En física teórica, un agujero de gusano sería un atajo que permite atravesar el espacio-tiempo. Despistados, la tapa de Cien agujeros de gusano, el libro de Gustavo Alzugaray, puede hacernos pensar en ciencia ficción criolla (o, más distraídos, en andanzas de exiliados cubanos en Miami). Pero no: en esta novela los túneles de Einstein aparecen sólo para explicar la asombrosa capacidad de uno de los héroes para ir de bar en bar.

Con todo, la imagen del puente espaciotemporal es demasiado fuerte para dejarla ir. ¿No son ese tipo de conexiones las que provoca el arte?

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No hay excusas para haber demorado tanto el comentario de un libro tan divertido como el de Alzugaray, que editó el año pasado Fin de Siglo, pero sí algunos atenuantes. Entre los que se pueden dar a conocer sin desprestigio, está el tema del prólogo.

A veces cometo el error de empezar por el principio, y la introducción del admirado Gustavo Espinosa invitaba a leer en orden. En su presentación, Espinosa habla de aglutinar y narrar como dos tendencias opuestas a lo largo de la historia del formato novela, y elogia el libro de Alzugaray por empujar hacia la segunda. Creo que malentendí sus palabras y supuse que lo que empezaba a continuación era un relato realista, “clásico”: algo que cada vez disfruto menos. Como confirmándolo, las primeras frases del texto de Alzugaray no me llamaron la atención y cerré el libro.

Por suerte, pasaron cosas. Volví a Cien agujeros de gusano y resultó que ni la forma ni el tono eran tan previsibles como yo había pensado. Y lo puramente narrativo –que me perdone Espinosa– parecía sólo una excusa, como en tantas novelas, para transmitir una experiencia compleja.

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Me contradigo (un poco). Cien agujeros de gusano se sostiene en una proeza técnica (narrativa) similar a la de la famosa secuencia de No Country for Old Men en la que el buen sheriff Bell y el asesino Chigurth parecen confluir en un cuarto de motel. En un aporte puramente visual que los hermanos Coen suman al libreto de Cormac McCarthy (¿para cuándo el Nobel?), el héroe y el antihéroe comparten una escena tirante que se resuelve de manera tan inesperada e inusual que sigue siendo objeto de discusiones a 14 años del estreno de la película (en mi hipótesis, el enigma se aclara despejando la linealidad del relato, es decir, con una jugarreta espaciotemporal de los montajistas).

En la novela de Alzugaray se nos muestra algo parecido a ese truco al inicio y al final de la historia. Por culpa de una serie de cuidadosas proposiciones ambiguas, somos incapaces de distinguir a cuál de los héroes le cabe el inevitable final trágico. Esa indeterminación, tramada con sutileza, es uno de los motores de la novela.

Decíamos “dos héroes”. Uno es el veterano Cholo (volveremos sobre él). El otro es Bogdan, coetáneo del narrador, literato erudito empantanado en un trabajo burocrático, excéntrico, imprevisible. Esta es una novela sobre la generación de Bogdan.

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Y esta es también una novela de Gustavos. En la tapa figura el nombre del autor, el prólogo lo firma Espinosa y la contratapa, Verdesio. No hay que ser detective para encontrarlos también “adentro” del libro: son muchísimas las coincidencias biográficas que los unen (listemos algunas: estudiantes de Letras en la década de 1980, vuelta a Treinta y Tres para algunos, doctorado en Estados Unidos para otros). Como en la última novela del fallecido Amir Hamed, Febrero 30, en Cien agujeros de gusano las señas de identidad aparecen de manera casi pura, apenas disimuladas por transposiciones menores de nombres y circunstancias. Se trata casi de romans à clef, pero en ellas lo que se protege con “clave” no es una denuncia, sino más bien la incomodidad de emprender un muy favorable autorretrato grupal.

Aunque cada vez se habla menos de “autoficción”, la tendencia a representar la propia biografía es intensa en la narrativa uruguaya y atraviesa a las generaciones (lo que parece bastante lógico, porque sus polos recientes tienen origen en la obra de autores de edades muy distintas: Roberto Appratto y su “saga íntima”, y Sofi Richero con Limonada). Cien agujeros de gusano se suma a la corriente, aunque de manera claramente más juguetona que el promedio (tal vez con la excepción de relatos como Tapir revisitado, que publicamos en la revista Lento, en el que Espinosa hace entrar a Hamed).

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Con su novela generacional, Alzugaray consigue comunicar la experiencia de haber sido joven en la década de 1980. Bueno, matizo: joven asiduo a Humanidades proveniente del interior, arrimado forzosamente a la militancia final contra la dictadura. Pero, ya se sabe: pinta a tu barra y pintarás el zeitgeist. Una parte de la novela se basa en la reconstrucción de charlas, caminatas, cinematecas, consignas de los 80, mientras que la otra, más “policial”, se ambienta en una época reciente.

Cien agujeros de gusano, sin embargo, no es sólo generacional por autodescriptiva, sino porque además compara a la generación de los protagonistas con la de sus antecesores. En esto, y en el humor casi constante, la voz es muy original: no hay parricidio; al contrario, hay amabilidad y cariño hacia los más veteranos, curtidos en otras luchas.

Y en otros mostradores. Porque si uno de los ejes es Bogdan/Hamed, el otro es el Cholo, un hombre mayor para el que el título honorífico de “gran borracho” debe ganarse con esfuerzo y constancia. A través de él, Alzugaray registra una costumbre, la del “aguante” a la intoxicación, que su generación admiraba (y que la mía cambió por una opuesta, la del “pegue”, que también pasó de moda).

Ese rescate de la llamada “cultura alcohólica” acentúa la gracia autorreferente del narrador y le da credibilidad al “marco social” de la historia. Pero sobre todo, vuelve cercanos a personajes que sostienen discursos quizás distantes. Y sólo así, por ahora, se atraviesan los agujeros de gusano.