Desde 1952 hasta 1993, la Biblioteca Nacional alojó uno de los máximos tesoros culturales chinos en territorio extranjero: la Gran Biblioteca Imperial, o Biblioteca Sino-Internacional, que incluía 1.064 clásicos de la dinastía Qing. Casi en secreto, así como llegó, fue retirada de Uruguay y hoy la mayor parte de su contenido se encuentra en la Biblioteca Central Nacional de Taiwán. Un estudio de Alfredo Alzugarat cuenta su historia.
En 1993, en medio de una huelga, los materiales fueron retirados de la Biblioteca Nacional y despachados velozmente. Cuando los funcionarios volvieron a su trabajo, se encontraron con que la biblioteca china ya no estaba. Semanas después, la sala continuaba vacía y sobre el piso no había más que polvo, papeles sueltos y cajas rotas. Sin que lo supieran, lo más importante de la Biblioteca Sino-Internacional llegaba a Taipéi, la capital de Taiwán.
“Tan silenciosa y clandestina como lo fue en su arribo a Uruguay, con su Enciclopedia Amarilla y sus libros milenarios, la Biblioteca Sino-Internacional desapareció del país”, dice Alfredo Alzugarat, autor de De la dinastía Qing a Luis Batlle Berres. La biblioteca china en Uruguay (Biblioteca Nacional, 2019), el libro que reúne sus investigaciones sobre el devenir de esta colección. Hace pocas semanas, Alzugarat fue de los principales ponentes de un seminario de especialistas en el tema provenientes de China, Taiwán, Suiza y Francia, realizado en Suiza.
La huida
La historia comienza varias décadas atrás, en 1932, cuando la Biblioteca Sino- Internacional se instaló en Ginebra, en el marco de la Sociedad de Naciones (antecedente de Naciones Unidas), con el objetivo de mejorar el conocimiento de la vida y la cultura china en el resto del mundo. La sociedad conformó un comité de intelectuales integrado, entre otros, por Albert Einstein, Marie Curie, Paul Valéry y Li Yu Ying.
Abocado a promover el intercambio cultural entre Occidente y China, Li fue uno de los puntales de la difusión de las virtudes de la soja y creó una Universidad Franco-China, entre otros proyectos. Contaba con una biblioteca que había heredado de su padre y que incluía una colección de 1.064 libros antiguos recopilados a comienzos de la dinastía Qing, en el siglo XVII. Planteó que esos clásicos podían ser el núcleo para generar algo más amplio, y lo concretó con la donación de miles de libros y otros objetos como máscaras, zapatos, disfraces, alhajas en jade, marfil y porcelana, e instrumentos musicales.
La biblioteca funcionó en Ginebra, pero en 1948 su director adhirió a la revolución comunista, tras lo que fue despedido y en su lugar se nombró a Xiao Yu, quien desde niño había sido amigo de Mao Zedong, de quien se distanció por razones ideológicas, según investigó Alzugarat.
Al año siguiente, la revolución triunfó. Fue reconocida por los países nórdicos y luego por Suiza, lo que generó sorpresa en la delegación china en ese país, que apoyaba al Kuomintang y temía que el gobierno de Mao reclamara la biblioteca por ser patrimonio nacional. Fue entonces que decidieron sacar la biblioteca de Ginebra.
Pensaron en Francia o Estados Unidos; hay prensa neoyorquina de la época que informa sobre la llegada de la colección a la ciudad. Sin embargo, cinco meses después de que Mao tomara el poder, Li Yu Ying apareció en Montevideo y buscó a Arturo Fernández Artucio, a quien conocía de una asociación internacional formada durante la Segunda Guerra, con el fin de planear el relacionamiento global luego del fin del conflicto, que también llegó a integrar el escritor HG Wells.
Fernández Artucio había peleado en el bando republicano durante la guerra civil española y era el autor del libro Nazis en el Uruguay. Li Yu Ying le pidió ayuda con la biblioteca y Fernández Artucio le comunicó que Uruguay era un lugar ideal para alojarla, porque no mantenía relaciones diplomáticas con China.
Le aconsejó ir a la Biblioteca Nacional y hablar con Dionisio Trillo Pays, que fue inicialmente interventor y desde 1950 director de la institución durante 20 años. El escritor, además, era hombre de confianza del entonces presidente Luis Batlle Berres, al igual que su secretario, un entonces veinteañero Carlos Maggi.
En ese momento, la Biblioteca Nacional estaba en un proceso de actualización. Tenía dinero para invertir y se planteaba comprar bibliotecas privadas numerosas para aumentar su acervo. En ese contexto apareció Li Yu Ying, vestido con ropa tradicional china, les contó de la biblioteca que había heredado de su padre, que definía como una joya fabulosa que estaba dispuesto a entregar en custodia para que quedara a disposición del público uruguayo. Sus escuchas quedaron fascinados ante la posibilidad de acceder a ese patrimonio cultural, de la misma forma en que las potencias europeas tenían colecciones de arte de Roma, Egipto y Grecia.
Consultaron al presidente Batlle y estimaron que traer la biblioteca –lo que incluía el traslado en tren de Ginebra a Génova y luego el traslado en cuatro barcos hacia Montevideo– costaría alrededor de 20.000 dólares. Además, se le pagó el sueldo al director de la biblioteca china por 20 años, que era el equivalente al sueldo del director de la Biblioteca Nacional.
Entre marzo y mayo de 1951 llegaron al puerto de Montevideo los cuatro barcos procedentes de Génova con 456 cajones que contenían la casi totalidad del acervo de la Biblioteca Sino-Internacional.
Regímenes próximos
Junto con Li Yu Ying llegaron unas seis familias chinas que se quedaron a vivir en el país. “Murió acá, fue el cancerbero de la biblioteca, se encerraba allí y nadie sabía lo que pasaba. Llegó a empapelar su oficina para que nadie viera desde afuera, y, según testimonios de funcionarios de la época, funcionaba como una embajada con soberanía plena. Había una llave que tenía el director de la Biblioteca Nacional y otra que tenían Li Yu Ying, o Xiao Yu, quien llegó en agosto de 1952 y vivió en Montevideo hasta su muerte, en 1974, y nadie más entraba allí”, relata Alzugarat.
Se fundó una industria química con capital chino cuyos camiones retiraron la biblioteca de hangares del puerto y trasladaron a los sótanos de la biblioteca, que dan a la calle Guayabos. Allí quedó hasta 1967, cuando Uruguay inició relaciones oficiales con Taiwán, y se inauguró oficialmente. “Pensaban que era un respaldo, una seguridad”, dice el investigador.
A la inauguración formal de la gran biblioteca china concurrió el entonces ministro de Cultura, Luis Hierro Gambardella, y para esa ocasión parte de su contenido fue trasladado del sótano a la sala de materiales especiales de la Biblioteca Nacional, un lugar destacado con ventanas hacia 18 de Julio.
Se realizaron algunas exposiciones. La principal, en 1977, durante la dictadura, cuando se exhibió por primera vez la Enciclopedia Amarilla. Alzugarat comenta que la exposición fue en la sala Varela, adornada con lotos y decorados chinos, y a la inauguración concurrió la plana mayor del régimen, entre ellos Aparicio Méndez, quien usurpaba la presidencia, y el general golpista Gregorio Álvarez.
“La biblioteca sirvió como puente en el estrechamiento de vínculos entre los gobiernos de Uruguay y Taiwán. Además de estar próximos ideológicamente, hicieron intercambios culturales. Iban poetas y recitadores uruguayos. Taiwán le pagó viajes oficiales a buena parte de la plana mayor del gobierno. Había ayuda económica, llegaban varias revistas taiwanesas que incluso se distribuían entre los funcionarios de la Biblioteca Nacional”, afirma el investigador.
A esto se sumó la creación de la Fundación China, o Sino-Uruguaya, que nucleaba a políticos conservadores de la época y personas con fortuna, como Washington Beltrán, Walter Pintos Risso, Graciela Rompani de Pacheco y José Pedro Damiani.
En 1984 se publicó en chino y español el Catálogo de los libros chinos antiguos de la Biblioteca Sino-Internacional, el primero de su tipo sobre los 1.064 libros del tronco originario de la colección.
Tras el final de la dictadura, en el primer gobierno de Julio María Sanguinetti, se definió de manera simultánea establecer relaciones con China y dejar de tenerlas con Taiwán. Alzugarat tiene versiones encontradas respecto de si en las negociaciones hubo algún planteo del gobierno chino referido a esta biblioteca, pero se cree que el gobierno en principio no estaba dispuesto a entregarla y primó el interés por establecer relaciones, especialmente por el componente comercial.
Tras el establecimiento de relaciones con China, en Uruguay quedó una oficina de negocios de Taiwán para ultimar contratos comerciales anteriores. A través de ella se vinculan al gobierno de Luis Lacalle Herrera, en el que la situación cambió.
Plata de por medio
En 1993 el ministro de Cultura era Antonio Mercader y el director de la Biblioteca Nacional, Rafael Gomensoro. Este vio que la sala donde estaba la biblioteca china era de las mejores del edificio y la consideró necesaria para otros materiales. Además, estimó que vender esta colección era la posibilidad de ingreso de dinero, en un contexto de bajo presupuesto.
Desde Taiwán expresaron que sería muy útil para sus universidades tener la colección para estudiar la cultura antigua, y se acordó la entrega de 300.000 dólares, que Gomensoro, según Alzugarat, invirtió en la Biblioteca Nacional. En julio, desde Taiwán llegaron operarios para llevarse de manera secreta los 1.064 libros clásicos que componen la antigua enciclopedia de la dinastía Qing, que representan aproximadamente el 65% de la colección y son el corazón de la biblioteca. “Fue sin que se enterara la prensa y mucho menos la embajada de China en Uruguay. Había huelga de funcionarios en la Biblioteca Nacional cuando la sacaron”, explica Alzugarat.
Por otra parte, el investigador señala que el ministro Mercader estaba de acuerdo con entregar la biblioteca de manera gratuita, por lo que chocó con la posición de Gomensoro, a quien acusó de no informar del dinero cobrado, tras lo que fue destituido.
De la Biblioteca Sino-Internacional permanece en Montevideo aproximadamente un 10%, lo que incluye algunos muebles de la dinastía Qing y pinturas y tapices de gran dimensión. Los objetos pequeños desaparecieron y de los instrumentos musicales sólo quedó un tambor, al que le faltan los palillos, y un instrumento de cuerda roto.
Añade Alzugarat: “También quedó algo muy valioso: una colección de dibujos de niños chinos, unos 300 en distintas técnicas que habían sido expuestos en dos oportunidades en Ginebra. Nadie le ha dado valor, están en un armario junto a lo que queda, como documentación y correspondencia en francés, porque era el idioma franco del momento. Creo que se olvidaron de llevárselos”.
De la dinastía Qing a Luis Batlle Berres. La biblioteca china en Uruguay, de Alfredo Alzugarat. 222 páginas. Biblioteca Nacional, 2019.