En las primeras líneas del epitafio de Sarah Brown, incluido en la prodigiosa Antología de Spoon River, se lee –en traducción de Alberto Girri–: “Maurice, no llores, no estoy aquí debajo de este pino/ ¡El aire perfumado de la primavera susurra entre la suave hierba/ las estrellas rutilan, el mochuelo llama/ pero tú te afliges, mientras mi alma yace extasiada/ en el nirvana bienaventurado de la luz eterna!”. Esa conversación silenciosa, que por una imposibilidad física mantienen los vivos con los muertos a través de las líneas grabadas en las lápidas del libro que Edgar Lee Masters, un oscuro abogado del Medio Oeste norteamericano, publicó en 1915, también puede adquirir la forma de una evocación o el ligero temblor de un objeto en una estancia silenciosa. Ese pasaje entre dos planos, del mundo de los vivos al de los muertos y viceversa, atraviesa cada página de la novela Éramos monstruos, de la escritora y profesora de Literatura montevideana radicada en Santa Fe Leonor García.
La lógica de las asociaciones, tan común en el estamento literario, especialmente aplicable cuando se lee el primer libro de un autor, determina conexiones que, en un acercamiento inicial, pueden parecer obvias, pero que, al momento de desmenuzar las líneas que se cruzan, suelen resultar más que pertinentes. Así, una frase de la escritora argentina Selva Almada dispuesta en la contratapa de Éramos monstruos emparenta el universo de la ópera prima de Leonor García con la literatura de Felisberto Hernández y Silvina Ocampo. La conexión es acertada en ambos casos no sólo por las ambientaciones domésticas, la humanización de algunos objetos y el arte de dotar de sentido lo no dicho, sino también por una cuidada morosidad en las descripciones y por la forma en que García desarrolla y pone en escena paisajes y personajes, limitándose a breves pinceladas de efecto que sumergen a pleno al lector en un mundo que parece dormido, engañosamente dormido. Hay otras filiaciones más sutiles en la novela, justo es señalarlo, como las de Marosa Di Giorgio y Antonio Di Benedetto, además del vínculo con el diálogo mortuorio antes referido de Edgar Lee Masters y su antología de epitafios.
Pretender la glosa sobre el argumento de Éramos monstruos es un gesto de mal gusto para con el virginal lector de ese universo: reducir a un párrafo de prosa lineal el accionar del pequeño puñado de personajes que habitan el libro, disponiendo sus movimientos y sus dichos en un plano de sentido real, no sólo destruiría el encanto de la historia doble de esta novela con cuervo y con aljibe, sino que dejaría fuera del ejercicio la musicalidad interna de la obra.
Ambientada en dos espacios claramente delimitados –El Prado, de Montevideo, y Buenos Aires–, las dos historias se desarrollan con varios años de distancia entre sí, conducidas por dos narradores y compartiendo una particularísima cadencia que abreva en las descripciones o los apuntes precisos (“A mí me gustaba el polvo, porque se puede dibujar o soplar a contraluz para que una niebla breve deforme los objetos más cercanos”, una frase de innegable cuño felisbertiano), que desarrolla novedosas comparaciones a través de los sentidos (“Se sentó en el sillón de la esquina, odiaba ese apartamento a donde se había mudado Norah. Tenía olor a lavandina, a baño de escuela pública”) y alcanza cimas de contenida emotividad, como en este pasaje: “La última noche, Madre me peinó, me dio un beso y me dejó acostada en el dormitorio. Sonaban las llaves por el piso, junto a sus pies. Por la ventana la vi alejarse hacia el sendero, hasta llegar a la tranquera, al límite físico que separaba la zona permitida del bosque lejano. Caminó. Imagino que contaba los pasos, imagino que decía ‘me llaman’. Quizá, esa última noche, miró hacia atrás y vio la pequeña luz de mi dormitorio encendida, como un fósforo diminuto que quemaba sus manos...”.
Para destacar aún más la singularidad de la aparición de Éramos monstruos en el ámbito de la literatura rioplatense contemporánea, nobleza obliga dedicarle unas líneas a la propia presentación del libro, a su cuidado trabajo editorial (apenas dinamitado por algunas molestas erratas). La novela, publicada por la editorial argentina Gata Flora, reproduce en su diseño la misma delicadeza de la prosa de Leonor García. El volumen llega al lector bajo la forma de un libro álbum, cuya contrasolapa, al introducirse entre la solapa y la primera página, permite ensobrar el libro como si de una entrega personalizada se tratase, distanciándose de todo ese packaging efímero, tan molesto y contaminante que satura la vida actual. Además, la imagen que aparece en la portada, una fotografía captada por Alejandra Sanguinetti, es reproducida en las guardas anterior y posterior del libro en todo su colorido y perturbador esplendor.
Éramos monstruos, de Leonor García. 142 páginas Gata Flora Editorial, 2024.