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Ilustración: Ramiro Alonso

De la guerra fría a la paz caliente

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Leído por Abril Mederos.
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Con la invasión rusa de Ucrania estamos entrando en una nueva fase de la guerra y la política mundial. Aparte del aumento del riesgo de una catástrofe nuclear, nos encontramos ya dentro de una tormenta perfecta de crisis mundiales que se refuerzan entre sí: la pandemia, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, y la escasez de agua y alimentos. La situación expone una locura básica: en un momento en que la propia supervivencia de la humanidad está en peligro debido a factores ecológicos (y de otro tipo) y cuando debiéramos priorizar la solución de esas amenazas por sobre todo lo demás, nuestra preocupación principal pasó a ser repentinamente –otra vez– una nueva crisis política. Justo cuando necesitamos la cooperación mundial más que nunca regresa, con renovada intensidad, el “choque de civilizaciones”.

¿Por qué? Como suele ser el caso, un poco de Hegel puede ayudarnos mucho a responder esas preguntas. En su Fenomenología del espíritu, Hegel hace una famosa descripción de la dialéctica del amo y el esclavo: dos “autoconciencias” atrapadas en una lucha a muerte. Si ambos están dispuestos a arriesgar sus vidas para ganar e insisten en ello, no hay ganador: uno muere y quien sobrevive ya no tiene a nadie que reconozca su propia existencia. La consecuencia es que toda la historia y la cultura descansan sobre un compromiso fundacional: en la confrontación cara a cara, una de las partes (el futuro esclavo) “aparta la mirada”, ya que no está dispuesto a continuar hasta el final.

Pero Hegel se apuraría a decir que no es posible un compromiso final ni duradero entre estados. Las relaciones entre estados nación soberanos se encuentran permanentemente a la sombra de una guerra potencial y cada época de paz no es más que un armisticio temporal. Cada estado disciplina y educa a sus miembros y garantiza la paz civil entre ellos, y este proceso produce una ética que, en última instancia, requiere actos de heroísmo: la voluntad de sacrificar la propia vida por el país. Las relaciones salvajes y bárbaras entre los estados sirven entonces como base para la vida ética dentro de ellos.

Corea del Norte representa el ejemplo más claro de esta lógica, pero también hay señales de que China está avanzando en esa dirección. Según mis amigos en China (a quienes no puedo nombrar), muchos autores en revistas militares chinas se quejan ahora de que el ejército chino no ha tenido una verdadera guerra en la que probar su capacidad de combate. Mientras que Estados Unidos prueba permanentemente a su ejército en lugares como Irak, China no lo ha hecho desde su fracasada intervención en Vietnam en 1979.

Al mismo tiempo, los medios oficiales chinos comenzaron a sugerir más abiertamente que, como la probabilidad de que Taiwán se integre pacíficamente a China se está reduciendo, será necesario “liberar” militarmente a la isla. Como preparación ideológica para esto, la máquina de propaganda china urge cada vez más al patriotismo nacionalista y a sospechar de todo lo extranjero, con frecuentes acusaciones a Estados Unidos de estar dispuesto a una guerra por Taiwán. En el otoño pasado, las autoridades chinas sugirieron al público que almacene suficientes provisiones como para sobrevivir durante dos meses, “por las dudas”. Fue una extraña advertencia que muchos percibieron como el anuncio de una guerra inminente.

Esta tendencia se da de narices contra la urgente necesidad de civilizar a nuestras civilizaciones y establecer una nueva forma de relacionarnos con nuestros entornos. Necesitamos solidaridad y cooperación universales entre todas las comunidades humanas, pero este objetivo se torna mucho más difícil con el ascenso de la violencia “heroica” religiosa y étnica sectaria, y la voluntad de sacrificarse a uno mismo (y al mundo) por la propia causa. En 2017, el filósofo francés Alain Badiou señaló que ya se podía discernir la silueta de una guerra futura. Previó:

“[...] a Estados Unidos y su grupo occidental-japonés de un lado, a China y Rusia del otro... y armas atómicas por doquier. No podemos evitar que venga a nuestra memoria la afirmación de Lenin: ‘La revolución evitará la guerra o la guerra llevará a la revolución’. Así podemos definir la ambición máxima de la tarea política que nos espera: por primera vez en la historia debiera verificarse la primera hipótesis –que la revolución evitará la guerra– en lugar de la segunda –que una guerra llevará a la revolución–. Efectivamente, fue la segunda hipótesis la que se materializó en Rusia en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y en China, en el contexto de la Segunda. Pero, ¡con qué costo! ¡Y con qué consecuencias a largo plazo!”.

Los límites de la política realista

Para civilizar a nuestras civilizaciones será necesario un cambio social radical, de hecho, una revolución. Pero no podemos darnos el lujo de esperar que una nueva guerra lo cause. El resultado mucho más probable sería el fin de la civilización como la conocemos y la organización de los supervivientes (si los hay) en pequeños grupos autoritarios. No debemos hacernos ilusiones: en algún sentido básico, la tercera guerra mundial ya comenzó, aunque de momento aún se combate en su mayor parte a través de representantes.

Los pedidos de paz no son suficientes. La “paz” no es un término que nos permita derivar la distinción política clave que necesitamos. Los ocupantes siempre desean sinceramente que haya paz en el territorio que capturaron. Los nazis alemanes querían paz en la Francia ocupada, Israel quiere paz en la Cisjordania ocupada, y el presidente ruso Vladimir Putin quiere paz en Ucrania. Por eso alguna vez el filósofo Étienne Balibar dijo que “el pacifismo no es una opción”. La única forma de impedir otra Gran Guerra es evitar el tipo de “paz” que requiere constantes guerras locales para subsistir.

¿En quién podemos confiar ante estas circunstancias? ¿Debemos confiar en los artistas y pensadores, o en los pragmáticos profesionales de la realpolitik? El problema de los artistas y los pensadores es que también ellos pueden sentar las bases para la guerra. Recordemos los versos de William Butler Yeats: “he extendido mis sueños bajo tus pies; / pisa suavemente, pues andas sobre mis sueños”. Debiéramos aplicar esas líneas a los propios poetas. Cuando extienden sus sueños bajo nuestros pies deben hacerlo cuidadosamente, porque habrá personas reales que los leerán y actuarán de acuerdo con ellos. Recordemos que el mismo Yeats flirteó continuamente con el fascismo y hasta llegó a expresar su aprobación por las leyes antisemitas alemanas de Núremberg de agosto de 1938.

La reputación de Platón sufre porque afirmó que se debía echar a los poetas de la ciudad. Sin embargo, es un consejo bastante sensato a juzgar por la experiencia de las últimas décadas, en las que el pretexto de la limpieza étnica fue preparado por poetas y “pensadores” como el ideólogo residente de Putin, Aleksandr Dugin. Ya no existe la limpieza étnica sin poesía, porque vivimos en una era supuestamente posideológica. Como las grandes causas laicas ya no logran movilizar a la gente hasta la violencia masiva, es necesario un motivo sagrado mayor. La pertenencia religiosa o étnica funciona perfectamente para ello (los ateos patológicos que cometen asesinatos en masa por placer son raras excepciones).

La política realista no es una guía mejor. Se convirtió en una mera coartada para la ideología, que suele evocar alguna oscura dimensión tras el velo de apariencias para oscurecer el crimen que se comete abiertamente. Esta doble mistificación se suele anunciar describiendo una situación como “compleja”. Un hecho obvio –digamos, una brutal agresión militar– se relativiza evocando “un trasfondo mucho más complejo”. El acto de agresión es en realidad un acto de defensa.

Esto es exactamente lo que ocurre en la actualidad. Rusia obviamente atacó a Ucrania, obviamente ataca a civiles y desplaza a millones de personas. Sin embargo, los comentaristas y expertos buscan ansiosos la complejidad tras todo esto.

Por supuesto que hay complejidad, pero eso no cambia el hecho básico de que Rusia hizo esas cosas. Nuestro error fue no interpretar con suficiente literalidad las amenazas de Putin; pensamos que simplemente jugaba a la manipulación estratégica y las políticas suicidas. Nos recuerda al conocido chiste que cuenta Sigmund Freud: “Dos judíos se encuentran en un vagón de tren en una estación en Polonia. ‘¿A dónde vas?’, pregunta uno. ‘A Cracovia’, es la respuesta. ‘¡Qué mentiroso!’, dice el primero. ‘Si dices que vas a Cracovia, quieres que crea que vas a Leópolis, pero sé, de hecho, que vas a Cracovia. ¿Por qué me mientes entonces?’”.

Cuando Putin anunció una intervención militar, no lo tomamos literalmente cuando dijo que quería pacificar y “desnazificar” Ucrania. El reproche de los desilusionados estrategas “profundos” es: “¿Por qué nos dijiste que ibas a ocupar Leópolis cuando, de hecho, ibas a ocupar Leópolis?”.

Esta doble mistificación deja al descubierto el fin de la política realista. Como regla, la política realista se opone a la ingenuidad de vincular la diplomacia y la política exterior a (la propia versión) de los principios morales o políticos. Sin embargo, en la situación actual, esta realpolitik es ingenua. Es ingenuo suponer que la otra parte, el enemigo, también procura llegar a un acuerdo pragmático limitado.

Fuerza y libertad

Durante la Guerra Fría, las normas para el comportamiento de las superpotencias estaban claramente delineadas por la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada (DMA). Cada superpotencia podía estar segura de que, si se decidía a lanzar un ataque nuclear, la otra parte respondería con total fuerza destructiva. Por eso, ninguna de las partes inició una guerra contra la otra.

Por el contrario, cuando Kim Jong-un, de Corea del Norte, habla de asestar un golpe devastador a Estados Unidos, uno no puede más que preguntarse cómo percibe su situación. Habla como si no fuera consciente de que su país (y él mismo) serían destruidos. Es como si jugara a un juego completamente distinto llamado Selección de Objetivos de Utilización Nuclear (SOUN), en el que se puede destruir quirúrgicamente la capacidad nuclear del enemigo antes de que logre contraatacar.

Durante las últimas décadas, hasta Estados Unidos osciló entre la DMA y la SOUN. Aunque actúa como si siguiera confiando en la lógica de la DMA en sus relaciones con Rusia y China, se vio tentado a veces por la estrategia SOUN frente a Irán y Corea del Norte. Con sus indicios del posible lanzamiento de un ataque nuclear táctico, Putin sigue el mismo razonamiento. El propio hecho de que la misma superpotencia movilice dos estrategias directamente contradictorias demuestra el carácter fantástico de todo eso.

Desafortunadamente para el resto de nosotros, la locura de la DMA pasó de moda. Las superpotencias se provocan cada vez más entre sí y experimentan con el uso de representantes mientras intentan imponer su propia versión de las normas mundiales. El 5 de marzo Putin declaró que las sanciones impuestas a Rusia “equivalen a una declaración de guerra”, pero ha afirmado reiteradamente desde entonces que el intercambio económico con Occidente debe continuar, destacando que Rusia mantiene sus compromisos financieros y sigue enviando hidrocarburos a Europa Occidental.

En otras palabras, Putin está tratando de imponer un nuevo modelo de relaciones internacionales. En vez de guerra fría debiera haber una paz caliente: un estado de guerra híbrida permanente en el que las intervenciones militares se declaran disfrazadas de misiones humanitarias y de paz.

La Duma (el parlamento ruso) declaró el 15 de febrero su “rotundo apoyo consolidado a las medidas humanitarias adecuadas para proporcionar asistencia a los residentes de ciertas áreas de las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk que expresaron su deseo de hablar y escribir en el idioma ruso, que desean que se respete su libertad religiosa y que no apoyan las acciones de las autoridades ucranianas que violan sus derechos y libertades”.

¿Con qué frecuencia escuchamos argumentos similares en el pasado para las intervenciones lideradas por Estados Unidos en América Latina, Medio Oriente y África del Norte? Mientras Rusia bombardea ciudades y salas de maternidad en Ucrania, el comercio internacional debe continuar. Fuera de Ucrania debe seguir la vida normal. Esto es lo que significa tener una paz global permanente sustentada en eternas intervenciones de paz en lugares aislados del mundo.

¿Puede alguien ser libre en tal situación? Siguiendo a Hegel, debemos distinguir entre la libertad abstracta y la concreta, que coinciden con nuestras nociones de autonomía y libertad. La libertad abstracta es la capacidad de hacer lo que uno quiera independientemente de las normas y costumbres sociales; la libertad concreta es la libertad conferida y mantenida por las normas y costumbres. Puedo caminar libremente por una calle transitada sólo si estoy razonablemente seguro de que los demás se comportarán de manera civilizada conmigo: los conductores obedecerán las normas de tránsito y los demás peatones no me asaltarán.

Pero hay momentos de crisis en los que la libertad abstracta debe intervenir. En diciembre de 1944, Jean-Paul Sartre escribió: “Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana. Habíamos perdido todos nuestros derechos... en primer lugar, la libertad de expresión. Nos insultaban a la cara. [...] Por esa razón, precisamente, la Resistencia fue una democracia verdadera; tanto el soldado como el jefe corrían el mismo peligro, la misma responsabilidad, la misma libertad absoluta dentro de la disciplina”.

Sartre describía la autonomía, no la libertad. La libertad se logró con el regreso de la normalidad de posguerra. Actualmente en Ucrania, quienes combaten la invasión rusa tienen autonomía y luchan por la libertad. Pero esto plantea la pregunta de cuánto tiempo puede durar esa distinción. ¿Qué pasa si millones de personas más deciden que deben violar libremente las normas para proteger su libertad? ¿No es esto lo que llevó a una turba trumpista a invadir el Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021?

El Gran Juego que no lo es tanto

Aún carecemos de una palabra adecuada para el mundo actual. Por su parte, la filósofa Catherine Malabou cree que estamos asistiendo al inicio del “giro anarquista” del capitalismo: “De qué otra forma podemos describir fenómenos tales como las monedas descentralizadas, el fin del monopolio estatal, la obsolescencia del papel de los bancos como mediadores, y la descentralización bursátil y de las transacciones?”.

Esos fenómenos pueden parecer atractivos, pero con la gradual desaparición del monopolio estatal, también desaparecerán los límites impuestos por el Estado a la explotación despiadada y la dominación. Aunque el anarcocapitalismo busca la transparencia, también “autoriza simultáneamente el uso a gran escala, pero opaco, de los datos, la web oscura y la fabricación de información”.

Para evitar este descenso al caos, señala Malabou, las políticas transitan cada vez más por una senda de “evolución fascista [...] junto con la excesiva acumulación de seguridad y militar que la acompaña”. Esos fenómenos no contradicen un avance hacia el anarquismo, sino que indican precisamente la desaparición del Estado –que, una vez eliminada su función social, expresa la obsolescencia de su fuerza a través del uso de la violencia–. El ultranacionalismo señala entonces la agonía mortal de la autoridad nacional.

Vista en esos términos, la situación ucraniana no es la de un Estado nación que ataca a otro, sino que Ucrania está siendo atacada como entidad cuya propia identidad étnica es negada por el agresor. La invasión se justifica en términos de esferas de influencia geopolítica (que a menudo se extienden mucho más allá de las esferas étnicas, como en el caso de Siria). Rusia se niega a usar la palabra “guerra” para su “operación militar especial” no sólo para minimizar la brutalidad de su intervención sino, sobre todo, para dejar en claro que no corresponde a este caso el de la guerra en el sentido antiguo de un conflicto armado entre estados nación.

El Kremlin quiere que creamos que simplemente está garantizando la “paz” en lo que considera su esfera geopolítica de influencia. De hecho, ya está interviniendo a través de sus representantes en Bosnia y Kosovo. El 17 de marzo, el embajador ruso en Bosnia, Igor Kalabukhov, explicó que “si Bosnia decide convertirse en miembro de cualquier alianza [como la OTAN], se trata de una cuestión interna. Nuestra respuesta es otro asunto. El ejemplo de Ucrania muestra qué esperamos. Si hay una amenaza, responderemos”.

Además, el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergei Lavrov, llegó incluso a sugerir que la única solución integral sería la completa desmilitarización de Europa, dejando a Rusia con su ejército a cargo de mantener la paz con intervenciones humanitarias ocasionales. En la prensa rusa abundan ideas similares. Como explicó el comentarista político Dmitry Evstafiev en una reciente entrevista con una publicación croata: “Nace una nueva Rusia que deja en claro que no percibe a Europa como socio. Rusia tiene tres socios: Estados Unidos, China e India. Para nosotros, ustedes [Europa] son un trofeo que dividiremos con los estadounidenses. Ustedes todavía no se dieron cuenta, pero nos estamos acercando a ese punto”.

Dugin, el filósofo de la corte de Putin, basa la postura del Kremlin en una rara versión de relativismo historicista. En 2016 dijo:

“La posmodernidad muestra que todo aquello que consideramos verdades depende de nuestras creencias. Creemos entonces en lo que hacemos, creemos en lo que decimos. Y esa es la única manera de definir a la verdad. Tenemos entonces nuestra verdad especial rusa, ustedes tienen que aceptarla [...]. Si Estados Unidos no quiere empezar una guerra, tiene que reconocer que Estados Unidos ya no es el único amo. Y [con] la situación en Siria y Ucrania, Rusia dice ‘Ya no eres mi jefe’. Esa es la cuestión, ¿quién manda en el mundo? Sólo se puede decidir realmente con la guerra”.

Esto nos lleva a una pregunta obvia: ¿Qué pasa con la gente de Siria y Ucrania? ¿No pueden también elegir sus verdades y creencias, o son sólo un espacio donde juegan –o combaten– los grandes “jefes”? El Kremlin diría que no influyen en la gran división del poder. Dentro de las cuatro esferas de influencia sólo hay intervenciones para mantener la paz. La verdadera guerra sólo tiene lugar cuando los cuatro grandes jefes no logran ponerse de acuerdo en cuanto a las fronteras de sus esferas, como en el caso de los reclamos chinos por Taiwán y el Mar de la China Meridional.

El nuevo desalineamiento

Pero si sólo nos moviliza la amenaza de la guerra –y no las amenazas al medioambiente– tal vez no valga la pena conseguir la libertad que tendríamos si gana nuestro bando. Enfrentamos una decisión imposible: si transigimos para mantener la paz, alimentamos el expansionismo ruso (que sólo quedará satisfecho con la “desmilitarización” de toda Europa), pero si respaldamos un enfrentamiento total corremos el riesgo de precipitar una nueva guerra mundial. La única solución es cambiar la lente a través de la cual percibimos la situación.

Si bien el orden mundial liberal capitalista obviamente se acerca a una crisis en muchos niveles, se está simplificando peligrosamente la guerra en Ucrania con falsedades. Los problemas mundiales como el cambio climático no tienen cabida en la trillada narrativa de un choque entre países bárbaros y totalitarios, y el Occidente civilizado y libre. Sin embargo, las nuevas guerras y los conflictos entre las grandes potencias también son reacciones a esos problemas. Si la cuestión es la supervivencia en un planeta en problemas, debiéramos asegurarnos una situación más sólida que los demás. Lejos de ser el momento en que la verdad se aclara y cuando el antagonismo básico queda al desnudo, la crisis actual es un momento de profunda decepción.

Aunque debiéramos apoyar firmemente a Ucrania, debemos evitar la fascinación con la guerra que claramente se apoderó de la imaginación de quienes buscan una confrontación abierta con Rusia. Necesitamos algo como un nuevo movimiento no alineado, no en el sentido de que los países deben ser neutrales en la guerra en curso, sino con la idea de que debemos cuestionar por completo la noción del “choque de civilizaciones”.

Según Samuel Huntington, quien acuñó ese término, el escenario para el choque de civilizaciones se preparó al final de la Guerra Fría, cuando la “cortina de hierro ideológica” fue reemplazada por una “cortina de terciopelo cultural”. A primera vista, esta oscura visión puede parecer el extremo opuesto a la tesis del fin de la historia que propuso Francis Fukuyama ante el colapso del comunismo en Europa. ¿Qué podría ser más distinto de la idea pseudohegeliana de Fukuyama de que el mejor orden social que la humanidad es capaz de diseñar se había revelado finalmente como la democracia liberal capitalista?

Ahora podemos ver que ambas visiones son totalmente compatibles: el “choque de civilizaciones” es la política que llega al “final de la historia”. Los conflictos étnicos y religiosos son el tipo de lucha que se ajusta al capitalismo global. En una era de “pospolítica” –cuando la política propiamente dicha es gradualmente reemplazada por una administración social experta–, las únicas fuentes legítimas restantes de conflicto son culturales (étnicas y religiosas). El auge de la violencia “irracional” es consecuencia de la despolitización de nuestras sociedades.

Dentro de este horizonte limitado, es cierto que la única alternativa a la guerra es una coexistencia pacífica de civilizaciones (de distintas “verdades”, en palabras de Dugin, o, para usar un término actualmente más popular, de distintos “estilos de vida”). Esto implica que los matrimonios arreglados, la homofobia o la violación de las mujeres que se atreven a salir solas son tolerables si ocurren en otro país, siempre que ese país esté completamente integrado al mercado mundial.

El nuevo desalineamiento debe ampliar el horizonte, reconociendo que nuestra lucha debiera ser mundial y recomendando que no caigamos en la rusofobia, cueste lo que cueste. Debemos ofrecer nuestro apoyo a quienes protestan contra la invasión dentro de Rusia. No son un círculo abstracto de internacionalistas, son los verdaderos patriotas rusos: quienes verdaderamente aman a su país y están profundamente avergonzados por su país desde el 24 de febrero. No hay ningún dicho más moralmente repulsivo y políticamente peligroso que: “Mi país, equivocado o no”. Desafortunadamente, la primera víctima de la guerra en Ucrania fue la universalidad.

Slavoj Zizek es profesor de Filosofía en la European Graduate School y director internacional del Instituto Birkbeck de Humanidades en la Universidad de Londres. Traducción al español por Ant-Translation. Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org.

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