El año pasado, Fin de Siglo publicó una compilación de sus artículos recientes de prensa, y el anterior apareció su Obra Teatral completa. Ambas ediciones podrían haber sido razones para entrevistar a este ícono viviente de la historia intelectual uruguaya , pero por distintos motivos el encuentro se pospuso. La muerte de Ladislao Mazurkiewicz, sobre quien Maggi escribió en 1991 la obra Con el uno, Ladislao, nos brindó una excusa para iniciar la conversación.

-La obra la escribí a sugerencia de Ruben Castillo. Íbamos al fútbol juntos pero en la época de otro Peñarol posterior al de Mazurkiewicz, el Peñarol del Potrillo Morena. Fanáticamente cambiábamos la punta de la tribuna para verlo atacar. Un día Ruben me dijo por qué no hacía una obra, no sobre el fútbol que estábamos viendo, sino sobre Mazurkiewicz: “es una figura única”. Y es verdad, porque fue el mejor golero del mundo por un tiempo, cuando los goleros no se cotizaban mayormente, hizo toda su carrera acá, y nunca fue un tipo exitoso económicamente. El golero nunca llama la atención (salvo cuando le hacen goles bobos, y no es el caso), nunca se hacen odiar por el contrario. Es decir, siempre es una figura que está como aparte de la fricción. Era un lindo tema. Mazurkiewicz era un hombre de una gran disciplina, que se entrenaba de una manera brutal; cuando los demás ya estaban comiendo y se habían bañado, él recién salía de sus prácticas de entrenamiento. Llevaba su cuerpo con un rigor brutal y era realmente un cuerpo y una cabeza hechos para ese trabajo. Yo pensaba en la relación entre un director técnico, tiránico, y un tipo extraordinario, sujeto a él, es decir, la relación del títere con el que maneja los hilos y un poco significativo también sobre lo que son los gobiernos autoritarios y la imposición sobre los demás, el problema del respeto, de la libertad, de los valores, la sujeción a un mago, a un hombre que decide sobre la suerte del otro. La idea era ésa, no era un desarrollo muy grande, es una obra menor, pero a mí me gustó mucho hacerla. Cuando la pusimos en escena, lo fuimos a buscar para que le enseñara al actor y se lo tomó totalmente en serio, lo llevó a Los Aromos y entrenaba con ellos. Luego del estreno de la obra hicimos una fiesta en casa, estuvo Mazurkiewicz y contó historias extraordinarias. Tenía una encantadora conversación, era modesto, buen tipo, un muchacho de barrio. Le pedimos una foto con una “paloma” al ángulo, una “estirada”, y nos dijo: “La verdad es que no tengo fotos de ésas porque siempre me tiraba para el lado que iba la pelota, y en eso consiste el juego”.

-Ha sido uno de los dramaturgos más aplaudidos por críticos como Ángel Rama o, más acá, Roger Mirza, que escribió que usted es el más importante después de Florencio Sánchez.

-A mí no me gustaba el teatro, no iba al teatro. Ángel Rama, que sí iba, me dijo: “Hay algo en cartel que no podés dejar de ver”. Era Doña Rosita la soltera, por Ducho Sfeir. Fui y me pareció una maravilla. Yo había sido empleado de la Biblioteca Nacional, antes de recibirme de abogado, y tenía la idea de que una oficina pública era como un barco: si el barco naufragaba, los empleados naufragaban; si le iba bien, les iba bien. Yo estuve cuando se estaba construyendo el edificio de la Biblioteca -antes estaba en el sótano de la Universidad-, todos estaban muy ilusionados con el presupuesto de la Biblioteca Nacional, pensaban que cuando saliera todo se iba a solucionar. Encontré una foto del jefe de personal, un tipo de 70 años, de pantalón corto, en 1917, cuando se había puesto la piedra fundamental del edificio. Venía esperando desde el 17 que el edificio se terminara. Yo quería escribir esa novela. Pero cuando vi Doña Rosita la soltera, que se trata de una persona que ama y es atravesada por el paso del tiempo, me di cuenta de que era exactamente lo mismo que el hombre de pantalón corto: pensé en la oficina atravesada por el tiempo y en todos los que iban en el barco con él, y me di cuenta de que eso no era una novela sino una obra de teatro. Entonces me sentí a gusto. Escribí La biblioteca [1959]. Aprendí lo que decía Eugene O’Neill: que los que no saben escribir escriben teatro porque basta con oír lo que dicen los personajes para que la obra se haga. Ahí no hacés literatura, tenés que tener buen oído. Los novelistas miran, ven una realidad y la cuentan; el autor de teatro no ve la realidad. Cuando me preguntaban por la escenografía, por la salida derecha o la izquierda, no entendía: yo no sabía nada de teatro. Lo que me importaba era oírlos y oírlos hablar en su lenguaje. Después de que lograste un lenguaje tenés una herramienta, porque aprendiste una forma de expresarte. Los temas, las metáforas, ya las tenía. Yo nunca había pensado en eso, y sin embargo era lo mío. Me pasaba que escribía una cosa y la ponía en un cajón, y al tiempo la volvía a leer y era mala; pero cuando escribía teatro, lo dejaba en el cajón, lo sacaba y era bueno. Me di cuenta de que lo que yo quería en teatro lo podía lograr y lo que quería en la novela, no podía.

-Es bastante inusual que alguien de su generación siga tan activo: está en “La tertulia” de la radio El Espectador, tiene su columna dominical en El País.

-Yo en la radio trabajé en la época de [Augusto] Bonardo, cuando la revolución de Rojas en Buenos Aires, cuando voltearon a Eva Perón. En ese entonces yo trabajaba en la radio y me ganaba la vida con eso, porque en esa época no había televisión. Era la época de Wimpi, él era de Carve y yo trabajaba en El Espectador y hacía además “La cachada deportiva” en Radio Fénix.

-Por esa época usted estudiaba Derecho y para mantener a la familia libretaba programas.

-Hice muchísimas cosas, pero lo que me dio dinero fuerte, como para vivir en Pocitos y tener auto, fueron los libretos de radio. Hice, por un lado, La cachada deportiva en el año 50 y me tocó el Mundial del 50 -para mí inolvidable-; también hice Los risatómicos, que era un programa de humor. Fue mi modus vivendi, me pude manejar bien con eso.

-¿Cómo se llevaba lo de ser humorista con lo de ser dramaturgo y ensayista?

-No sabés cuánto me costó, qué precio tuve que pagar para pasar de libretista a autor de teatro. Porque había un prejuicio despreciativo: “Esta gente que hace esas cosas espantosas para la radio ahora dice que es escritor”. Claro, también había muchos que me conocían de antes -por ejemplo, fui compañero de clase de [Emir] Rodríguez Monegal en el Liceo Francés- y con ellos fue más fácil. De cualquier manera, ese estigma lo tuve que aguantar bastante tiempo.

-Como ensayista, una de las primeras cosas que escribió fue un trabajo con Maneco Flores Mora: José Artigas: primer estadista de la revolución. Artigas lo sigue hasta ahora.

-Sí, empezamos en 1942. Es un tema que me sigue, que me gusta. En esa época se había hecho, recién, la rehabilitación contra la leyenda negra de Artigas, en gran parte ayudados primero por historiadores como [Eugenio] Petit Muñoz y [Juan] Pivel Devoto, pero mucho por [Emilio] Ravignani, que vino de Argentina y era un hombre académicamente muy importante. Fue parte de la rehabilitación de la figura de Artigas, una cosa merecida.

-Con Maneco hicieron la revista Apex.

-Cada vez que necesitamos plata con Maneco, Artigas pagó. Nos daba dinero de todas maneras: después de ganar un concurso con aquel ensayo, hubo otro concurso en el SODRE para hacer 20 episodios de una serie que se llamaba “Artigas” y lo volvimos a ganar.

-¿Quién es el padre del Caciquillo, Artigas o usted?

-Hay una carta inequívoca en la que él le dice “tu padre Artigas”. Los historiadores dicen que no quiere decir eso literalmente, pero la carta es auténtica y no dice más nada. No es que “te quiero contar tal cosa”; lo que dice es “tú sabés lo que yo pienso de ti, tus condiciones, etcétera, y el mundo nos va a ver siempre unidos porque tal cosa y tal otra; tu padre. Artigas”. Para mí es un pasaporte, un salvoconducto. El Caciquillo no sabía leer, aunque hablaba un español perfecto, de modo que cuando Artigas quiere comunicarse con él tiene que decirles a otros: “Díganle al Caciquillo tal cosa”, porque no le podía enviar una carta.

-También con Maneco promovieron muchísimo la figura de Onetti.

-Sí, con Maneco tuvimos una revelación con Onetti. Cuando falleció el padre, empezó a trabajar de dactilógrafo en la agencia de noticias Reuters, y empezó la [Segunda] Guerra [Mundial]. Nosotros teníamos entre 16 y 17 años en ese momento. Un día me dijo: “Sabés que el gerente escribe muy bien”. “Ah, sí”, le dije yo, “por supuesto, un gerente debe escribir fantástico”. Era Onetti. Por un tiempo quedó así, como una cosa de la que Maneco estaba convencido, y yo le tomaba el pelo. Hasta que trajo un librito, que era El pozo, y me dijo: leelo. Me caí al suelo. Entonces empezamos a ir al café Metro, que quedaba pegado a Reuters, para hablar con él y verlo. Era un tipo fantástico. Onetti era un tipo con dos vidas completamente diferentes: una aparente y otra real. Una vida negra, nocturna, las copas, las mujeres, y en el fondo era un tipo tímido, con unos deberes morales y éticos impuestos y cumplidos. Es decir, pensaba sobre la cantidad de cosas que no se pueden hacer. Que Vargas Llosa haya sido candidato a la presidencia fue un hecho totalmente descalificador, por el cual Onetti pasó a tomarle el pelo y a despreciarlo: “Cómo un tipo que es escritor traiciona su vocación, su arte, y hace una cosa tan peyorativa como la política”.

-Ése era en cierta forma el pensamiento de la generación del 45.

-En buena medida venía de Onetti, también.

-Pero, en realidad, Maneco y usted se mueven en los dos lugares. Él termina más claramente volcado a la política, pero los tres -con Onetti- se vinculan a Luis Batlle.

-Claro, nosotros inventamos que Luis Batlle nombrara a Onetti cónsul en Europa. Esto fue después de que entramos a trabajar con Batlle en el diario [Acción]. Trabajando con él cada vez de manera más íntima, cada vez más amigos y más cerca de él; decidimos que no podía ser que estando al lado del presidente de la República, Onetti siguiera trabajando en Reuters. Era gerente de la agencia en Buenos Aires, que era la central en el continente, y esto le llevaba muchísimo tiempo; era muy buen empleado, cumplía su horario y trabajaba muy bien. Todo ese sueño del bohemio en la noche es lo de esas dos vidas que yo te digo; ésa era la vida aparente, no la real. Nosotros tratamos de arreglarle la vida: “Este tipo tiene muchísima cultura, es muy refinado, pero el mundo verdadero no lo conoce, este tipo tiene que viajar, tiene que estar en Europa”. Convencimos a Luis Batlle. Lo trajo a la redacción y lo nombró director de Bibliotecas de Montevideo. Y empezamos a buscar el consulado, pero sabés que en esa materia la cosa diplomática se mueve difícil, cada uno tiene su carrera y no es fácil. Y bueno, pasó el tiempo y no lo nombró nunca.

-Pero lo trajeron a Uruguay.

-Vino a Uruguay y se hizo amigo de Luis Batlle. La redacción de Acción era una maravilla. Estaba [Carlos María] Gutiérrez, estaba Onetti, estaba Alfredo Mario Ferreiro. Eso se sentía en la redacción. Además, estaba el grupo de “los jóvenes turcos”: [Zelmar] Michelini, [Luis] Hierro Gambardella; yo estaba apartado porque no me gustaba la política. Batlle era como una especie de tío de todos ellos. Cuando me recibí de abogado me hicieron un bochorno: ese día sacaron en la página editorial un recuadro con mi fotografía. Yo no me animaba a salir a la calle de la vergüenza que me daba. A propósito de eso: Acción estaba en dificultades y un día decidí no cobrar más; Batlle ni se enteró. Seguí trabajando igual y cuando él se enteró de que yo me había recibido y de que no cobraba nada, dijo: “Te tenemos que nombrar en algún lado”. Me nombraron abogado del Banco República, que era el mejor lugar del mundo, no porque hubiera falta de trabajo, sino porque se trabajaba en condiciones ideales.

-Fue entonces que impulsó los créditos para apoyar las editoriales independientes, a mediados de los 50.

-Sí, el director del República era Felipe Gil, un hombre de la cultura. Un día, en una de las consultas que me hicieron, me adjuntaron un manual para pedir un crédito para la cría de cerdos. Yo evacué la consulta y me di cuenta de que era un crédito maravilloso. No tenía ninguna confianza con Felipe Gil, creo que no lo había visto nunca. Fui con la hoja del manual de instrucciones y le dije: “Mire, yo le vengo a proponer que para los libros vaya la misma organización que para la cría de cerdos”. Le causó mucha gracia, la leyó y me dijo que tenía razón.

-¿Qué tenía en particular?

-Dos años de gracia para empezar a pagar todas las condiciones para quien empieza a crear una empresa. Me dijo: usted redáctemela para libros y yo la llevo al directorio. La modifiqué y le agregué una comisión que verificara que los libros fueran de interés cultural (al final quedó integrada por Paco Espínola, Rodolfo Tálice y por mí). Cuando Gil lo llevó al directorio les pareció una cosa encantadora. Le agregué que el autor podía endosar el crédito a la editorial. En ese momento no había ninguna editorial en Montevideo, los libros eran ediciones de autor. No te los aceptaban los libreros ni a consignación. Onetti hizo El pozo en esas condiciones; se lo llevó para la casa y tuvo la edición entera durante cinco años, hasta que terminó regalando los ejemplares. Lo de las nuevas editoriales empezó con Alfa -por algo se llama así-, luego Arca, Banda Oriental; después pulularon las editoriales porque con el endoso del crédito el editor pagaba siempre. Porque el libro, por poco que se vendiera, pagaba su costo. Quedaba el crédito saldado, y otro, y otro; y esta rueda le permitía tener un capital de giro, empezando con nada.

-En el boom editorial que hubo gracias a esta disposición se empezaron a publicar muchos ensayos críticos. Usted también fue parte de ese fenómeno como autor, por ejemplo, con El Uruguay y su gente y Gardel, Onetti y algo más.

-Ese género no existía. Los diarios no lo publicaban y no había libros. Los libros que mencionan son una ordenación de los artículos que yo había publicado en Marcha. Carlos Quijano era un buen tipo pero también uno de los hombres más fríos que yo haya visto nunca: la gente le importaba un rábano y los que estaban en Marcha también le importaban un rábano, con la excepción de Julio Castro. No le daba bolilla a nadie. Un día entré con mi papelito que llevaba a la imprenta con el artículo de la semana y al pasar le dije: “Buenas…” y me contestó: “Eso que viene escribiendo tiene que recopilarlo en un libro, porque eso no es para la semana, eso es para más tiempo”. Así que yo llegué a mi casa, puse los recortes de Marcha sobre la mesa, hice que tuvieran una ilación y de ahí salió El Uruguay y su gente. Era lo que yo escribía en una sección que se llamaba “Libreta de apuntes”. Nunca había hablado con Quijano y me fui muchas veces enojado de Marcha.

-¿Con él?

-No, con Marcha. Porque estaba Emir Rodríguez Monegal y escribía cosas que no me gustaban, contra mí o contra otros. Yo me sentía mal y no hacía nada: dejaba de escribir. Y nadie me decía que volviera: característico de Quijano. Pero a los cuatro o cinco meses me llamaba: “Che, en lo que importa tenemos coincidencias, que yo tenga una orientación, que usted tenga otra, bla, bla”, y volvía a escribir. Tres veces me pasó eso.

-Por un lado, está toda su vinculación al batllismo; por otro lado, escribía estas columnas en Marcha, con cierto humor, pero que también eran críticas al Uruguay batllista. ¿Cómo manejaba esa dualidad?

-Pasó una cosa muy extraña y preciosa. Como dije, la relación con Quijano era fría y lejana; una vez escribí una de mis columnas semanales sobre Luis Batlle, en época de elecciones. Y siendo lo que significaba Luis Batlle de garantía, lo que era para el mundo que nosotros queríamos, sumado a que era un tipo fantástico, qué voy a escribir… Le dejé el papel con una nota que decía: “Dr. Quijano, usted saca su semanario para defender sus ideas, éstas no son sus ideas, así que si usted tira esto a la papelera me va a parecer muy coherente”. Quijano publicó lo que yo había escrito con un acápite que decía: “Maggi se ha ganado el derecho a decir en Marcha lo que quiera, porque todo lo que piensa nosotros lo apreciamos”. Yo quedé muerto. Porque con esa manera de ser te daba la sensación de que te despreciaba. El director de un diario en el que tú trabajás tiene que ser tu compañero. Así que políticamente con Quijano teníamos una relación de diferencia y coincidencia a la vez.

-En 1971 estuvo entre los intelectuales que adhirieron a la formación del Frente Amplio.

-Estuve en lo que se llamó “El programa de los 100”, que fue en televisión. Dije: “Yo vengo acá a hablar a favor de la fundación del Frente Amplio, por mí y por Onetti”. Porque Onetti no fue por tímido y me dijo que no iba pero que dijera que estaba en la cosa… Estaba Michelini también, claro. Fui fundador del Frente Amplio, cosa de la cual no me arrepiento. Pero después, cuando el Frente Amplio empezó a integrarse con otros grupos, ahí ya no podía.

-¿Es por entonces que empieza a escribir en El País?

-No, fue mucho después. Empecé a escribir en El País recién en el 90. Me llamó Washington Beltrán y me convenció. Yo tenía ganas de escribir y no tenía dónde.

-Por su atención al habla popular, por su humor, por su preocupación por las taras uruguayas y por su popularidad inicial, Rodríguez Monegal decía que había un paralelismo entre usted y Benedetti, y que era un poco injusto que el más exitoso haya sido Benedetti.

-Yo fui muy peleador, me peleé con muchísima gente, con la mitad de mis amigos estuve enemistado por razones literarias -en primer lugar con Rodríguez Monegal-, pero con Benedetti jamás. Benedetti era el tipo más bueno del mundo, un tipo extraordinario. Yo le tenía una estima y una consideración enormes y siempre me gustó muchísimo. Así que jamás tuve un sí o un no con él, aunque alguna vez él se mostró sentido. Por ejemplo, mi mujer [María Inés Silva Vila, hermana de la esposa de Maneco] escribió un libro que se llama 45 x 1 y yo le pedí a Benedetti que le hiciera un prólogo. Lo hizo, pero dijo: “La verdad es que está la mitad de la generación, porque a la otra mitad no la nombran”: eran Rodríguez Monegal y toda la gente que estaba en otro grupo. A Rodríguez Monegal un día lo saludé, caminé cuatro o cinco pasos, me di cuenta de que era un error, me di vuelta y le dije: “Mirá, voy a dejar de saludarte porque cada vez que te digo ‘buen día’ quiero lo contrario”. ¿Por qué estaba furioso? Porque había hecho un artículo contra Morosoli. Yo conocí a Morosoli, era un tipo encantador, lo quería mucho, y él se tiró contra él, como contra Felisberto [Hernández], y a mí esas cosas me ponían mal. Estuve enemistado con él como cuatro o cinco años, después nos encontramos y nos reconciliamos.

-Hay algo del estilo de Felisberto en sus ensayos sobre los uruguayos.

-Sí, yo lo quería mucho. Me daba mucha rabia porque lo trataban mal, todos lo trataban mal por su manera de ser. Era más tímido que Onetti, tembloroso además, y siempre inseguro, esperaba siempre la opinión de los demás. Era muy talentoso y muy despistado para la relación humana. Mi madre hablaba con la espía rusa, con África de las Heras [espía para la Unión Soviética], su esposa, por supuesto, una modista de lo más modosa que podía haber. Yo me reunía con Felisberto a hablar de literatura y a leer; ella hablaba con mi madre encantada. África era una esposa ideal, fijate que Felisberto era militante anticomunista en una época de una política muy laxa.

-¿Qué elegiría de toda aquella constelación?

-Creo que me gustaría estar en la barra del café Metro. Estaban el Tola Invernizzi, Mario Arregui, Ángel Falco, Denis Molina. Visitantes, todos los importantes: una vez era Paco, otra Felisberto, eran pasajeros, no de la barra estable. En cierta medida, Parrilla y Cabrerita. Nos juntábamos todos los días, a cualquier hora. De repente, después de almorzar, me daba una vuelta por el café y siempre había alguno, ibas a las diez de la noche y había seis o siete, y te quedabas hasta las dos de la mañana. Había un tiempo diferente, no sé por qué, porque ahora es mucho más rico el Uruguay que en ese momento. Ninguno escribía, todos pensábamos escribir. Esa barra empezó en el café Libertad, que estaba en la rinconada por donde salía la Onda. En una punta estaba Reuters y en la otra punta de la plaza Libertad había un café que se llamaba Libertad. Onetti decía: “Con Libertad ni ofendo ni publico”.