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Ricardo Nunes, del Movimiento Democrático Brasileño, en una conferencia de prensa durante las elecciones municipales en San Pablo, Brasil.

Foto: Nelson Almeida, AFP

Derrota y cambio de rumbo: en Brasil el fiasco electoral del gobierno es dramático y expone la necesidad de un cambio de dirección

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Sin embargo, Hacienda insiste en el error y podría convertir a Lula en rehén del rentismo y del centrão. Hay alternativas, pero el presidente no tiene mucho tiempo para buscarlas.

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Incluso cuando se predicen, las derrotas graves son dolorosas. Aunque Lula gobierna el país, los partidos de izquierda y de centro izquierda cerraron el domingo las elecciones de este año eligiendo sólo a tres de 26 alcaldes de la capital, una caída abrupta respecto a los 14 de 2012, e incluso por debajo de los seis de 2020, bajo el mandato de Jair Bolsonaro. La izquierda perdió bastiones históricos como Diadema (SP), donde gobernó durante 32 años en las últimas cuatro décadas y eligió, en todo el país, un número menor de alcaldes que el logrado hace cuatro años. En la primera vuelta, el PL de Jair Bolsonaro fue el partido más votado (con el 13,95% de los votos), gracias a su ascenso en las grandes ciudades; y el PT, apenas sexto (con el 7,79%).

Pero en el cálculo general de los municipios prevalecieron los cuatro partidos del centrão, cuyo compromiso con las agendas neoliberales, en la economía, y conservadoras, en las costumbres, es indiscutible. PSD, MDB, PP y União Brasil ganaron juntos en 3.097 ciudades, casi 11 veces más que la federación formada por PT, PCdoB y PV. En el nordeste, un bastión tradicional lulista, el PT y el PSB eligieron sólo dos ayuntamientos, en comparación con siete para el centrão (5) y el PL (2) combinados. En San Pablo, la coalición formada en torno a Ricardo Nunes ganó en todos los distritos electorales de las afueras, excepto dos. En todo el país, las encuestas sugieren que la derecha y el centrão han logrado avances entre los votantes jóvenes, revirtiendo una tendencia histórica.

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Aunque es necesario enumerar muchos factores (incluidos los internacionales) para buscar las razones del fiasco, uno parece claro. En sus primeros dos años, el gobierno de Lula no pudo estar a la altura de las esperanzas de comenzar la reconstrucción nacional, superando el interregno de reveses abierto por el golpe de 2016 y ampliado por Bolsonaro. Las condiciones fueron difíciles desde el principio, pero el Palacio de Planalto se acomodó a la correlación de fuerzas existente, en lugar de intentar cambiarla. La movilización popular, su principal herramienta para lograrlo, fue siempre despreciada.

Esto tuvo dos consecuencias, desastrosas y complementarias. Las instituciones conservadoras, que actúan como barreras para que las élites mantengan los privilegios y la desigualdad, nunca se han sentido presionadas a hacer concesiones. Un ejemplo típico es el Banco Central. Muy pronto, sus líderes –nombrados por Bolsonaro y abiertamente partidarios del expresidente– se dieron cuenta de que, aunque criticaba las tasas de interés, Lula no las sometería a restricciones reales, del mismo modo que no movilizaría los bancos públicos para aliviar los impagos y la captura de centavos de la población endeudada. Lo mismo ocurrió con las concesionarias privadas del sector eléctrico o, en mucha mayor escala, con el Congreso Nacional, donde se procesan sin tensiones agendas antipopulares.

El segundo efecto es que, al no abrir una disputa contra los conservadores, Lula es visto como uno más de ellos; en otras palabras, parte de la minoría que se enriquece mientras el país languidece. En un escenario de crisis prolongada, esta identificación da lugar a fenómenos extraños, ya que otorga a la derecha la muy poderosa bandera de “antisistema”. Como en San Pablo, donde una parte importante del electorado atribuyó esta imagen a Pablo Marçal –un millonario que se identifica como el hombre más rico del mundo– y no a Guilherme Boulos, cuya figura se asoció a la del jefe de gobierno.

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El escaso poder de Lula 3 se debió sobre todo a la obsesión del ministro de Hacienda por un “ajuste fiscal”, materializado en el “déficit primario cero”. En un país empobrecido y reprimarizado, la inversión pública puede ser la principal palanca del gobierno para mejorar las vidas de la mayoría, renovar la infraestructura y crear millones de empleos decentes. Además, los conservadores tienen enormes dificultades para oponerse a ella. Imagínense el impacto que tendrían en la sociedad y en el Congreso propuestas como la garantía de escuelas públicas de tiempo completo, la extensión de los Equipos de Salud de Familia a todo el territorio nacional, la duplicación de redes de metro, la descontaminación de los ríos y la contratación de todos los profesionales necesarios para estas tareas.

En lugar de abrazar proyectos como estos, el Tesoro optó por aplicar una “disciplina” que sólo beneficia a los rentistas (China, por ejemplo, ha mantenido déficits fiscales del 3% anual durante décadas y acaba de aumentarlos; la Unión Europea debate en este preciso momento el Plan Draghi, que podría subir el déficit anual hasta el 5% del PIB; Estados Unidos registrará un déficit del 7,3% en 2024). Las elecciones expusieron los resultados políticos de esa opción. Lula conserva una popularidad media. Pero la capacidad que tuvo, en sus dos primeros mandatos, de señalar nuevos tiempos para la mayoría (“nunca antes en la historia de este país”) y movilizar al electorado a favor de su campo político desapareció. Sensible al descenso, el presidente se retiró durante la campaña. Y esta contracción podría consolidarse si prospera el movimiento que el propio Fernando Haddad articuló en las últimas semanas. Si se implementa, alterará definitivamente el carácter mismo del gobierno.

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Hacia el 10 de octubre, cuando el ministro de Finanzas dio comienzo a la fase crucial del movimiento iniciado cuatro meses antes, los resultados de las urnas ya estaban esbozados. Haddad sabía, por tanto, que sus acciones incidirían en un escenario de derrota electoral del gobierno y el inicio de definiciones hacia 2026. Decidió seguir adelante.

El 15 de octubre, algunas de las columnas periodísticas más prestigiosas del país –en particular, las de Mônica Bergamo y Míriam Leitão– publicaron entrevistas en las que el ministro admitió públicamente, por primera vez, su deseo de promover “recortes estructurales” en el gasto social de la Unión. Las medidas exactas, dijo a los periodistas, estaban sobre el escritorio de Lula (o llegarían en los días siguientes), después de haber sido diseñadas durante mucho tiempo por su ministerio y el de Planificación, encabezado por Simone Tebet. Se harían después de las elecciones.

Pero los elementos del menú eran claros. Fin de los dispositivos que garantizan a Salud y Educación porcentajes mínimos del Presupuesto. Restricciones al Beneficio de Pago Continuo (BCP), la jubilación de los más pobres. Recortes al seguro de desempleo. En determinadas versiones, el fin del ancla que protege las jubilaciones, vinculándolas a la evolución del salario mínimo. Correspondería a Lula elegir. Pero en todo momento el ministro insistió en “ver razones” en la presión del mercado financiero para un mayor ajuste del gasto público. Insinuó que, si esa presión fuese satisfecha, podría manifestarse “interés internacional” en busca de “ventajas comparativas que tengan que ver con nuestra matriz productiva y energética”. Un brindis con ENEL y sus homólogos.

Sin embargo, la maniobra aún no estaba completa. Al día siguiente, el 16 de octubre, Haddad llevaría a los mayores banqueros del país a reunirse con Lula, por primera vez. El acuerdo, dice la periodista y analista María Cristina Fernández en Valor, venía siendo preparado por el ministro y Febraban (Federación Brasileña de Bancos) desde junio. En otras palabras: las entrevistas del día anterior pretendían reforzar el encuentro, creando sinergia entre ambos eventos. Y así fue. La propia María Cristina informó más tarde que, aunque también abordaron temas secundarios (como el efecto de los retiros de ahorros sobre el crédito inmobiliario y la regulación de las apuestas), los banqueros quisieron subrayar, sobre todo, su apoyo a la cruzada de Haddad por el recorte “estructural” del gasto público. [Nadie tocó, por cierto, un tema tabú: el hecho de que los intereses pagados por el Estado a un puñado de rentistas corresponden, cada año, a 2,5 veces el presupuesto federal de la Salud, que atiende a 210 millones de personas en 5.600 municipios].

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La economía necesita encontrarse con la política. De cara a las elecciones, ¿cuál será el perfil del gobierno de Lula si acepta el significado del paquete propuesto por el ministro de Hacienda? ¿Y qué escenario se presupone en esta “conversión” del presidente?

En la izquierda, las pérdidas de Lula serán inevitables. En grupos de internet vinculados a la defensa del SUS (Sistema Único de Salud), por ejemplo, ya circulan manifiestos contra el fin de la garantía de fondos para la salud pública, que incluso cuentan con el apoyo de exministros de Lula y Dilma. Sin embargo, es posible que Haddad (y quizás su superior) haga otros cálculos. En estas cuentas hipotéticas, la izquierda no tendrá otra alternativa: se tragará el recorte de fondos y de derechos, ya que se verá obligada a apoyar a Lula (o a su eventual candidato sucesor) contra la ultraderecha en 2026.

Y el diseño de la contienda presidencial, dentro de dos años, será muy diferente al vivido en 2022. De un lado estará la ultraderecha. Del otro, Lula (o un sucesor). El Frente Amplio que lo apoyará ya no tendrá como columna vertebral la izquierda y la centroizquierda. Basta mirar la composición del Congreso (y los alcaldes recién elegidos) para comprobarlo. En este nuevo acuerdo, el centrão dará las cartas. Gilberto Kassab (PSD) y Baleia Rossi (MDB) serán los ministros más poderosos, o las eminencias grises. Corresponderá a la izquierda ayudar, tanto en el ministerio como –mucho más importante– en la definición de los planes de gobierno.

***

¿Estamos condenados a tan poco? La primera respuesta depende de Lula. ¿Se conformará con ese papel? ¿Aceptará –al igual que Gabriel Boric en Chile, Emmanuel Macron en Francia, Alberto Fernández en Argentina u Olaf Scholz en Alemania– el papel de figura decorativa, recordando que hubo vida y audacia donde ahora sólo quedará subordinación? Lo sabremos en las próximas semanas.

¿Y si sucumbe? ¿Estaremos dispuestos a cambiar nuestros proyectos y sueños de un país reconstruido por un puñado de ministerios de consuelo? ¿O, peor aún, ser parte de un proyecto que, por su propia claudicación, no sobrevivirá a la ola de ultraderecha?

En las últimas semanas han surgido, entre personajes de una izquierda insumisa, consideraciones en el sentido de que este destino no es digno ni aceptable. Las próximas semanas y meses dirán si esta audacia tiene futuro.

Este artículo se publicó originalmente en Outras Palavras.

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