En 2010 salió de seis años de encierro en instituciones para menores de edad y comenzó a hacerse como un poeta y director de documentales que mostraban la situación en los asentamientos precarios de Buenos Aires. La fama de César González (que también firma como Camilo Blajaquis) como la de un muchacho que había conseguido terminar sus estudios en cautiverio, y además munirse de un repertorio teórico crítico que desafiaba los lugares comunes sobre los privados de libertad, deslumbró por un tiempo a los medios y llegó a tener su programa en el canal Encuentro.
Las etiquetas “artista de culto” e “influencer” caducaron en 2023 cuando publicó El niño resentido. El relato de una infancia en Villa Carlos Gardel se transformó en un éxito de ventas y crítica, y González pasó a habitar el circuito de festivales, entrevistas y recaudos de los escritores profesionales. Hoy dice sentirse cómodo en ese ambiente, que lo trajo a Montevideo, sobre el final de la Feria del Libro, para presentar aquella novela y la flamante Rengo yeta, en la que el protagonista pasa a vivir en un reformatorio. Seguramente haya una tercera parte, adelanta, porque claramente su historia no termina allí.
¿Quién es el que escribe? ¿Vos querés que la gente te identifique totalmente con el protagonista de las novelas? ¿O está ese juego con lo que pasó y lo que se ficciona?
Hay un poco de juego, sin duda. En ningún momento se explicita el nombre del personaje principal, en ninguno de los dos libros. En el segundo escuchamos a los otros cómo lo llaman: Rengo. Pero en El niño resentido no aparece mi nombre. Pero, lamentablemente, los dos libros son autobiográficos. Lamentablemente, todas las anécdotas que aparecen en los dos libros y las situaciones son verídicas. Ahora, la experiencia y su extrapolación a la literatura no es algo automático. Eso que separa la experiencia de la obra es justamente la artisticidad, la creatividad. Todo libro es un artificio.
Primero, porque el lenguaje es un artificio. La palabra es un artificio y el libro no deja de ser uno más. Entonces, entre ese juego, como dijiste, entre esa contradicción, si se quiere, intenté, respetando las experiencias y los bloques temporales que abarca cada libro, ser lo más honesto posible, pero intentando que –más allá de todos los desgarradores extremos y todos los adjetivos que uno quiera ponerle a mi vida– la prioridad fuera la literatura.
Obviamente, eso lo tiene que terminar de confirmar cada uno de los lectores, porque yo pienso en el lector como cuando hago una película, pienso en el espectador; no soy como el autor, que sólo piensa en él. No por lo cuantitativo, “bueno, quiero que me vean muchos”, sino porque sí pienso en que yo, antes que escritor, soy lector, y como cineasta, antes que director, soy espectador. Si yo no me olvido de esa condición, creo que voy a cometer la menor cantidad posible de errores.
“Errores”, por decirlo de alguna manera. Necesito recordar qué me pasa cuando leo algo, sea biográfico o no biográfico, necesito creerle a lo que estoy leyendo, creerle al narrador, a esa entidad ficticia que es un narrador, que no deja de ser una superidentidad, que es separada del yo y no. Pero tiene vida propia un narrador en un libro; no olvidarme de eso, y tratar de cómo hacer que de una vida de golpes bajos casi al infinito no se vean sólo los golpes bajos, porque los golpes bajos no tienen ningún tipo de potencia artística para mí.
Te lo pregunté porque en un pasaje se dice que estando encerrados muchos chiquilines aprenden a fabular, a mentir. Me pareció que había una guiñada.
Eso es de Rengo yeta. Yo creo que El niño resentido es más en un tono de crónica. Me interesaba también la crónica, sabiendo que es imposible, pero tendiendo a la mayor objetividad posible. Ya lo que vi es tan extraordinario, que casi no necesito cargarlo de palabras siquiera, pero bueno, como tengo que hacerlo libro, alguna palabra tengo que poner. No tengo problema con los adjetivos, pero viste que hay como una ley de moda ahora, de que hay que tratar de adjetivar lo menos posible. Creo que, como toda ley, puede servir, pero no deja de ser más que una herramienta, no tiene que ser un absoluto.
Entonces, sabiendo que con todo lo que viví, solamente tratando de contarlo lo más simple y directo posible, ya igual es demasiado. El otro día me preguntaban en Córdoba cómo fue el procedimiento, y estaban como obsesionados con que yo les contara cómo, y les digo: “¿Sabés cuál fue mi procedimiento? Haber tenido la vida de mierda que tuve”. Si no hubiese tenido esa vida, estos dos libros no existirían. Igual, hay mucha gente que vivió vidas extraordinarias y no todas terminan en libros.
Claro, hay un gran trabajo de escritura. La historia no deja que te distraigas, entre otras cosas, por el manejo de los climas. Yo me enganché, además, porque en las primeras páginas de El niño resentido me pareció que había una referencia a “El oro de los tigres”, de Borges. Y lo confirmé en Rengo yeta, donde se dice explícitamente que es una de las primeras lecturas en el centro de detención. O sea, aparece la experiencia vital y también estas referencias a lo que uno ha leído.
Algunos me dijeron “qué raro esto que hiciste al final de El niño resentido”, porque agradezco a varios escritores como si fueran amigos míos o familiares: Jack Kerouac, Jean Genet. La verdad es que lo hago porque no tenía pensado escribir novelas autobiográficas; es mi primera experiencia en prosa. Si bien había escrito algunos cuentos a lo largo de mi vida, la ficción fue siempre algo que me intimidó, por más que sea autoficción. O no sé, le dicen autoficción. Yo no lo tenía pensado, fue algo con lo que me encontré una vez que dije que sí a la propuesta de Penguin. Fue Ana Pérez, la editora argentina, la de la idea; no fui yo.
A ella se le ocurrió que contaras tu historia.
Exactamente, y no le dije que sí inmediatamente. Una vez que dije que sí, me puse a ver de qué manera, me esforcé buscando todos los libros que me gustaron que estaban atravesados por la biografía de los autores; algunos eran directamente autobiografías. Lo que necesitaba, con lo de los climas, era cómo transmitir, cómo expresar, cómo lograr poder representar y reflejar la adrenalina, el vértigo, cómo reflejar la soledad, insisto, en mi primera incursión en prosa.
Creo que, justamente, al no venir tanto de la prosa, ni de la ficción, lo hice más libre, porque cuando uno está especializado en algo, y estudió eso, viste que tiene miedo, y está pensando, aunque diga que no, en la crítica. Como yo no venía directamente del mundo de la ficción, esto me agarra en un momento en que estaba completamente convencido de que lo mío era el cine, entonces me permití un grado de experimentación, por decirlo de alguna manera, porque yo me estaba conociendo como prosista, como narrador de ficción, y creo que eso también ayudó; no venía con la carga de los miedos, de la especialización.
Pero a la vez, como poeta, tenés la mano entrenada.
Sí, y por leer, y por amar. Vuelvo al comienzo: no me olvido de mi condición de espectador y de lector. Cuando me fanatizo con algo, me obsesiono, lo leo, y lo releo. Melville, Céline, por ejemplo. Céline y su prosa en Viaje al fin de la noche y Muerta a crédito me vuelan la cabeza. Lo que le pasa a la gente con mi libro a mí me pasó con Céline, no lo podía soltar, él me llevaba con ese vértigo, con esa adrenalina.
Esos gritos que tiene.
Sí, en Muerte a crédito te pone los puntos suspensivos por todos lados, pero no le quita el ritmo. Eso creo que me ayudó: la lectura y la pasión como lector.
¿Y escribiste las dos novelas de un tirón?
No, tuve una pausa casi de un año y medio.
Se nota una diferencia de estilo, además de que el protagonista crece. Por ejemplo, en El niño resentido hay poquísimas referencias al mundo exterior, más allá de que obviamente es la Argentina de los años 1990; es una historia contada desde el punto de vista de alguien muy chico. En Rengo yeta ya aparecen asuntos sociales nombrados más directamente, además de música y figuras conocidas, junto con un cambio en la escritura. La narración, además, no es cronológica.
Cuando yo cuento esto, la gente, como fue algo tan exitoso, cree que fue todo premeditado y armado, y la verdad es que no. Como no tenía tanta experiencia previa en prosa, El niño resentido es muy fragmentario. Si bien es una decisión de Ana que los capítulos fueran tan cortitos, creo que con eso ganó mucho el libro. Pero todavía no me animaba tanto a formar diálogos, y Rengo yeta está lleno de diálogos. El niño resentido es más discontinuo. Es como a los saltos: condensé 16 años en 170 páginas. En cambio, Rengo yeta es más largo y son seis meses de encierro.
Siento que al ver que El niño resentido funcionó, empecé a perder cierto temor, me sentí un poco más maduro. También tenía que expresar otra cosa: la primera novela expresa el vértigo, la adrenalina, la euforia de las drogas, la euforia de la vida de pibe chorro, la lujuria, la lujuria consumista si se quiere. En Rengo yeta sigue estando eso, porque somos adolescentes, con la intensidad del adolescente, con las hormonas hirviendo, y con los nervios palpitando, pero limitados, en la enfermería, el olor del no olor, los colores del no color, la ausencia de la libido, de esa libido consumista; se van las cadenas de oro, no hay más moto, no hay más derroche, no hay más salir al barrio y que te miren, no hay más mujeres.
Tuve que estar todo el tiempo recalibrando las edades, porque son niños de 12, 13 años, pero las cosas que pasan te llevan a pensar en gente mucho mayor, por el tipo de consumo de drogas y la violencia. Después, en la parte del encierro, lo mismo: uno se imagina una cárcel de adultos, pero es un centro de detención de menores.
A mí me pasa lo mismo, porque tengo una hija de casi 14. A esa edad yo tenía el alma madura, pero el físico era el de un nene. No dejábamos de ser nenes. Yo lo pinto porque tengo muy marcada la memoria de cómo nos veíamos, por eso lo pongo varias veces en Rengo yeta. Yo entré a un instituto y el de 17, que también es un chiquilín, ya era el tipo veterano, emanaba aura.
Tus novelas pueden ser vistas como historias de crecimiento. Me hicieron pensar en Dickens, en Oliver Twist.
Sí, lo leí. Tuve en mente Historia de las dos ciudades. Lo que me gusta de Dickens es que trabaja muy bien lo sentimental; otro se agarraría diabetes de tanta dulzura. Tuve presente a Oliver Twist: el niño, la calle, el niño metido en ese mundo adulto. Historia de dos ciudades, desde otro lugar, tiene la misma sensibilidad a la hora de contar la calle. Lo llamo “la calle”, pero es una cosa más amplia.
También pensé en Roberto Arlt. El año que viene se van a cumplir 100 años de El juguete rabioso.
Y todavía es del futuro. No parece un libro viejo ni a palos. No perdió ni un solo gramo de modernidad, sino que lo gana: cada año gana ese libro. Es futurismo, es vanguardia. Arlt hasta inconscientemente me influencia. Primero es una influencia humana, que me inspiró con toda su leyenda de no académico, de estudios no terminados, de “yo soy de la calle”, medio un hijo bastardo y encima re orgulloso de eso, y enfrentado a los de Florida, a los Borges, a las Ocampo, a toda esa gente. Y después, obviamente, su literatura es increíble. A mí las Aguafuertes me cambiaron la vida.
También vi algo de Bukowski y su novela de crecimiento La senda del perdedor.
Bueno, viste que él es un beatnik, pero orbital, no se lo ubica. Esa escritura trash, como se le dice en Estados Unidos, a mí me encanta y es muy inspiradora. Leí todos los libros de Kerouac; es un autor que me enseñó a ver experiencias extremas, cómo transformar el territorio. En Rengo yeta, la inserción de la religiosidad –de la religión y de la religiosidad, de la religión como algo oficial, y de la religiosidad, qué sé yo, tipo el Gauchito Gil– y la creencia, de cómo te peleás con Dios todo el tiempo, y esa relación amor-odio con la trascendencia, por decirlo de alguna manera, se lo debo a Kerouac, a los poemas de Ginsberg, que toca otros temas, pero también me inspiró muchísimo.
La Biblia es otro libro que aparece mucho en Rengo yeta. La escuela y la religión aparecen como fuerzas positivas.
Como digo en un momento del libro, no conocí nunca un preso ateo: todos los presos creían, no todos en lo mismo, pero todos creían, y eso es un flash. Hasta el más tumbero, hasta el más varonil, el más pesado, con su rezo, con su persignación, con su puchito al santo, y yo mismo en un momento digo “¿quién me creía yo para hacerme el ateo cuando toda mi gente creía?”. Te pensás más que tu gente, pero no sos más que tu gente.
Empecé a ir creyendo, porque la cárcel es un lugar ideal para la fe, paradójicamente, porque por algo existe el monasterio, el retiro espiritual, con encierros, con ascetismo; todos esos elementos tienden a favorecer la religiosidad. Es como una cosa natural, fluye solo.
Y son lugares de lectura, además.
Sí, mi relación con la Biblia es muy completa. Con mi mamá hemos tenido varias charlas, y no podemos descifrar cómo puede ser que mi Biblia haya sobrevivido. El mismo libro. He perdido de todo, he estado en seis instituciones de encierro, me han sacado desnudo de un pabellón a otro, de un instituto a otro, ¿cómo siguió siempre la Biblia al lado mío? No lo entiendo. Es creer o reventar.
Rengo yeta es más del Antiguo Testamento, ¿no?
Sí, total. Es que, aparte, mi abuela es más del Antiguo Testamento. Dios castiga, Dios no ama a nadie.
Te hiciste conocido por tus películas, pero cuando te llamaron de alguna serie tipo El marginal no te sentiste cómodo.
Eso fue hace muchos años, en la primera temporada, en 2015. Fue una cosa más de ideales de joven, de no entender la complejidad de las cosas, de ser muy lineal. No creo que pase por los títulos de la serie; hoy es El marginal, mañana va a ser otra. El tema es algo que subyace, que es el morbo que tiene la “sociedad normal” con el mundo carcelario y cómo el mundo carcelario funciona y opera como algo donde se reciben todas las proyecciones más perversas y estúpidas de la clase media. Lo único que ven de la cárcel es violación, lo único que creen que hacen los presos es violarse entre ellos, que andan todos sucios, todos rotos. Es tan fuerte esa proyección y de tanta gente y durante tanto tiempo que se terminó considerando como la verdad.
Es como un género, tipo película de vaqueros.
Pero en las películas de vaqueros se respeta una de las leyes elementales de la ficción en Occidente, lo que Aristóteles escribe en la Poética: la regla de la verosimilitud. No importa si transcurre en el pasado, en el presente, en el futuro, en este planeta o en otro, es una regla de la cultura. Las películas de vaqueros son verosímiles con la historia de la “conquista” del Oeste en Estados Unidos. Los tiroteos, la vestimenta de los indios, la vestimenta de los cowboys es verosímil. Se estereotipa, pero dentro de lo verosímil. Ahora, con los presos y con los sectores populares en Argentina, no importa la regla de la verosimilitud: es lo que la clase media cree que es. Y aunque vaya a la cárcel y lo que esté enfrente suyo sea de otra manera, él va a seguir con su idea. No va a ver. O lo va a ver, pero no lo va a comprender. Lo va a ver, pero no lo va a sentir. Lo ve, pero no lo percibe.
Conozco muchos docentes que estuvieron hace años en la cárcel y no perciben lo que está pasando. Porque si están hace diez años y no lo perciben, es que no se dan cuenta.
¿Vos ves lo que hacés como una manera de ayudar a entender eso?
Creo que es lo único que me importa. Creo que es lo único que hace que valga la pena. Creo que todo lo demás es accesorio para mí. Si yo aporto un granito de arena, y a la vez que eso sea un aporte… A su vez, no deja de generarme mucha bronca, porque no estoy inventando nada, no estoy descubriendo nada. Podría ser más chanta y pegarme ese cartel. Me da bronca que, con solamente seguir a Aristóteles, que escribió hace 2.500 años, lo mío sea tan novedoso. Es una crónica directa. ¿Qué soy, el primer preso en la historia de Argentina que escribe? ¿Por qué antes otros no se animaron? Porque les metieron un miedo atávico a los sectores populares para que no cuenten sus historias sin caretearlas. Las han contado, pero siempre careteando. Cuando hablo de la ropa de los presos, por ejemplo, la puta madre, me van a decir que nadie se daba cuenta. ¿Tuve que venir yo? Yo me animé a escribirlo. ¿Cuál será mi cualidad máxima? Mi coraje para decirlo, pero ya estaba. Si yo no existía, ¿esto iba a seguir así? Todo el mundo creyendo que los presos andan con una musculosa gris y ojotas. Y los mismos presos no animándonos a decir “no, loco, no somos como en El marginal. El marginal es una fantasía”.
Me pasa con los mismos presos, que me agradecen. Ojalá ahora empiecen a animarse. Hay cosas que yo no conozco. Yo me fui a los 21 años. No llegué a conocer tanto el mundo adulto. Estuve sólo dos años en los penales adultos, yo lo vi sólo como muchacho. Pero todos sabemos que la visita es sagrada. La regla, completamente inviolable, es no salir desarreglado a la visita. Y te aseguro que acá debe ser lo mismo, que en Uruguay la visita es sagrada. ¿Cómo es que tantos docentes, que son los que tienen las herramientas y el capital cultural para hacerlo, no lo habían escrito? Tuve que hacer un texto y contarlo para que se den cuenta. ¿Cuál es la revelación? No es una revelación. Estoy revelando lo dormida que está la percepción. Lo dormida que está la vista, los sentidos. Empezando por el de la vista. Y la sensibilidad. Pero todo esto ya estaba, ya sucedía.
También lo que pasa en El niño resentido. Me celebran todo: “Yo pensaba que los villeros eran todos feos”. No, hermano, andá una tarde a cualquier barrio popular, es una pasarela. En el verano, sobre todo. Pibes, pibas, grandes, chicos. Y ni te hablo los fines de semana. “Mirá las ropas que me compré”. No importa si son baratas, si son réplicas, si son originales. Pero la imagen del sentido común es fealdad.
El niño resentido. 186 páginas. Reservoir Books, 2023. Rengo yeta. 190 páginas. Reservoir Books, 2025.