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Daniel Ferreira.

Foto: Adrián Hueso

Retratos de un país en llamas: el colombiano Daniel Ferreira

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El autor de Recuerdos del río volador habla de los cambios históricos en su país y de la literatura como forma de dar sentido a la historia.

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La colección Mapa de las lenguas de Editorial Alfaguara (desde 2017 subsidiaria de Penguin Random House) elabora año a año una lista de obras representativas de distintos países de habla hispana, generalmente de autores que ya han logrado una cierta relevancia en sus ámbitos nacionales. Es el caso de la peruana Katya Adaui, entrevistada en estas páginas y del uruguayo Diego Recoba, entre otros.

Daniel Ferreira (1981) fue elegido como representante de Colombia con su novela Recuerdos del río volador. El compromiso con su realidad nacional es claro: las novelas de la Pentalogía de Colombia recorren distintos momentos del siglo pasado a través de un mosaico polifónico en el que numerosos, complejos y diversos elencos de personajes dan cuerpo a un devenir de violencia constante, pero en el que también la fuerza del amor y los vínculos filiales desafían el peso cruel de la tragedia colectiva.

Tanto trabajo en la elaboración de una crítica y de una postura histórica se nota inmediatamente en su conversación abundante. Su voz resulta sumamente interesante y esclarecedora en un momento en que Colombia atraviesa una importante transición que genera grandes interrogantes y expectativas.

Las novelas de la Pentalogía de Colombia abarcan distintos momentos históricos, del 1900 en adelante. ¿Por qué exactamente esos períodos?

Toda la pentalogía es un retrato literario del siglo XX, construida con distintas voces y tiempos que se van entrecruzando, pero cada una es una novela separada de las otras. Yo planteé la idea de cinco novelas, como hubiera podido decir dos o diez. Pero me pareció que con cinco podría retratar algunos aspectos específicos de lo que fue el siglo XX en Colombia. La primera novela fue Viaje al interior de una gota de sangre, que cuenta la historia de una matanza paramilitar en los años 80. La balada de los bandoleros baladíes se ubica en la década siguiente, cuando Colombia sufrió la parte más fuerte de la guerra paramilitar y guerrillera.

Ahí fui yendo hacia atrás en el siglo y escribí La rebelión de los oficios inútiles, que ocurría durante todas esas masacres y guerras entre mercenarios y bandas que se armaban en los campos colombianos. Cuenta algo que marcó la década de 1970, las invasiones de tierra. Los siervos sin tierras colombianos decidieron ocupar territorios que resultaron tener dueños, que se organizaron para defender estos territorios y criminalizaron ese tipo de protesta con acciones de barbarie, defendidas por los gobiernos de entonces, incapaces de concretar una reforma agraria.

Con la experiencia de esa novela, más las otras dos, me atreví a ir un poco más atrás en el tiempo, al comienzo del siglo, cuando Colombia vivió lo que se llamó la guerra de los Mil Días. Aproveché ese momento e historias que estaban en la oralidad, hice una investigación y escribí un relato que se llama El año del sol negro, que cuenta los meses anteriores al estallido de la guerra. Y ese fue como el arco completo del siglo.

Me faltaban esos años de interregno entre una hegemonía conservadora, que fue uno de los resultados de la guerra de los Mil Días, y el proceso de desarrollo de Colombia de los años 1920 y 1930, en los que aparecieron nuevas bonanzas y nuevas industrias, pero controladas por empresas extranjeras, como el petróleo. Entonces ahí pensé que el personaje principal debía ser un desaparecido, porque ese período coincide con los momentos previos al estallido de la violencia bipartidista [entre el Partido Liberal y el Partido Conservador] promovida por caciques regionales que propagaban entre la gente ideas absurdas. Usted no se podía vestir del color del partido contrario porque le volaban la cabeza a machetazos. El período más arduo, más crudo de esa violencia se da a finales de los años 40 y comienzos de los 50. La novela se situaba ahí, en esa frontera. Y el desaparecido me parecía más emblemático que cualquier otro personaje porque Colombia ha sido un país de desaparecidos. Por un siglo no se le puso nombre a ese delito. No se percibió.

En los primeros acuerdos de paz, que fueron con los paramilitares, se incluyó la desaparición forzada como un delito tipificado. Este año se creó una comisión estatal de búsqueda de personas desaparecidas, que es un logro, pero un logro que llega tarde. Colombia ha contado más de 200.000 desaparecidos desde 1970 en adelante. Pero los desaparecidos de la violencia bipartidista no se cuentan allí. Ese vacío, esa herencia de la guerra, no estaba retratado. Entonces surgió Recuerdos del río volador y cuenta la búsqueda de las personas que amaron a ese desaparecido: sus hermanos, sus familiares, sus amores. La novela retrata cómo un archivo roto se construye, a partir de fragmentos de cartas, de fotos, de pequeñas escenas en las que se cuenta cómo se lo buscó, qué se encontró y lo que dijeron las personas que tuvieron contacto con él. Ese mapa es un poco el mapa que hacen las familias que tienen un desaparecido, que han tenido la función y la misión de hacer lo que el Estado nunca hizo: investigar, buscar, ir a las fosas, ir a sacar cadáveres, más el drama de sostener un duelo que no acaba, porque la desaparición forzada tiene la particularidad de ser un duelo inacabado.

Yo escribí estas novelas en un tiempo en que la memoria afloró en Colombia a partir de los acuerdos de paz. Fue un tiempo para hablar del pasado, para poner la memoria en el presente, para decirse la verdad en la cara, para oír a los perpetradores contar por qué habían hecho sus matanzas. Esto ha sacudido a la sociedad colombiana y le permitió algo que las generaciones anteriores no habían podido hacer: un alto para mirar atrás. Por eso también los acuerdos de paz habían fracasado anteriormente, porque no obtuvieron verdad ni reparación ni justicia, fueron acuerdos entre paramilitares saboteados por sectores sociales a los que no les interesaba hacer la paz. En este siglo al menos se pudieron hacer unos acuerdos parciales, que si bien no han implementado una paz total, sí permitieron un cese, y a los artistas nos permitieron mirar de otra manera el pasado del país.

¿Qué te posibilita el formato coral?

Un proyecto de novelas corales era en principio lo que yo quería: voces, voces hablando de ciertas individualidades y de ciertas épocas y de ciertos contextos sociales. Pero las voces no iban a estar situadas siempre desde las élites o desde el poder, porque en mucha literatura lo que cuentan son los delirios y la buena vida que se da la élite letrada, la élite que ha viajado, la élite dominante. Yo quería personajes como una analfabeta en la guerra de los Mil Días, un obrero de la construcción del ferrocarril en los años 30, un periodista militante de los años 70 que empieza a hacer denuncias públicas y termina siendo acosado y llevado prácticamente a tomar las armas para defenderse físicamente, dentro de un proyecto ideológico que es la aventura de una generación que terminó muerta en los campos de batalla siendo intelectual. Personajes como los perpetradores, difíciles de describir cuando no hay un testimonio, por ejemplo, de un paramilitar, de alguien que ha hecho masacres, que ha perseguido personas para matarlas, que se dedica a ese mundo del mercenario. Uno oye esos relatos, pero trabajar con ellos no valida el discurso de ellos. Es una decisión ética difícil de sostener porque es un punto de vista tabú, a pesar de que a esos personajes los tenemos ahí.

Colombia tiene mercenarios en la guerra de Ucrania, mercenarios que mataron al presidente de Haití y mercenarios en conflictos internacionales. Porque hemos sido una fábrica de mercenarios. Porque hemos utilizado la fuerza de la juventud para convertirla en una fuerza de choque y de guerra. Todos esos fueron muchachos que no tuvieron educación, que fueron captados por grupos armados que les lavaron el cerebro y los convirtieron en soldados de cualquier guerra. Ese tipo de personajes no eran convencionales: seleccionarlos fue una apuesta. Creo que el proyecto no terminó cuajando como novela polifónica porque yo encontré algo, y fue la textualidad en lugar de una voz, una especie de mediación, un discurso que se convertía o se filtraba a través de algo de la escritura misma.

Tu prosa es bastante realista y siempre, cuando hablás de tu obra, hay un diálogo con una realidad. ¿Cómo vendría a ser esa relación entre la literatura y la realidad? ¿Pensás que la literatura tiene alguna función? ¿Puede transformar algo?

Yo escribo estos libros en Colombia; vivo en Colombia. Y aunque, como mi generación, también tuve los sueños de irme y hacer la vida en otro lado, siempre todos esos proyectos se volvían viajes interrumpidos, y siento que era porque me arraigaba contar esas historias. Tenía que estar escribiéndolas ahí. Entonces eso afinó la atención que yo ponía sobre lo social y lo político en Colombia. Ahora, no es sólo reflejarlos, porque me interesaba también hacer una crítica social y una crítica política. Porque hay eventos políticos que afectaron a la sociedad en general y direccionaron la historia del país. Ahora tenemos uno importantísimo, el movimiento social que se armó en 2021 con un paro nacional que duró cuatro meses, liderado por la gente más joven, que uno creería la más desinformada, la más distraída por los celulares. Yo ya no soy joven, pero admiro mucho a esa generación que nos permitió transformar la mirada y tener por primera vez un gobierno popular, más allá de que sea de izquierda. Un gobierno que esperábamos que representara a muchos sectores que estaban marginalizados, tratados como minorías, cuando son la gran mayoría del pueblo colombiano.

Yo me he alimentado de lecturas de libros que están en la tradición de la literatura latinoamericana y colombiana, que han ido rastreando el devenir de los pueblos, como Elena Poniatowska, Reynaldo Arenas, Tomás Eloy Martínez, José Eustasio Rivera, los autores del boom, gente que trataba de captar los momentos históricos y las realidades y cómo afectaba eso al mundo de la cultura en general, y de allí derivaban sus relatos. A mí me interesa la novela política más que otra, porque me he formado en ella, porque veo que tiene una función.

Ahora, con respecto a si sirve o no la literatura, ya a esta altura no me lo pregunto, porque en mi caso personal la literatura sí me transformó la vida: me transformó poco a poco, desde mis primeras lecturas hasta que escribo relatos. La misma literatura me fue mostrando cómo hacer literatura y hacia dónde poner la mirada. También fue dándome una cierta sensibilidad hacia la cultura popular, la situación de los pueblos, o mi pueblo por lo menos.

Lo que yo veía era que estábamos en la misma desigualdad de siempre sin darnos cuenta, completamente hipnotizados por discursos mediáticos que nos hacían sentir que vivíamos en un paraíso lleno de riquezas. Y si la literatura no me hubiera abierto los ojos para eso, yo hubiera seguido reproduciendo el mismo esquema de ese discurso dominante. Creo que todo el que viva la literatura con una pasión general no tiene manera de no darse cuenta, de no despertar, de no encender luces sobre cosas que están como en penumbra. Los poetas y los buenos narradores son los que nos ayudan a dilucidar los secretos culposos de las sociedades, las partes oscuras del individuo, toda la complejidad humana. Entonces, me es difícil decir para qué pueda servir la literatura, pero siento que la vida de la gente no es lo mismo sin ella.

Recuerdos del río volador. 524 páginas. Alfaguara, 2024.

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