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Animales de sed: la novela Carnada

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Eugenia Ladra y la fundación de Paso Chico.

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Me encuentro con Eugenia Ladra en un clásico bar montevideano. Nos preparamos para hablar de su primera novela, Carnada, editada en Montevideo el año pasado y ahora publicada en España por Tránsito. Tironeada por algunos años de experimentación y escritura, la obra impacta por el desliz brutal con que se descosen las costumbres pueblerinas.

En la entrevista, los recuerdos de infancia de Eugenia en Nueva Palmira instalan las playitas regadas de juncos y camalotes, el puerto soldado a la costa y los grandes barcos hipnotizados en el río. Al saltar a la ficción, que hace una descomunal fuerza por entrar, se retrata como un pájaro estrellado un pequeño nuevo mapa llamado Paso Chico. Prensado por la costumbre y descomprimido por una voz embichada de frases lugareñas, el pueblo de pescadores se delata en las siestas y los brotes de euforia que no dejan de ahogarse en la grotesca rutina de un sórdido color local.

Los obsesivos detalles construyen una potente armazón crónica de personajes que parecen arrastrarse desde un hueco profundo del interior uruguayo. Con este material con que se atomiza el paisaje, se luce un estancamiento íntimamente mecanografiado.

De pronto, uno siente que hay algo de la voz arrolladora del narrador que contrasta con la demolición de las emociones de sus personajes. La voz sabe la lengua del pueblo y se da el lujo de desconocer las introspecciones. Le basta formar un aura que desmantela lo sorpresivo y lo incrusta en lo inevitable.

En el espeso caldo sin cultivo que es Carnada hay un personaje que desentona brevemente y pulsa la intuición de su deseo. Marga, una joven de 13 años, cargada con la condena de mala suerte que el pueblo le dispuso, logra retener un ápice de dulzura sin procesar, que a su vez no puede leerse sin los gestos grotescos y sin las réplicas de la violencia autóctona.

La atracción y el encuentro de los jóvenes (Marga y Recio) parecen remover fugazmente la modorra de un mapa de inmovilidad, roña, salvajismo y creencias arraigadas. A pesar de los recortados cuidados de su abuela y los ajustados consejos de Olga, heredera del oficio de las comadronas, ya se podrá intuir lo difícil que es imaginar en semejante escenario una historia soluble en la ternura.

El conjunto de la comunidad carece de promesas y de reproches. Los habitantes se encierran o se hacinan según el clima o el acontecimiento. Un espectáculo está siempre ligado a la práctica del arraigo. La comunidad bautiza la llegada de Recio con una paliza iniciática en medio de la plaza, asume su figura en la presentación de una deforme virgencita lugareña sin rostro y se sumerge en la feria de baratijas chinas bajadas de los barcos. La vuelta de un desgarbado circo itinerante mueve al pueblo como una especie de mosquerío. La presencia inundante del alcohol en un ambiente de sequía y acaloramiento se vuelve un notable disparador de la turbiedad endémica de la comunidad.

Las diarias borracheras de los pescadores rigen la rutina de un desequilibrado encanto. En la novela, el afecto es un efecto trastocado, atravesado por el montaje de complejos vínculos y orígenes familiares. Hay un gran acierto en la pintura de las exacerbaciones, encapsulando el costumbrismo en la orgía de un baile sexuado de machos pescadores que se refriegan arremangados en el bar La Paraíso.

Suerte de semilla

La relación entre los jóvenes parece abollar brevemente las costumbres del rancherío. Sin embargo, no tardarán en conocer el camino del deseo estrecho apelotonado en la incomodidad y en la cartografía brutal llevada al límite de los abusos absorbidos por el ambiente.

Una vaga idea del amor sobrevive en Marga, compuesta por un revoltijo de sensaciones y acompañada por el subterráneo devenir de la telenovela Pasión de gavilanes. Pese a ello, las cinematográficas y descriptivas escenas del drama impostado actúan sólo como una patología rítmica de la ilusión y el desengaño.

Marga es experiencia en movimiento y quizá la única que puede asustarse, intuir, invadir, matar y llegar a querer. Vulnerable, asustadiza, sagaz, cruel y finalmente víctima, cede al territorio de la sed que se lo traga todo.

De la jauría de perros desiguales, Marga elige el más indefenso para ofrecerlo como comida al tigre escuálido y viejo del circo a cambio de una entrada. La potencia muda de su interior sabe que la crueldad nace del pueblo. Aun así lo elige, finge acariciarlo y lo pone entre las rodillas para luego matarlo a patadas. La eficacia de la novela consiste también en tensar los límites entre la sensibilidad y la insensibilidad hasta contraerlos.

El primer abuso, restringido a la casucha del pescador viejo y ciego Godoy que la invita a acostarse con él, mientras la acaricia, ahoga la tonta canción de amor que muge en la telenovela. Un Recio borracho que la viola contra un árbol, con carcajadas y chillidos que salen de la carpa del circo como telón de fondo, no hace más que mostrar el destino de las sensaciones. Las embestidas animales de la violación vuelven a Marga un objeto pesado. La construcción de esta escena y otras ligadas a la violencia sexual interpelan un lugar sensible de la política de la lectura. Y es que el ambiente cerrado de la costumbre va fumigando constantemente el sentido.

La novela no baja la fiebre con la llegada del temporal, la confina. Marga se mete al río y la lluvia contesta, pero el agua que quiere correr terminará también estancada, rellenando ese espacio donde se ha fundado otro hueco llamado Paso Chico.

Carnada, de Eugenia Ladra. 148 páginas. Criatura, 2024.

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