había vuelto a leer. La reedición tiene un origen muy concreto: se la debo a la lectura que había hecho Leonor Courtoisie, su interés por llevarlo a la escena, que quedó postergado por ahora; eso generó movimientos, además de la presencia de Julia Ortiz en Criatura Editora, que es también una mujer joven. Hay un cambio importante, un cambio generacional, de un empuje distinto y una relación con el pasado literario que puede implicar no conocer todo, pero sí querer saber, y eso es fundamental.
Fue un libro poco distribuido. Lo había publicado Cal y Canto, que era el sello que tenía Beto Oreggioni después que se fue de Arca. Ahí no sé, al libro nunca lo vi en ninguna parte, yo no recuerdo si lo comentaron. Y después, cuando Rebeca Linke Editoras en 2008 me propone editar todo, se publica de nuevo, con una suerte parecida en cuanto a la distribución. Entonces yo me reencuentro con esas Muchachas, me reencuentro realmente, porque no recordaba cosas escritas por mí. No es extraño porque en general tengo una relación o sensación muy rara con lo que escribo después de que sale, respecto a que va a ser leído y, “pah, va a ser leído”. Para mí es bastante llamativo casi 25 años después estar acá contigo hablando de ese libro y sentir que no es un libro del pasado.
En esta edición le agregás un epígrafe de Aníbal Troilo. Hay una presencia de la música en tu obra, y sobre todo del tango.
Agregué sólo el epígrafe, nada más. Yo me crie en una época en la cual la poética del tango ya había pasado, pero eso es lo que pasa con la música, tiene una permanencia en la vida sensible de cada uno. Aún era una presencia poética muy fuerte, al mismo tiempo que una escuchaba rock, y sobre todo jazz, que en mi casa se escuchaba mucho, y que para mí está muy asociado al tango, hasta por la época en la que surgieron, nacieron juntos y tienen el carácter de la música popular, de la mezcla. El jazz y el tango estaban muy unidos en mi casa y en mi inconsciente me gustaba ese anacronismo, que una chiquilina que escuchaba The Beatles escuchara al mismo tiempo al polaco Goyeneche –en sus épocas perfectas, no decadentes–, y escuchara tanto a Troilo, que me llevó a Piazzolla. O sea que la continuidad para mí era natural, y eso también me acercó a la poética de las letras: Homero Manzi, Discépolo. El tango a mí me modula mucho, siempre lo escucho.
Otra presencia es Montevideo, la rambla sur, la Ciudad Vieja. Hay un recurrir a la referencia precisa de esa parte de la ciudad, “la rambla sur hacia la escollera es el fin del mundo” es una de las frases finales de Muchachas..., que retoma una de la primera parte.
Yo nací en Ciudad Vieja, en la casa de mi abuela, en 25 de Mayo y Pérez Castellano, en aquella época en la que nacías en las casas. Ciudad Vieja estaba presente porque mis abuelos venían de Esmirna; siempre digo que deben de haber bajado del barco y se quedaron ahí, nunca vivieron en otro barrio. Por lo tanto, hasta la adolescencia en que ellos murieron iba a Ciudad Vieja, era parte de mi vida, y después que vino el bajón del barrio, que coincidió también con la dictadura, yo seguí yendo. Ahora miro con una especie de sonrisa el que esté de moda, hay un renacer que me encanta, me permite tomar un café cerca de donde nací, aunque no está más la casa. Estaba al lado de la seccional primera, y en una de mis idas en la época de la dictadura, en mis paseos solitarios por Ciudad Vieja, me doy cuenta de que la casa no está, que es un baldío. Me paré delante y estaban los policías, y yo miraba desconsolada ese baldío, y, al fondo, estaban todavía los azulejos del baño; después se convirtió en la extensión de la comisaría.
“El recuerdo es una construcción que se desplaza”, decís en El mar desde la orilla. La cuestión de la memoria, el recuerdo, la familia, la casa. ¿Por qué esa preocupación, ese volver continuo sobre esa memoria presente/ausente, o necesidad de recuperar el pasado?
Sí, tal vez sea mi materia prima, a esta altura de la vida, y de mi propia mirada desdoblada sobre lo que escribo y la posibilidad que tengo de interpretarme. Sin duda es mi materia prima; por qué lo es, es un cierto misterio existencial. Yo creo que hay una imaginación también en el recuerdo. Ya sabemos desde el punto de vista psicológico, o estético, que el recuerdo es una construcción, o que la verdad de los hechos recordados es una construcción, estilo la película japonesa Rashomon; estamos en un mundo del rashomon, y cada familia tiene su propia interpretación de las cosas, lo que pasa es que no sé si en cada familia hay una persona que agarra la materia prima y la proyecta y de pronto tiene, con cierto temor, que esperar la reacción –en lo posible favorable– a lo que fue escrito, que los incluye a todos. Es la memoria reconstruida, que en algún momento se vuelve imaginación. Aunque parezca, no es una contradicción de términos porque la verdad es móvil.
Siento que la historia de mi familia no es una historia particularmente interesante como puede ser la historia de alguna familia donde hay grandes sucesos, pero no es lo que hayan hecho o lo que haya pasado, sino la implicancia y cómo eso me formó, son las vivencias pasadas por la escritura. Yo siempre siento el riesgo, creo que en Historia quieta (1993) lo menciono, que escribir es como idealizar, escribir es un rescate que de alguna manera es como un premio, hasta un premio para el enemigo, ya sea en el amor, la otra posibilidad es el silencio; cómo expresar el silencio si no es a través de la palabra.
En la no linealidad de tu escritura, hay como un rehuir del argumento, o la sensación de una historia que se nos escapa. Se podría hablar de una poética de la fragmentariedad. ¿Es una elección consciente?
La fragmentariedad estuvo presente desde siempre, desde mi primer libro, Mascarones, que eran pequeños poemas en prosa. Obviamente yo tenía presente a Baudelaire, con Los pequeños poemas en prosa, y también tenía presente la lectura de Tratados y ejercicios de José Pedro Díaz. La lectura de ellos dos, casi al mismo tiempo, en mis épocas de estudiante, me dio una especie de permiso interior, inconsciente, para acercarme a la escritura desde lugares que no requerían necesariamente el sujeto, verbo y predicado de la narración. Un permiso de abstracción, te diría. Por eso creo que hay una concentración poética en lo que escribo, donde no todo está explicado. Muchas veces me doy cuenta de que yo misma no termino de saber cuál es el significado final.
Igual creo que en Muchachas..., sobre todo en la primera parte, hay historias. Lo digo porque parecería que yo estuviera siempre como empozada o chapoteando en un pantano, mar o laguito propio, pero en Muchachas... hay como una salida a historias de otras. Ahí creo que está la cuestión de la memoria de las mujeres que tal vez están más culturalmente preparadas para autoevocarse. El lugar de la mujer en la sociedad, cuando toma la palabra, no la toma necesariamente con una literatura de acciones o de personajes o de ficciones construidas como se vinieron construyendo siempre, lo cual no quiere decir que yo no consuma ese tipo de literatura; no importa que sea de hombres o mujeres, es toda una literatura de ficciones fuertes que a mí me apasiona; simplemente yo no la hago.
En tu obra hay muchas referencias culturales, el cine, la música, y sobre todo la literatura, e incluso las integrás de forma explícita. ¿Cuál es tu relación con esos intertextos?
Se incorporan naturalmente, casi no hay libro mío en el cual no aparezcan citas, que no tienen que ver con una exhibición de saberes ni de gustos, sino con necesidades, de tan incorporados que están. No me veo a mí misma escribiendo sin la presencia de una literatura que me acompaña, algo así como “bueno, esto ya lo dijo Fulano y lo dijo muy bien”, en realidad se pueden considerar homenajes o apropiaciones, o devociones, y también en algunos casos hasta circunstancias, las citas de algunas películas, por ejemplo, son cosas que yo anoto porque en el momento en que las estuve viendo me resonaron y después quedaron ahí, de pronto guardadas durante años.
En un artículo que elaboraste para el N° 14 de Cuadernos de Marcha, de 1986, “Mujeres: del confort a la intemperie”, realizás una genealogía y revisión del canon femenino en la literatura uruguaya. Un proceso difícil, costoso para que la mujer lograra consolidar un espacio.
Es un artículo que me había pedido Hugo Achugar. Cuando lo revisé hace poco vi que había llegado hasta el año 86; ahí casi no había mucha presencia de mujeres, salvo por Teresa Porzecanski, que venía escribiendo desde los años 60. Realicé también muchas referencias a mujeres que estaban en el exilio. Más que nada lo que recuerdo de aquel artículo tenía que ver con una interpretación que yo tenía y que sigo sosteniendo de la relación medio tanguera que tenían las mujeres con sus hombres, en el sentido de que cada una de ellas decía que nunca se habían sentido discriminadas –Idea Vilariño, Amanda Berenguer, que ingenuamente decía “teníamos La Galatea”, que tenía al editor en la casa–, esa manera de convivir que tuvo el 45, donde las mujeres tenían algo de las mujeres del tango, ni que hablar Idea y la leyenda de mujer fatal, su relación con Onetti y con tantos otros. Yo creo que eran editadas tanto como ellos, aunque siempre existe aquella pregunta de cómo sabés si no quedaron por el camino grandes escritos. Hace unos años Leonor había hecho con Salvadora Editora un rastreo de mujeres dramaturgas y cuando me mencionaba a muchas, yo le ponía una cara... ¿te vas a tomar el trabajo? No valían la pena, no es que los hombres las dejaran de lado, no eran buenas. Aceptemos que hay producción de mujeres que no son buenas. El trabajo igual fue importante: tratar de buscar la respuesta a aquello de cómo saber si hubo mujeres de importancia significativa que quedaron sin ser editadas. Desde el presente, te diría que si hubieran existido significativamente en los años 60 Ángel Rama las hubiera tenido presente, rastreadas, y publicadas, que fue lo que hizo con Armonía [Somers], por ejemplo.
En ese mismo artículo, definís la escritura de Circe Maia como “recogida sobre sí misma y observando desde extraños ángulos los extraños encuentros de las palabras y las cosas: hay un ritmo y un contenido de observación que son los de la habitante femenina de una casa material y una casa simbólica”. Encuentro una resonancia con lo que podría definir a tu escritura.
Sí, yo tengo una gran admiración y respeto por Circe, pero no es una presencia que yo la tenga de manera muy evidente en mis referencias, o en mis recuerdos, en esa especie de citas naturales que aparecen en la cabeza de cada uno. Pero si uno lee la obra de Circe con esa insularidad, hasta su vida en Tacuarembó, su manera de estar al margen, su filosofía, sin duda hay una insularidad y un recogimiento dentro de la vida literaria, su nombre incluso, cuando era adolescente pensaba “será un nombre o un invento, Circe Maia”. Es evidente que hay algo que nos atraviesa y no es tan inmaterial el saber por qué el tema de la casa, la familia: sabemos que más allá de los extremos de los feminismos para arrancarnos de las casas y colocarnos en la calle y en la vida social y en el poder con todo. A mí me ha tocado, como mujer de la civilización del siglo XX, formar parte del mundo en el cual eso era el origen de todo, y creo que en la pelea con ese origen, en el querer quedarte o salir de la casa es donde se juega todo, ¿no?
¿Te sentís cercana a otros escritores de tu generación? Pienso en Roberto Appratto, por ejemplo, si bien de forma muy diferente, ambos construyen desde una subjetividad autorreferencial y abordan el tema de lo familiar.
La casa de enfrente salió en 1988, y creo que Íntima es de 1992, pero hubo lecturas desde el mundo masculino en ese momento, concretamente en El Cultural de El País, que celebraron la salida de su novela como una novedad absoluta, y yo había publicado antes. El mundo cambió ahora, no sólo por los feminismos, creo que inevitablemente tenía que pasar.
Y, en ese sentido, ¿sentís que tu escritura puede resonar o encontrar un lector más propicio en la actualidad?
Evidentemente sí, siempre se me consideró una escritora hermética, una crítica hermética también. Es probable que yo al principio en la crítica estuviera mucho más absorta en mi escritura y en mi objeto de análisis. Creo que con los años eso se fue aclarando; yo también tuve la necesidad de ser más clara o más comunicativa. Cuando salió La casa de enfrente fue comentada, pero una cosa es la salida de un libro (yo ya tenía dos libros anteriores) y su reseña puntual, que las hubo, y otra cosa es que se sostenga y tenga una presencia mayor que la circunstancia en la que sale. Ese libro tuvo como una vida secreta, te diría, de lectura de distintas personas, sobre todo de mujeres, también de algunos hombres inteligentes que sin embargo decían “bueno, son cosas de mujeres”, porque el tema de la memoria familiar parecía solamente relacionado con un mundo femenino. Realmente hay que ubicarse en aquellos años para tratar de entender, aunque sinceramente no sé si los quiero tratar de entender a esos hombres, que partían de la base de que eso era de interés sólo para las mujeres. Encima en La casa de enfrente había algunas recetas de comidas: en esos años aparece Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, que había sido el descubrimiento de una forma de literatura femenina donde aparecía el tema de la comida, y yo acá en Montevideo pensaba “me parece que a mis berenjenas las publiqué antes”. Claro, ese es un poco el precio de vivir tan al sur y no formar parte de ningún canon de poder, es una cuestión de geopolítica literaria.
La casa de enfrente fue leída y valorada, hasta que en determinado momento el libro se agotó; ahora Criatura lo quiere reeditar también. Para mí es muy importante porque siempre siento que en la cadena o en el encadenamiento de mis libros entre sí, faltaba ese para ser leída la continuidad, la continuidad dentro de lo mismo.
Hay algo también de escritura atemporal, que no envejece, o que le sigue diciendo al presente. Que se esté apostando por volver a poner en circulación tus textos es una muestra.
Que la editora sea mujer es importante. Porque el fenómeno de la identificación, o mejor, del encuentro en una escritura con cosas de cada una, es casi el principio de la actividad artística. Borges hablaba de la poesía como de la inminencia de una revelación, y bueno, esa inminencia de una revelación es parte del acercamiento a determinadas obras; hay algo tuyo, de cada lector que va a estar en eso que escribió otra persona.
Pienso que tu literatura, en ese sentido, dialoga mucho con escritoras del presente.
Incluso como escritoras que entre sí no se han leído –me consta que hay escritoras que no me han leído– y terminamos en un mismo mundo sensible literario-temático. Es interesante pensarlo, volvemos al tema de si hay una literatura femenina o una literatura de mujer, a esas viejas preguntas de si hay una manera de decir distinta, si hay temas; obviamente los feminismos han colocado lecturas desde otras ópticas.
Es eso que decía de la inminencia de una revelación que evidentemente hace que se conecten, si no por qué Leonor, que tiene treinta y poquitos años, se conectó de esa manera, sobre todo con Muchachas... sí, hay un universo común, nos guste o no nos guste, lo atribuyamos o no al patriarcado. Quiero superar esa manera de ver, sea o no una condena escribir así porque sos mujer, yo creo que a esta altura hay misterios que hay que dejarlos en esa condición de misterio, no terminar explicándolo todo porque no vamos a llegar a ninguna respuesta.
Probablemente haya hombres también que han indagado mucho desde el lugar de la introspección, como Fidel Sclavo, por ejemplo; tiene un libro que sacó casi al mismo tiempo que El mar desde la orilla. Es un hombre que viene mirando desde un adentro muy intenso a su historia. En aquel momento en que yo escribí La casa... me acuerdo de que una posible presencia fantasmal, y por eso dejé de leerlo, fue Peter Handke. Cuando hay algo que me parece que puede interferir –la “angustia de las influencias”– lo dejo. Me pasé años sin leerlo, igual que con Marguerite Duras: El amante lo leí mucho más tarde. Roberto de Espada me decía “leelo que no es lo que vos estás escribiendo”. Yo fui una lectora muy interesada en ella, sobre todo a través del cine, y también muy crítica en muchos sentidos del conjunto de su obra; en realidad nunca la quiero traer a colación para no facilitar una especie de “comparación estética-temática”.
Tu narrativa da la sensación de una obra que se continúa, se repliega sobre sí misma, se autocita o refiere. ¿Hay un proyecto de novela continuada o surge así?
Nunca tuve un proyecto; hay una dependencia del presente, para bien o para mal. El Mar desde la orilla lo publiqué diez años después del anterior y eso tuvo que ver con un silencio prolongado personal muy fuerte, muy duro. Yo estoy como atada a las circunstancias y a la memoria; en qué momento eso pasa a la escritura es muy misterioso para mí, en qué momento desaparece de la escritura, como esos diez años donde obviamente hice anotaciones –siempre hay libretitas, una computadora–, pero en ese período se me había borrado la posibilidad de desarrollar siquiera la frase anotada, y, en algún momento, también misterioso, que tiene que ver con una necesidad vital, empecé a ocuparme más de lo poco que había sido escrito en ese período para seguir desarrollándolo aun con la duda de si ya no había sido escrito por mí, si era nuevamente una modulación de lo mismo, y terminé de descubrir algo muy obvio, que es muy obvio para mí desde el punto de vista de la reflexión intelectual, pero no lo era tanto en mi vida personal. Lo que tiene la escritura de rescate, de rescate de una misma; no estoy hablando de la salvación por la literatura, de la cura y esos conceptos, sino de algo que sólo la escritura, cuando la sacás, y que en otras artes son las otras formas, empieza a tener un sentido, y es un sentido que de alguna manera te ayuda.
Entonces, ¿qué es la escritura para Alicia Migdal: una necesidad, un refugio, una profesión?
En realidad, se podría considerar una profesión en la medida en la cual escribo desde el año 79 y antes, mientras estaba en Caracas, cartas y qué sé yo; escribir es parte de mi naturaleza y cuando entro en eso que llamo un “estado de escritura”, que es como un estado asociativo, un estado de pregnancia de las cosas, de presencia significativa de las cosas, un estado probablemente un poco paranoico. Hay algo de eso, de una paranoia objetiva, es decir, las cosas de alguna manera están ahí, te pueden perseguir para ser tomadas y observadas y colocadas en algo que es un discurso no disperso, porque la realidad es una situación dispersa, la posibilidad de escribir a partir de ella es un cierto dominio que te da el tomar eso y llevarlo a esos textos, a eso que yo escribo, que es generalmente breve, siempre pienso que si fuera más largo sería insoportable. Como dije, la fragmentariedad estuvo siempre presente en lo que escribo y con la manera que tengo de seguir escribiendo, yo enfatizo a los fragmentos, esa discontinuidad unida a la cosa de asociaciones aisladas que después se revelan relacionadas entre sí, y me van guiando hacia una forma y un sentido que cuando pongo el título yo ya siento que encontré la dirección.
¿Estás escribiendo?
Estoy escribiendo, sí, probablemente sobre lo mismo, como si El mar desde la orilla no hubiera terminado. A lo mejor lo publiqué antes de dejarlo quietito y guardado, y lo que estoy haciendo ahora sería como un seguir eso o un entremezclado. No sé si voy a hacerlo, en principio es más o menos eso que yo escribo.
Arca, Biblioteca Ayacucho y La Semana
Antes de convertirse en escritora y de incursionar en la prensa cultural, Migdal trabajó en la editorial Arca, que dirigía Ángel Rama, junto a su hermano Germán y José Pedro Díaz, y en la que también estaba Alberto Oreggioni. Para una veinteañera interesada en la literatura, trabajar allí “era como el sueño del pibe”. Durante doce años se desempeñó en diversos roles; el primero fue en la librería de la editorial, Atenea.
La presencia de Ángel Rama era fundamental, recuerda: en ese momento, el crítico ocupaba un lugar central en la cultura uruguaya: era docente, estaba al frente de la página cultural de Marcha y tenía otros emprendimientos además de la editorial. Rama fue su profesor de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades de la Udelar. “Ángel tenía una intención, y la cumplió, de encontrar dónde estaban los que estaban, dónde estaban los que escribían, de él siempre aprendí algo, por la vía de la experiencia: que un catálogo, un fondo editorial, se va haciendo con ensayo y error”, dice. Rescata su “ojo intuitivo”: en esos años, edita a Armonía Somers, a Felisberto Hernández, a Onetti, y también literatura latinoamericana. Por ejemplo, en 1963 editó La hojarasca, de un tal García Márquez, en una edición que ahora la escritora lamenta haber perdido en algún divorcio.
“Esa era una cabeza muy particular, muy cosmopolita, y ese cosmopolitismo de Ángel, se expresó en Arca a través de tratar de detectar lo nacional; aunque parezca una contradicción, no lo es”. La editorial nunca fue redituable económicamente y ella ni siquiera tenían un sueldo: “no está bien ni mal, era el momento, todos vivían de otra cosa”, dice.
Cuando llegó la dictadura, Rama se había ido y, al no renovarle el pasaporte, no podía regresar al país. En ese contexto, pone en marcha el proyecto de Biblioteca Ayacucho en Venezuela. En un acto que ahora reconoce como un poco inconsciente (estaba casada, tenía dos hijos chicos), Migdal se fue a Venezuela en 1976. Trabajó intensamente: “éramos dos uruguayos completamente fanatizados por el trabajo. No había forma de trabajar de manera distinta con Ángel, había un ritmo que marcaba él y además el proyecto era tan gigantesco que si no se trabajaba todos los días a un ritmo importante no se sacaba eso que salió”. Publicaron casi cien volúmenes que rescataban obras fundamentales del pensamiento latinoamericano, acompañadas de estudios críticos.
Además de ser la secretaria literaria de Rama, Migda se ocupó de las cronologías de los autores de la colección. Siguiendo un modelo francés, que Rama había adaptado, y utilizado ya para su libro sobre José Enrique Rodó, se trataba de contemplar la historia, lo que pasaba en el mundo y la biografía del autor. Ese trabajo de investigación fuerte le impregnó “una necesidad personal de ver el panorama de las cosas, la visión global, el por qué pasaron las cosas, el qué había antes de y cuáles fueron sus consecuencias”. En 1977, “el calor, el trópico, el caos” la hicieron volver a Uruguay.
En 1979, en dictadura, comenzó a trabajar en La Semana, el suplemento cultural del diario colorado El Día, junto a un grupo de jóvenes críticos. Algunos habían sido sus compañeros de Literatura en el IPA: Roberto de Espada, Roger Mirza, Jorge Albistur, más Alejandro Paternain. La publicación fue una novedad en el medio, en un contexto en el que se empezaba a hablar de la posible salida democrática.
En esas páginas escribió de literatura, “pero sobre todo de cine”. No recuerda ningún tipo de censura desde el periódico, aunque sí recuerda que nombrar a Mario Benedetti en esos años, si no había un libro en puerta, tenía cierta implicancia. Cuando en 1979 apareció Dejemos hablar al viento, después de un silencio de dieciséis años por parte de Onetti, lo reseñó sin obstáculos. Esa crítica debió ser la primera que se hizo acá sobre esa novela, cree hoy.