Temporada de ballenas es la primera novela de Tamara Silva y confirma la fuerza creativa que la autora ya había alcanzado con su multicelebrada ópera prima, Desastres naturales, con el que en 2023 obtuvo el incentivo a la edición Felisberto del Ministerio de Educación y Cultura y los premios Bartolomé Hidalgo de la Cámara del Libro en Revelación y Narrativa (Temporada de ballenas, por su parte, recibió una mención en los Premios Onetti de la Intendencia de Montevideo ese mismo año).
En El agua y los sueños (1942), Gaston Bachelard propone que el agua tiene el poder de despertar una forma de introspección en la que emergen deseos profundos y recuerdos velados. El filósofo francés relaciona el poder del agua con la imaginación y también la caracteriza como una suerte de elemento evocativo para el discurso (“el agua anónima sabe todos mis secretos”, escribe). Podríamos pensar que, en la novela de Silva, el significado de este elemento está en consonancia con lo propuesto por el francés. Su narradora nos dice “el agua es como una máquina del tiempo”; así, el flujo del recuerdo estaría impulsado por este elemento.
Temporada de ballenas se puede leer como escritura de la memoria, pero no como evocación presente de lo que fue, sino que se transporta y enuncia desde el pasado. Las entradas o fragmentos de esta novela no siempre son consecutivos en el tiempo, no hay un orden lineal que respetar, se mezclan sucesos anecdóticos y algunos, que quedan suspendidos, a veces se retoman o simplemente adquieren sentido en el contexto.
El territorio al que se vuelve es el espacio de la infancia, pero también se entrecruzan el paso del tiempo, la niñez, la adolescencia, la primera adultez, a medida que se superponen los fragmentos. La inocencia es asumida en el personaje que narra en primera persona, pero también la pérdida de la inocencia; hay momentos en que perdemos la noción de quién nos narra, porque la voz de la niña y adulta se metamorfosean. Se establecen hilos y afluentes entre eso que pertenece al pasado, que deviene en reconstrucción, y lo otro, habitar el mundo, con las inquietudes y preguntas adultas.
El mapeo personal del agua posibilitaría en igual medida la reconstrucción propia y la invención, posibles vivencias autorreferenciales aparecen mezcladas con la ficción; la propia narradora parecería confesar la no veracidad de sus recuerdos, la mezcla de personas y tiempos, en definitiva, la escritura como invención de la vida; “monstruitos salidos de realidades en las que no fui, no existí, no dije, no estuve”, nos dice. Y más adelante: “El poder de la historia justifica la mentira”.
Aparece el cuadro familiar, un espacio habitado por mujeres —su madre, su hermana, sus abuelas—, la compañía y lazo incondicional; y, por otro lado, el vínculo con lo masculino se da en el contraste entre la adoración por su abuelo y un padre distante y ausente, de una torpeza hiriente.
Leemos que “el mar a veces queda demasiado lejos”: lo distante no sólo sería el agua, sino la memoria, la posibilidad de evocación. Ya en algunos cuentos de Desastres naturales aparecía el agua como espacio determinante: en el relato “Con las piernas enterradas en el barro” se dice: “Fue en su cañada donde sumergimos los pies, los sueños y las piedras”.
Se produce un efecto dislocado: cómo se vive la temporada de ballenas en un lugar sin costa oceánica. Asimismo, la narradora precisa el momento exacto en que conoció la profundidad del mar: “Inmensa, vacía, helada… Estoy viendo la playa por primera vez. Es mucha agua, es tanta agua”. Nos recuerda el relato “Viaje hacia el mar”, del también minuano Juan José Morosoli, llevado al cine por Guillermo Casanova, en el que se retratan las peripecias de viaje de un grupo de pueblerinos adultos hacia un primer encuentro con la costa.
Es destacable la potencialidad poética de Silva. Su escritura intenta reproducir el movimiento de las cosas, que nace como algo visual, que surge de las imágenes: cómo escribir a partir de la percepción, ordenar el desorden del mundo, del propio y del otro. Su narrativa no se aleja del realismo, pero sí está atravesada por una mirada particular sobre las cosas; ese punto de vista a veces enrarece o poetiza las imágenes narradas, las impregna de singularidad.
El calor acuciante y espeso de la temporada estival en un territorio suburbano y periférico del interior, los vecinos, sus historias y sus vínculos, las escenas cotidianas atraviesan la novela. En ese espacio de eternidad del verano —horas largas en las que todo o nada puede suceder— se percibe cierta tensión inherente a la libertad del campo, potencialmente peligrosa, y la atmósfera recuerda al cine de Lucrecia Martel o de Milagros Mumenthaler.
Ambientalismo y oscuridad
El agua es el espacio de disfrute, goce, pero también donde pueden aparecer pedazos de cuerpos perdidos, la potencialidad de la creación y de la destrucción al mismo tiempo. De forma transversal aparece la denuncia al problema ambiental, de la naturaleza tensionada por el hombre, que es el que tiene la capacidad de destruirla: gatos envenenados, ballenas afónicas, agua contaminada, sequía, explotación de la tierra. En alguna medida, la narrativa de Silva se vincula con el malditismo: hay una oscuridad vedada que a veces se asoma a la superficie, el acostumbramiento a la muerte de las cosas: las personas, los recursos, las mascotas, la vida.
Aparece también un contraste entre el sonido y el silencio. El silencio en distintas manifestaciones, el del mundo adulto frente a lo que mejor no nombrar o lo que los niños no deben escuchar, o la escritura llamándose a silencio tras un pero adversativo. Por otro lado, el sonido como musicalidad que se hace presente a través de la escritura de forma constante, del canto de las ballenas jorobadas, de indagar en esos sonidos; aprendemos que hay cantos propios de cada clan que identifican a la manada, y que existen ballenas que perdieron la posibilidad de cantar: “Sus cantos son puertas sin aceitar abriéndose en la mitad del océano”.
La materialidad del libro acompaña armónicamente la poética de la novela. Nos encontramos con la novedad del objeto: la escritura en tinta azul, el mismo color en las páginas de cortesía y un finísimo trabajo de ilustración de Lucía Boiani, con cuidados diseños que parecerían recrear la técnica de cianotipia y que emergen como destellos entre la escritura, produciendo una pausa, jugando con el blanco de la página.
Temporada de ballenas, de Tamara Silva Bernaschina. 128 páginas. Estuario, 2024.