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Otras preguntas sobre Siria: ¿qué pasará con los cristianos de Medio Oriente?

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En la Mezquita de los Omeyas, en el corazón mismo de Damasco, lugar de enorme importancia tanto para el pueblo sirio como para todo el mundo musulmán, un hombre, que apenas ronda los 40 años, da un discurso emocionado, rodeado por una muchedumbre ferviente y encendida. Su nombre: Abu Mohammed al Jawlani; su logro: haber derrocado al dictador de su país y estar, al menos hasta hoy, en las puertas de un nuevo gobierno en lo que hasta ahora se ha llamado la República Árabe de Siria.

Poco más de dos semanas han transcurrido desde que HTS (Hay’at Tahrir al-Sham, la organización que Al Jawlani lidera) realizó un hito militar al tomar en una operación relámpago las principales rutas del país árabe y llegar con una fuerza vertiginosa hasta la capital, Damasco, donde un ya acéfalo gobierno los esperaba. Luego de 54 años en el poder, la dinastía Al Assad ha caído, víctima de su incapacidad para recuperarse de una larga guerra civil y un caótico panorama regional, y hoy su último heredero, Bashar al Assad, se encuentra desaparecido, probablemente exiliado en Moscú, su único aliado internacional.

En estas horas, sobran lecturas respecto de lo que Levante y el mundo entero viven tras los acontecimientos de Damasco. Muchos se han apresurado a soñar desde Occidente que estos hombres que hoy han hecho ondear la bandera rebelde sobre Mezzeh (el enorme palacio presidencial de los Al Assad) construirán, sobre las ruinas de una dictadura panarabista, una república liberal, con elecciones y libertades civiles de corte europeo. Pero nada está más lejos de la realidad. HTS se encuentra dentro del espectro islamista, siendo herederos de Al Qaeda en la región, y están lejos de llegar a constituir una autoridad nacional. Son los artífices del golpe de gracia, pero no los líderes de lo que vendrá.

El futuro, desde ahora, parece ser más que incierto. Lo que una Siria sin gobierno central representa no es más que lo que muchos países de Oriente Próximo han sabido vivir: el caos institucional, la anarquía, el surgimiento de caudillos y la fragmentación.

En un país donde no existe soberanía sobre las fronteras, ni un Estado unificado y fuerte, ni autoridad legítima ni imperio de la ley, poco puede esperarse. El noreste controlado por el pueblo kurdo, último bastión de cordura en Oriente, hoy peligra más que nunca frente a grupos vinculados directa o indirectamente a la República Turca que le ha declarado una guerra indiscutiblemente genocida. El resto del país, dejado a su suerte, hoy está en manos de HTS, grupos esporádicos del viejo Daesh y, sorprendentemente, de Israel (que aprovechando su oportunidad, ha retomado los Altos del Golán para sí). En general, el panorama no es para nada alentador.

Me permitiré, sin embargo, plantear otras preguntas respecto del destino de Levante.

Apenas a unas cinco o seis cuadras de la Mezquita de los Omeyas, se encuentran otros dos centros de fe de la población siria: la Catedral Mariamita de Damasco y la Catedral de Nuestra Señora de la Dormición, sedes de la iglesia ortodoxa y la iglesia católica en el país. Cerca del 15% de la población siria es parte de alguna de estas dos confesiones cristianas, que hunden sus raíces en la historia de la región desde hace, al menos, 1.600 años, antes incluso de la creación del islam.

Decir que estas comunidades están adaptadas a la persecución y la muerte no será noticia: habiendo subsistido durante siglos bajo gobiernos musulmanes de distinta índole, en un ecosistema poco agradable para las minorías religiosas, estos cristianos son imágenes contemporáneas de los antiguos mártires humillados en tiempos de Roma. De todas formas, Siria, lugar de nacimiento de siete papas católicos y decenas de santos, ha sido, en los últimos años, uno de los últimos reductos en que la comunidad cristiana ha podido expresarse con cierto grado de libertad (es decir: expresarse sin ser perseguidos y asesinados por ello).

Los gobiernos de la dinastía dictatorial Al Assad pregonaban aquella extraña idea del “socialismo nacional” árabe, el baazismo, que, entre sus postulados más o menos cuestionables, era decididamente secular, dejando fuera del Estado a cualquier autoridad religiosa. En Medio Oriente esto supone dejar fuera la ley sharia, las autoridades eclesiásticas musulmanas y, especialmente, dejar fuera la persecución con motivo religioso, que es moneda corriente en la mayoría de los gobiernos de la región.

Con la caída del régimen, es difícil saber qué les depara a estas comunidades, que se han visto expulsadas paulatinamente de sus pueblos de origen. Líbano, Jordania, Palestina y, en menor medida, Irak han sabido tener una presencia cristiana considerable, pero la guerra, el extremismo religioso musulmán, la pobreza y la persecución han empujado a estas minorías a una de tres opciones: dejar su tierra, dejar su fe o, tristemente, dejar su vida aferrándose a ellas.

El hito que HTS ha cometido en estos últimos días es loable, en tanto que supone la caída de un régimen dictatorial, cuyo yugo ya no apretará el cuello del pueblo sirio. Pero quedan dudas respecto de qué supondrá esto para las minorías religiosas. Con el gobierno sirio en manos de extremistas y Levante en estado de guerra perpetua, ¿qué les queda a quienes depositan su fe en otro Dios? ¿Qué futuro les depara a aquellos que ya no son recibidos en las ciudades que sus antepasados fundaron? ¿Dónde se resguardarán los cristianos de esta tormenta?

Es difícil imaginarse un Medio Oriente distinto de este que hoy vemos. Es difícil imaginar a un nuevo gobierno dando respuestas a estas u otras preguntas que surgen hoy. La posibilidad de una nueva guerra civil es seria. La intervención de países como Turquía, Israel e Irán en la región es cada vez mayor, y el número de desplazados y de muertos, que ven aplastados sus sueños bajo el peso de las armas, no para de subir. Pero es nuestra responsabilidad, la de aquellos que aún tienen fe, imaginar que hay otra vida distinta, otra realidad posible, otra tierra prometida. Ojalá los últimos, algún día, sean los primeros.

Santiago Pérez es estudiante de Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho, Universidad de la República.

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