Los primeros contactos de Jean Civilus, conocido por el seudónimo Jean D’Amerique, con la lengua francesa no fueron muy amables. En Haití, de un modo que quizás les evoque experiencias de infancia a algunos hablantes de dialectos portugueses-uruguayos, las marcas créole (que en francés significa literalmente “criollo”, y designa una lengua en la que se mezclan elementos del francés y de los idiomas africanos hablados por los esclavos) conllevan una carga estigmatizante, relacionada con la pobreza, la racialización y otros aspectos de la marginalidad. En una entrevista a Página 12, el poeta y rapero nacido en 1994 en Puerto Príncipe cuenta que durante sus años escolares, cuando hablaba en créole, sus maestros le ordenaban “exprésese”, “como si hablar en créole no tuviera nada que ver con expresarme”.
Uno de los responsables de su reconciliación con la lengua de la metrópoli es otro poeta de origen caribeño, Aimé Césaire, nacido en la isla de Martinica en 1913, vinculado con el surrealismo francés e ideólogo de muchas de las críticas más sólidas al racismo y el colonialismo europeos, además de creador del concepto de negritud, importante apoyo teórico de gran parte del activismo afro en todo el mundo. Este descubrimiento también le abrió a Jean D’Amerique una puerta a la tradición poética francófona.
Por entonces, ya había incursionado en una de las expresiones artísticas que más potencialidad han demostrado, para convertirse en vehículo de autorreflexión individual y colectiva en esas situaciones que tan eufemísticamente llamamos “contexto crítico”, esta sí originada en comunidades afro: el rap. Esa experiencia determinó una relación con el decir, con la palabra, que al sumarse a un acervo literario “culto” y metropolitano acabaría por generar un producto potente, original y a todas luces removedor, a juzgar por los reconocimientos obtenidos por el poeta desde su radicación en Francia, en 2019, y las polémicas provocadas en su tierra natal por sus declaraciones desde lo que él ahora define como exilio. No debería sorprendernos, entonces, que diga que para él “escribir es una forma de existir políticamente”.
El estilo urgido, descarnado, de Pequeña flor del ghetto, recientemente editado por Milena Paris y presentado por el autor en la Feria Internacional del Libro de Montevideo, da cuenta de esta forma de concebirse poeta. Forma e imágenes están pensadas al servicio de un significado, lo cual no quiere decir que no haya un trabajo en la elaboración del significante, de la forma final del poema, pero este no pone el juego formal o semántico en primer plano. D’Amerique, que también ha trabajado como dramaturgo, nos coloca ante una escena en la que las imágenes poéticas y los juegos fónicos funcionan cual luminarias, enmarcando, resaltando y poniendo distintos énfasis sobre lo que hay en el escenario más que colocándose en él.
Ese escenario son las calles de Puerto Príncipe, hundidas en la miseria y la delincuencia, “descarrío de los seres/ que el agobio del hambre/ engendró”. Nunca se nos coloca en un espacio cerrado, íntimo y resguardado. En cada poema se respira el aire urbano, atravesado por sonidos de balas y motores y preñado de amenazas. Adentrarse en estos textos conlleva una incómoda y angustiante sensación de vulnerabilidad y alerta constantes, pero también una inyección de vitalidad consecuente al impulso de rescatar lo que queda, a la eterna lucha entre la vida y la muerte, a la urgencia de crear lazos que sobrevivan a la fatalidad: “Soy una flor/ cuya belleza se arrastra/ bajo los pies/ como un cuaderno/ donde inscribir el desastre”.
Son frecuentes las imágenes que evocan la corporalidad: los versos se encuentran regados de carne, sangre, heridas, desgarros, humores: “Al alba/ de una canción de cañones/ se remueven/ jirones de carne gratuita”. Una y otra vez se repite el espectáculo de cuerpos vivos que caen, cuerpos de hombres, mujeres y niños, en una caótica espiral cuyos origen y fin (si es que los tiene) permanecen fuera de escena. Como si, ante la desidia, la impunidad, la violencia irracional y absurda y el largo tiempo que lleva su comunidad padeciendo estos males, a la voz poética no le bastara señalar una ausencia: es preciso mostrarnos la materialidad del hecho, “el cuerpo del delito”.
Hay también en este aspecto una cierta familiaridad con poetas francófonos reivindicados por la tradición surrealista como Lautréamont y Baudelaire, aunque mezclados con una lírica urbana, callejera y contemporánea que, conociendo la biografía del artista, es difícil no relacionar con el universo del rap. Esta combinación le da al producto final un toque sumamente original y personal, que demuestra además un gran conocimiento y una gran intimidad con dichas influencias.
Si bien Jean D’Amerique utiliza tanto el francés como el créole para escribir sus textos, en este caso particular fueron escritos en francés. La presente edición, además de la traducción al español de Laura Masello, incluye versiones en créole de Erickson Jeudy, ya incluidas en la edición original de 2015. El carácter trilingüe de la edición resulta muy oportuno, en tanto, por irreprochables que sean las traducciones, se trata de una poesía muy apoyada en lo sonoro y en la oralidad, y esto resulta perceptible y disfrutable aun con escasos conocimientos de la llamada “lengua de Voltaire”.
Pequeña flor del ghetto fue el primero de los nueve libros publicados hasta ahora por D’Amerique, el primero en ser traducido a nuestra lengua, y merece algo más que una recomendación calurosa. Sobre todo, cuando aún nos falta conocer, sabiendo que ya pasaron casi diez años de la primera edición, el largo camino recorrido luego de tan sólida ópera prima.
Pequeña flor del ghetto, de Jean D’Amerique. Traducción de Laura Masello. 56 páginas. Milena Paris, 2024.