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Ilustración: Ramiro Alonso

Las memorias fragmentadas y acotadas de Beatriz Sarlo

7 minutos de lectura
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En la autobiografía póstuma No entender, la gran pensadora argentina se concentra especialmente en episodios de su infancia.

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Editar

No deja de constituir una rareza en esta época descafeinada que habitamos, bajo el bombardeo permanente de estímulos que llegan desde “lo externo”, la aparición de un libro de memorias, el género introspectivo por excelencia, donde el flujo del recuerdo toma el timón del relato para organizar y poner en palabras esa construcción llamada existencia.

El hecho de que el formato se encuentra en retroceso lo subraya este presente eterno en que vivimos, bajo la dictadura aceptada de lo fugaz y lo fragmentario, ejemplificado a pleno en la omnipresencia de las redes sociales. ¿Cuál es la razón de registrar por escrito una experiencia para un lector del futuro si un posteo en pocas palabras, acompañado de una imagen, nos asegura el acceso inmediato a una buena cantidad de lectores? ¿Para qué esperar un tiempo prudencial la edición del relato de una vivencia si la publicación inmediata en el muro no sólo nos asegura espectadores sino también likes? ¿Para qué pulir un párrafo en primera persona captando el sentido de un determinado episodio si un reel de un minuto y medio puede viralizarse en un rato?

Sin embargo, hay un poder intrínseco en el acto de organizar los recuerdos propios que va más allá de una necesidad inmediata de exposición: no sólo permite al que rememora revivir situaciones bajo la luz reconstruida por la distancia, sino también, como señala Beatriz Sarlo en la página final de No entender. Memorias de una intelectual, enfrentarse a las oportunidades perdidas, al qué hubiese pasado de haber actuado de tal forma.

Publicado tres meses después de su muerte, ocurrida el 17 de diciembre en Buenos Aires, a los 82 años, el libro de memorias de Sarlo se inscribe en una larga y variopinta tradición de la literatura argentina que consiste en la escritura autobiográfica que se nutre de las más variadas fuentes y circunstancias.

Para fijar dos polos posibles –cronológicos y estructurales– de esa tradición de intensa vida editorial en el vecino país, puede mencionarse acá los dos tomos de Viajes por Europa, África y América (1849), de Domingo Faustino Sarmiento, en los que, además de describir las particularidades de los países a los que llegaba, el autor llevó un pormenorizado registro de los gastos de sus desplazamientos (sabemos que en París, por ejemplo, se compró dos chalecos y dos pantalones por 135 francos para ir a Burdeos), y los siete volúmenes de De la misma llama (2004-2017), en los que el poeta y sociólogo Darío Canton repasa su existencia completa, a partir de 1928, incorporando al relato documentos del más variado tenor (en el séptimo tomo, por ejemplo, incluye un registro fotográfico de la exhumación del cadáver de su padre).

Ante ambos ejemplos, el libro de Sarlo luce excepcionalmente magro. Cualquiera creería que las memorias de esta intelectual, que atravesó la segunda mitad del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI, ocuparían algo más que las 200 páginas (muchas de ellas ocupadas por fotografías) que conforman No entender.

Tomar la voz

De una u otra forma, Beatriz Sarlo supo ubicarse siempre en el candelero de la discusión contemporánea al manejar la doble tensión de la exposición mediática y el análisis político.

Sus constantes columnas en diarios y revistas, sus apariciones televisivas (que incluyeron la abrupta salida de un estudio al sentirse agredida por el escritor David Viñas, o su famoso cruce con el periodista Orlando Barone, que se ha convertido hasta en meme) y su participación activa en coloquios y mesas redondas permiten reconstruir no sólo la complejidad de un pensamiento en permanente ebullición –simpatizante del peronismo a finales de la década del 60 a través de la CGT de los Argentinos; afiliada al Partido Comunista Revolucionaria luego; fundadora del Club Socialista en la reapertura democrática; asesora de Graciela Fernández Meijide en la Alianza; crítica acérrima del kirchnerismo y también de Mauricio Macri, al que definió en una entrevista como “un mediocre en todos los aspectos”, y del actual presidente Javier Milei, sobre quien apostrofó en otro reportaje que “más vulgar no puede ser su discurso, más vulgar no pueden ser sus modales, más vulgar no puede ser la forma en que enuncia sus principios”–, sino también la permanente búsqueda de un espacio no obsecuente con el poder.

Por supuesto, sus derivas y posicionamientos políticos, así como sus afirmaciones tajantes, muchas veces recubiertas de un finísima ironía, la convirtieron en centro de críticas y de burlas por parte de otros intelectuales así como de los omnipresentes comentaristas en redes sociales, muchos de los cuales han resumido una vida (y una obra) tan rica e intensa bajo los motes de “vieja cheta” y “gorila”.

De forma paralela a esos posicionamientos públicos, Sarlo desarrolló una intensa actividad académica (fue profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires durante 20 años, además de dictar cursos en las universidades de Columbia y Cambridge, entre otras), formó parte de la legendaria revista Los Libros, dirigió durante tres décadas la inevitable Punto de Vista y, por supuesto, publicó una sólida obra ensayística en la que destacan títulos como Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930 (1988), Borges, un escritor en las orillas (1993), Escenas de la vida posmoderna: intelectuales, arte y videocultura en la Argentina (1994), La máquina cultural: maestras, traductores y vanguardistas (1998), Siete ensayos sobre Walter Benjamin (2000), Tiempo pasado: cultura de la memoria y giro subjetivo (2005) y Zona Saer (2016).

Quien se sumerja en No entender. Memorias de una intelectual en procura de hallar el relato pormenorizado, o al menos alguna referencia puntual, de la deriva intelectual de Sarlo enunciada más arriba, se defraudará. La apuesta de la autora en su acotado tomo autobiográfico propone un recorte mucho más íntimo y personal, que contribuye a entender la formación de su personalidad desde niña (“Crecí rodeada de adultos convencidos de que su principal, si no única, misión en la vida era educarme”), el conflicto permanente con la autoridad escolar (una maestra llegó a decirle a su madre: “Hay que bajarle el copete poniéndola a lavar pisos”) y el despunte de un destino que le llegó, como no podía ser de otra manera, a través de la letra impresa: “La soberbia fue el fundamento de mi relación con la cultura. Una palabra, leída al pasar en el diario El Mundo, me dio el nombre de lo que deseaba ser: ‘intelectual’; es decir, alguien como Sartre, que aparecía unido a esa palabra en el título de la nota”.

En el proceso de consolidar una voz propia, la joven Beatriz Sarlo, lectora voraz de publicaciones periódicas, asistió al momento en que la prensa escrita activó el mecanismo de la enunciación personal, tal como lo cuenta en la introducción de No entender: “Hay que ganarse el derecho a la primera persona. En Argentina, La Opinión fue el primer diario que la habilitó casi para cualquier periodista o colaborador. Recuerdo bien el asombro de ver el uso de una primera persona en la nota de tapa. Después, pasó a ser un recurso más. Por supuesto que todavía era necesario ganársela, pero no costaba años de esfuerzo y notoriedad. Como la firma de una nota, el uso de la primera persona empezó a ser generosamente concedido. Fui contemporánea y beneficiaria de ese proceso que adquirió fuerza en los años 70”.

Nombres

Si tanto a su existencia pública de intelectual como a diversos aspectos de su vida personal –su matrimonio de pocos años con Alberto Sato, su convivencia de 40 años con Rafael Filipelli, su determinación de no tener hijos, etcétera– puede accederse en las innúmeras entrevistas que Sarlo brindó con el paso de los años (sus albaceas, inmersos por estas fechas en una rocambolesca disputa por la herencia, quizás puedan considerar en un futuro la edición de un tomo con una generosa selección), es comprensible que en este volumen de memorias haya procurado ofrecer un acercamiento diferente, no tan evidente y cantado.

En No entender están, por supuesto, sus lecturas de Roland Barthes y de El capital, el relato de su vínculo con David Viñas y con el historiador Tulio Halperín Donghi (“La inteligencia era una parte de lo que lo hacía fascinante. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia”), el encuentro determinante con los profesores Jaime Rest y Hugo Cowes, las lecturas que le recomendara el filósofo Héctor Raurich (empezando por el Baudelaire de Sartre), su relación con la profesora, ensayista y crítica literaria Susana Zanetti (“Le gustaba provocarme argumentando que José Hernández era más grande que Balzac”) y su deslumbramiento juvenil por la poeta Juana Bignozzi (“una maestra de la ironía agresiva y la ironía sentimental”), que le regaló una foto de Mao conseguida en Montevideo y cuyo ejemplar dedicado de Mujer de cierto orden (1967) “sobrevivió a todas las mudanzas y a mi escasa vocación de coleccionista”.

Dos nombres, sin embargo, acaparan largos pasajes de estas memorias fragmentadas de Beatriz Sarlo: el de su padre, Saúl Sarlo Sabajanes (1899-1966), y el de su tío materno Jorge del Río (1900-1973). El primero fue un antiperonista furibundo, que llamaba “bataclana” a Evita y disfrutaba de ensayar su oratoria sobre política y derecho ante cualquier auditorio. “De mi padre me gustaban sus defectos. Como dijo Herman Broch acerca de su madre: esos defectos me encendían como no lograban encenderme sus virtudes. Un erotismo de los defectos me unía a él profundamente. Fue mi tipo de hombre en su permanente elección de caminos que lo desviaban de aquello que las costumbres indicaban como apropiado”, escribe la hija.

Su tío Jorge del Río se encontraba en las antípodas de la figura paterna: abogado especializado en política eléctrica e industria petrolera, fue uno de los fundadores de Forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) y quien encauzó en la militancia a la joven peronista en ciernes de 15 años, cuando le pidió que repartiera unos volantes del Movimiento en Defensa del Petróleo (contrario a las políticas del entonces presidente Arturo Frondizi): “Fue mi primera incursión de militante en las veredas de la calle Florida. Nadie le reprochó a mi tío que me orientara ideológicamente y ejerciera el derecho de patronato en un sentido contrario a las ideas de mi padre”.

Composición

Beatriz Sarlo comenzó a escribir No entender en 2017. Según la nota de edición que cierra el volumen, le entregó el manuscrito a sus editores en abril del año pasado y trabajó junto con ellos en la composición definitiva entre mayo y noviembre. El carácter póstumo del libro obedece a la inevitable circunstancia de la muerte y, a pesar del tono fragmentado de estas memorias, del que se habló antes, no dejan de llamar la atención algunos descuidos en el texto, que parecerían evidenciar una falta exhaustiva de revisión. La fecha del nacimiento del padre, por ejemplo, se repite tres veces en un margen de pocas páginas, y cierta anécdota de la infancia de la autora en Deán Funes, Córdoba, vinculada al trato con los animales, se cuenta prácticamente con las mismas palabras en las páginas 72-73 y luego en la 90.

Al margen de estos apuntes editoriales, No entender se constituye en una obra más que necesaria para entender, justamente, el devenir intelectual de una figura central del pensamiento en Argentina, un acto, el de pensar, que, ante la caterva payasesca y amoral que gobierna al país vecino, se presenta como cada vez más subversivo.

No entender. Memorias de una intelectual, de Beatriz Sarlo. 208 páginas. Siglo Veintiuno, 2025.

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