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La novela Iracundia, de Álvaro Ojeda

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El antihéroe Gaínza continúa despotricando contra el mundo.

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Martín Gaínza es un profesor de literatura jubilado que en Iracundia, del escritor y periodista Álvaro Ojeda, protagoniza su tercera novela desde 2017. Las anteriores fueron Congoja y Misantropía. Gaínza es una suerte de antihéroe contemporáneo, un hombre común, pacífico pero un tanto hosco, cuyas derivas vitales no parecen distanciarse mucho de las experiencias más corrientes que nos depara el otoño de la vida. En Iracundia, es perceptible la ansiedad del personaje por depurar su espacio y afectos, centrándose en dos seres que parecen bastarle y sobrarle: su perro Larkin, así llamado en honor al aclamado poeta británico Phillip Larkin, y Fabla, su compañera, una mujer más joven que conoció como alumna de un proyecto de taller literario emprendido durante su residencia en Araminda, etapa de la vida de Gaínza narrada en Misantropía.

El inicio de la novela encuentra a Gaínza aún en Araminda, en planes de trasladarse a Atlántida Serena con Fabla, lo que será cumplido en las primeras páginas. La vida de Gaínza continuará apacible y un tanto pasivamente, mostrando una cierta comodidad con un rol de espectador escéptico y desconfiado de aquello que le rodea. El desdén hacia el exterior parece fundamentarse en dos factores: por un lado, el generacional, que se manifiesta en muchas no tan sutiles muestras de que el personaje no comulga con los códigos y problemáticas contemporáneos, y por otro, cierta subjetividad de intelectual incomprendido, una perpetua soledad reservada a las mentes que se atreven a ir más allá de la experiencia cotidiana e inmediata.

Resulta difícil no leer al personaje, si no como un álter ego, al menos como vehículo de cierta cosmovisión, aplicada a una realidad histórica y geográficamente delimitada de manera precisa e inequívoca, que alguien (quizá el autor) imprimió en el texto de la novela. Las verdaderas peripecias narrativas son pocas y carentes de espectacularidad. La más prometedora, la aparición de un hasta entonces ignoto medio hermano del protagonista, no tiene los efectos que podrían esperarse sobre la trama. Pero lo que resulta un poco frustrante no es en sí mismo el hecho de que los personajes o la narración no revistan mayores sobresaltos, sino cierta tendencia del narrador a aferrarse a los hechos que confirman sus percepciones, y a velar con un manto de condescendencia y tedio lo que las contradice. Esto redunda en que un irreprochable, sólido y maduro estilo narrativo, un muy cuidado sarcasmo y una para nada desdeñable sensibilidad poética acaben por sobrecocinarse en un ejercicio un tanto egotista y con no pocos visos de previsibilidad y obviedad.

Gaínza transita su mudanza dentro de la Costa de Oro interactuando con nuevos y viejos vecinos y allegados, juzgándolos casi siempre como simplones, irritantes y superficiales o como hipócritas e interesados. Los momentos en los que Gaínza “baja las defensas” y se deja cautivar por el estilo o el ingenio narrativo de sus interlocutores (rara vez por sus interlocutores en sí) no ocultan que lo que lo fascina son historias viejas, surgidas de ese tiempo fuera del cual Gaínza no ve cosas dignas de ser contadas, y que el hechizo se rompe cuando la lejanía con el tiempo de la narración se hace patente.

La excepción que constituye Fabla en este pantano de mediocridad es la gran promesa incumplida de la novela, y una de sus principales debilidades. Es tan escaso el desarrollo del personaje, tan satelital al proceso de Gaínza, que resulta disonante, ya no con una sensibilidad movilizada por las problemáticas de género, sino con un mínimo criterio de verosimilitud esperable en un texto tan marcadamente costumbrista. Resulta llamativo que, mientras el narrador no deja ninguna característica distintiva del siglo XXI sin describir con la misma pátina perpleja y desdeñosa, la diferencia generacional con su compañera (“mucho más joven”) no se traduzca en el más mínimo conflicto. O que, luego de insistir en su talento para contar historias, no le dé mucha más extensión para narrar que a los personajes más secundarios. O que la narración de Fabla aparezca casi al final para que, demasiado convenientemente para la autoestima de Gaínza, ella dedique una importante porción del relato a pintar a un joven jugador de rugby como un pretendiente exageradamente torpe e insistente que acaba por exasperarla. Y que, durante todo el texto, cada vez que el protagonista llega a una conclusión, Fabla aparezca para confirmársela con un gesto o una muy breve conversación que funciona como corolario a estas epifanías. Concluir la novela revelando que Fabla no era más que una alucinación con la que el narrador intentaba llenar su vacío existencial era una solución más realista que pretender que realmente pueda existir un ser humano tan descaradamente funcional a los deseos de otro.

El famoso “pinta tu aldea y pintarás el mundo” debería incluir un “quizá” luego de la conjunción: es una vía posible, no garantizada. Asimismo, la acidez y el sarcasmo no necesariamente son señal de lucidez, creencia muchas veces demasiado arraigada en nuestro ambiente literario. Si bien a veces constituyen un claro desafío al poder o una saludable salida de la angustia hacia lo inexorable, también pueden ser un manotón de ahogado de quien, como la zorra de la fábula, pretende convencerse de que aquello que no alcanza realmente no merecía la pena.

Iracundia, de Álvaro Ojeda. 204 páginas. Estuario, 2024.

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