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El virus y la narración: novela de Gustavo Alzugaray

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Después de todo, una historia tan uruguaya como apocalíptica.

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Un ataque con misiles a un parador de La Charqueada, departamento de Treinta y Tres, oficia como eje expansivo y episodio central de la novela Después de todo del treintaitresino, radicado en Bélgica, Gustavo Alzugaray (1961). Para quienes leen novelas atentos sólo a la peripecia, al amasijo argumental, al devenir de los acontecimientos de cara a una eventual conclusión, este libro no los defraudará: hay un devastador virus llamado Taw asolando a la humanidad, hay un reordenamiento del actual orden mundial pautado por el capitalismo, hay un importante despliegue militar y un movimiento de resistencia, hay personajes complejos y despojados de rasgos estereotipados y hay mucha acción, esto es, desplazamiento.

Para quienes antes de empezar a leer una novela necesitan determinar su género, como quien lee los ingredientes en un prospecto, se puede señalar que estamos ante una distopía –o ficción distópica–, construida con puntillosa habilidad, sin dejar en dominios del azar o de la elucubración del consumidor eventuales cabos sueltos o zonas oscuras en la conformación de ese universo.

Finalmente, para lectores que gustan del sabor telúrico, de reconocer entre las páginas del libro que transitan espacios, personajes y voces habituales, Después de todo es una novela bien uruguaya, que pese a centrar el relato de las acciones en algunos barrios de Montevideo y en determinadas zonas de Treinta y Tres (además de África y la Antártida), no deja fuera a lectores colonienses, riverenses o arachanes, por mencionar apenas tres gentilicios locales de este pequeño país al sur de América.

Información con agujeros

Esbozadas hasta acá algunas posibles líneas de lectura de Después de todo, prescindamos de la argamasa episódica para centrarnos en la labor novelística de Alzugaray, que ya había frecuentado el género en Cien agujeros de gusano, publicada por Fin de Siglo en 2019. Sabido es que una de las principales preocupaciones estéticas de los novelistas de esta época –después de que ciertos teóricos decretaran la muerte del autor y antes de ellos, incluso, un puñado de escritores, trabajando cada uno en su universo y sin ninguna pretenciosidad de manifiesto, dinamitara el manejo del punto de vista (como James Joyce, William Faulkner y Virginia Woolf, por citar algunos nombres de manual)– es el trabajo sobre la construcción de la voz narradora de los hechos, a saber, la única y pertinente pregunta que debe responderse antes de escribir un solo vocablo: ¿quién cuenta la historia?

En una primera lectura superficial de la construcción de la voz que relata los hechos en la novela Después de todo, en plan salón de clases liceal, no es necesario alzarse como un alumno muy aventajado para indicar que nos encontramos ante un narrador omnisciente, aquel que conoce todos los detalles de la historia que está desarrollando, esto es, lo que ocurrió antes, durante y después de cada episodio, así como la psicología de todos los personajes. Esa forma de narrar, cristalizada ya en las novelas de Honoré de Balzac y puesta en tensión a partir de la obra de Gustave Flaubert (puede observarse la complejización del narrador omnisciente en su primera y más famosa novela, Madame Bovary, de 1856), se ha mantenido imperturbable hasta el presente: mientras estas líneas son leídas, innúmeros narradores omniscientes avanzan por otros tantos manuscritos.

Alzugaray, que se formó como escritor –y antes como lector– leyendo a los autores decimonónicos de las novelas de aventuras del siglo XIX (Emilio Salgari, Julio Verne, Robert Louis Stevenson, etcétera), además de las míticas historietas de la editorial Columbia, especialmente aquellas firmadas por el paraguayo Robin Wood, que él mismo ha homenajeado, en este caso como dibujante, junto al escritor Gustavo Espinosa como guionista en la novela gráfica Oriental (sin publicación como libro todavía, aunque un primer capítulo apareció en las páginas de la revista Lento en agosto de 2023), no desdeña la importancia de la construcción de la voz narradora.

Aunque la novela está poblada por diversas elipsis, saltos en el tiempo (en un capítulo puede contarse la infancia de un personaje en el campo olimareño y en otro su final en el violento mundo del presente posapocalíptico, varias décadas después) y permanentes cambios en el seguimiento de los protagonistas de un capítulo a otro, conformando un auténtico relato coral, el principal elemento de cohesión lo establece la mencionada voz narradora. En varias ocasiones, la voz echa mano a un recurso propio de los novelistas decimonónicos, que consiste en que de pronto, de la nada como si digamos, un personaje comienza a evocar cierto episodio de su vida (“Mirando por una de las ventanas del Casino de Oficiales, la Tana recuerda…”; “el Jéguel volvió a la vieja costumbre de repasar los acontecimientos que lo habían llevado al lugar donde se encontraba”), mientras que en otras el punto de vista cambia de un personaje al otro en mitad de un párrafo para volver a saltar al inicio del siguiente.

En un nivel inferior del discurso de esa voz, que a veces introduce algún chiste inexplicable en el contexto (como el de los perros y gatos en la página 149), se encuentra la reflexión sobre ciertos términos propios de la infancia en el campo de uno de los personajes centrales, a partir del vínculo con el padre y el paisaje que los rodea. En ese tipo de giros se percibe la preocupación de Alzugaray por el rescate de determinadas expresiones, asociadas a su infancia (y a la de muchos de sus lectores). En conclusión, una novela de solidísima factura y cuidada edición (que no logran afear algunas erratas dispersas), llamada a sumar adeptos y a no agotarse entre las olvidables lecturas de estación.

Después de todo, de Gustavo Alzugaray. 200 páginas. Ginkgo, 2024.

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