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Javier Milei, el 24 de junio, en Praga, República Checa.

Foto: Michal Cizek, AFP

En Argentina “existe una nueva subjetividad que encarna una rebeldía contra el Estado”

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El sociólogo y antropólogo Pablo Semán hace un balance provisional de medio año de gobierno libertario.

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Pasaron más de seis meses desde que el ultraderechista Javier Milei gobierna Argentina. El nuevo presidente “libertario” le imprimió un ritmo vertiginoso a la dinámica política, mientras los analistas aún se están preguntando qué es esto y cómo fue posible que una formación política de estas características llegara a la cima del poder. Un libro temprano que intentó responder a estos interrogantes se titula Está entre nosotros. ¿De dónde sale y hasta dónde puede llegar la extrema derecha que no vimos venir?, fue publicado por la editorial Siglo XXI a fines del año pasado y ya va por su quinta edición. Es un trabajo colectivo coordinado por el sociólogo y antropólogo Pablo Semán, que, además, es uno de los autores del libro.

En entrevista con la diaria, Semán hace un balance del gobierno de Milei, analiza el contexto global de una “rebeldía contra el Estado” que habilitó la emergencia de las extremas derechas sin dejar de marcar las especificidades locales. Discute la tesis de la “excepcionalidad argentina” que presuntamente bloqueaba las posibilidades de ascenso al poder de movimientos políticos de este tipo. Señala a los “mejoristas” como sujeto político y clave interpretativa de las nuevas subjetividades políticas y problematiza el rol del “progresismo” en esta deriva.

Se cumplieron seis meses desde la asunción de Milei. ¿Cómo ves al gobierno y al experimento político de conjunto?

Lo que sucede es bastante radical, anti derechos civiles, antiigualitario; un experimento bastante agresivo para con la Argentina como formación económico-social.

Hay algunas cosas que suceden y que incluso las escribimos como colectivo en nuestro libro, que están prefiguradas, como, por ejemplo, el carácter aceleracionista en el más estricto sentido teórico de un tipo que piensa que la libertad y la democracia son incompatibles. Nosotros lo planteamos con estas letras, estaba prefigurado. Ahora, lo difícil es ir viviendo con esa situación y sacando día a día las conclusiones prácticas.

En ese contexto, Milei –que cambió varias veces de plan económico en el camino– va adquiriendo cierto pragmatismo, pero dentro de una perspectiva en la que tiene muy alineados sus objetivos o sus maniobras tácticas con su estrategia. Entonces, todo tiene aceleración en el sentido de velocidad. Todo tiene vértigo y resulta muy destructivo, digamos, “del antiguo régimen”, al mismo tiempo que logra incorporar subordinadamente –por ahora– dentro de su égida a figuras de lo que bien podría llamarse “casta”.

Imaginarse que uno iba a vivir en un país donde los derechos civiles estuvieran en cuestión, donde hubiese un ajuste que fuese bastante tolerado, es difícil. O, mejor dicho, uno podía imaginárselo, pero otra cosa es vivirlo. Todos los argumentos que dimos acerca de por qué podía aceptarse el ajuste se vieron más que convalidados. A partir de la llegada de Milei al gobierno, pudimos avizorar razones complementarias de las que ya teníamos para entender por qué se podía aceptar el ajuste. Entonces, uno podía prefigurar en general el sentido e incluso las coordenadas del futuro de la Argentina hace seis meses para este momento, pero es muy difícil vivirlo. Todo esto creo que impacta sobre nuestra capacidad de análisis.

En las detenciones de la movilización contra la Ley Bases, ¿observaste un salto en el terreno represivo comparado con momentos similares anteriores?

Desde el inicio planteé que este gobierno no era de ajuste y represión, sino de represión y ajuste. Se inauguró con un hecho represivo medio calcado de las distopías de ficción, con anuncios en altoparlantes de estaciones de trenes vacías, ocho días después de que asumió. [El 20/12 del año pasado, frente a la primera manifestación, el Ministerio de Seguridad amenazaba mediante altoparlantes en las estaciones con una voz en “off” que advertía que quien participara en la marcha perdería su plan social estatal]. Era una expresión que consistía en la promesa de reprimir, que después sucedió en algunas manifestaciones que desbordaron o superaron esa intención represiva.

Puede haber un salto cualitativo porque las últimas detenciones fueron “al voleo” y a la salida y medio “a traición”, sumado al montaje de incidentes para legitimar la represión. No hay una amenaza, en principio, legal a los derechos civiles, pero sí una amenaza práctica porque quieren aumentar al máximo el costo de la movilización política.

En ese contexto, creo que hay gente que cree que todos los fuegos son el mismo fuego y escuché personas que decían que si uno afirmaba que había infiltrados se estaba desprestigiando la movilización. Hay que evitar una banalización de la protesta porque si no estamos mal preparados para confrontar ante un escenario que es al mismo tiempo simbólico y material de represión. Porque la coerción y el consenso no van separados: un maestro que lucha educa, pero un policía que pega palos también “educa”. La coacción construye o intenta construir su propio “consenso”.

Yendo a lo más general, había una percepción bastante extendida en los círculos académicos o politizados que afirmaba que la Argentina estaba inmunizada para este tipo de fenómenos políticos por diferentes razones: por la existencia del peronismo, por el entramado social, por la vitalidad de una sociedad civil densa, por la persistencia de una tradición de defensa de los derechos democráticos que viene de 1983. ¿Qué sucedió con todos esos argumentos?

Nosotros nunca creímos que Argentina fuese excepcional respecto de lo que venía pasando en América Latina y en el mundo. O sea, el peronismo, los juicios a los militares, [Lionel] Messi, [Diego] Maradona, no iban a evitar esto que pasó. Eso en primer lugar, pero creo que hay una especificidad, primero latinoamericana y segundo argentina.

Porque frente a la idea de que esto es global, yo digo: todo tiene escala global por lo menos desde 1492. Ahora, de ahí a pensar que esto es el producto de una especie de “internacional negra”, es como pensar que el kirchnerismo fue hijo del Foro de San Pablo, me parece que hay una distancia enorme. Esa es una teoría elitista de la política, una mirada que cree que política hacen solamente los dirigentes. Las “internacionales negras” de cualquier tipo no me parecen eficaces para explicar el fenómeno. Sí me parece que tiene efectos y causas globales que retroalimentan un circuito y que hay una concomitancia entre países con un eje en la crisis del Estado cercado por el capital. Esto viene ocurriendo, mínimo, desde 1967, que es el último año en el que la distribución del ingreso fue progresiva en Estados Unidos. Diría que es el inicio del fin de los “gloriosos 30 años”.

Otra cuestión global es la existencia de elementos de una subjetividad “internacional popular”, parafraseando a [Antonio] Gramsci, que encarna una rebeldía frente al Estado. Eso podría ser común a todas las derechas a nivel internacional, pero después hay algo específico de América Latina y que se traga las especificidades europeas.

En América Latina, sobre todo en Brasil y mucho más en Argentina, la centroderecha y la derecha confluyeron muy rápidamente. La teoría o la expectativa –que nosotros nunca tuvimos, pero otros sí– del “cerco sanitario” fue totalmente inviable. Eso tiene una razón, como lo demostró Denis Merklen –un sociólogo uruguayo que vive en Francia, pero que escribió un libro sobre Argentina que se titula Pobres ciudadanos–, y es que los países de América Latina tienen democracias de “ciudadanos pobres” que están muy frustrados. No es que no quieren la democracia, pero ven críticamente su funcionamiento. Conforman una caja de resonancia enorme porque asisten a una dinámica sociodemográfica articulada al funcionamiento del capital como generador de exclusión que no es la misma dinámica sociodemográfica que existe en Europa.

En el viejo continente, pese al tema de la inmigración y toda esa cuestión, hay una integración mayor. En todo caso, Europa se estará latinoamericanizando, pero América Latina sociodemográficamente –con su capitalismo dependiente– tiene una estructura de agregación de la población y una configuración del conflicto social totalmente diferente. A eso hay que añadirle el hecho de que el conflicto político también es diferente, porque en Europa hay límites extranacionales que no se ejercen en América Latina.

Vinculado con esto, cuando vos decís “América Latina” incluís a todos los países. Sin embargo, en la Argentina circulaba o circula una idea fuerte que dice que es diferente. De hecho, no pocos académicos o intelectuales discuten hasta ahora si Argentina se está “latinoamericanizando”. ¿Cuáles son las convergencias y diferencias?

Nadie es extraordinario o todos somos extraordinarios, creo que somos todos más o menos extraordinarios. Hay algunas características en las que encontramos parecidos de familia –que no son actuales– como para decir que Argentina nunca formó parte de América Latina.

Pensemos, por ejemplo, que Bolivia es un país que tuvo un movimiento obrero y después un movimiento popular tan protagónico como el argentino. Porque parecería que nuestro país fue el único lugar donde los obreros determinaron una revolución (para mí el peronismo fue una revolución). No, los mineros bolivianos tienen relatos e imágenes conmovedoras con los cartuchos de dinamita llegando a La Paz. Está bien, fue después del peronismo, pero eso existió.

No será lo mismo que una “revolución de élites” como la que hicieron los tenientes en Brasil en la década del 30, pero también es cierto que esos tenientes desencadenaron un movimiento que es el tenentismo, que tampoco es cualquier cosa. No era el mismo tipo de apoyo popular, ellos no lo procuraron, fue mucho más vertical y Getúlio Vargas no era Perón, eso es verdad, pero fue un movimiento importante. Uruguay también tuvo un movimiento popular destacado.

No cedería a esa voluntad de automistificación que tienen algunos compañeros peronistas que dicen de sí mismos que son los únicos en el mundo.

Hay parecidos en segmentos de convergencia, de congruencia, para no “excepcionalizar” a la Argentina, que siempre fue parte de América Latina en esas dinámicas políticas. Y no sólo en lo político, también en la esfera socioeconómica, y esto es más importante aún. El capitalismo argentino tampoco fue un capitalismo como el de Corea del Sur (como muchos sueñan), autosostenido en su despegue. Tiene todos los problemas de los capitalismos dependientes. En ese debate que se planteó hace como 30 años (o más) entre José Nun y Fernando Henrique Cardoso, el primero tenía razón en cuanto a las características del desarrollo del capitalismo en toda América Latina, incluyendo Argentina. Porque para Nun la capacidad de incorporación del capitalismo era menor y decreciente y el funcionamiento del capitalismo –en cuanto a la relación del capital y el trabajo– implica la puesta en movimiento subordinada de un conjunto de categorías sociales que forman parte de la realidad social latinoamericana (obreros, campesinos, pueblos originarios, mujeres). Muchos de esos, más explotados que la clase obrera. Todo eso, que es latinoamericano, nunca no fue argentino.

Ahora, también es cierto que la composición social de Argentina cambió muchísimo. El deterioro de la proporción del trabajo asalariado es notable, pero los problemas de creación de empleo o de reproducción a escala ampliada del capital se perciben desde finales de la década del 60. Hace poco el periodista Carlos Pagni publicó un librazo que es El nudo [Planeta, 2023] y es de los pocos que rescatan un dato que la sociología argentina había elaborado en los 80 justamente sobre este problema del empleo hacia el fin de los 60. Después viene una observación de José Nun en el 75 sobre el cuentapropismo y luego vienen todos los análisis de la fragmentación de la pobreza en los 80 y en los 90. La “latinoamericanización”, la informalidad, la crisis del régimen de la relación salarial vienen desde hace mucho más tiempo.

Venimos hablando de los cambios societales, pero en el libro ustedes hablan de una nueva sensibilidad política ¿Qué caracteriza a esa nueva sensibilidad?

A partir de la transformación societal hubo un proceso de mutación de las subjetividades políticas y el punto de llegada es la situación actual, en la que a la “clase política”, a la “casta” le creció a sus espaldas –sin que se diera cuenta– una mayoría. Esa mayoría es contraria, constituida centralmente por quienes están en relaciones laborales intermitentes, desprotegidas y en condiciones de trabajo que son precarias, contingentes. Una masa de trabajadores que vive muy al día o menos que al día. Esos ciudadanos, además, han hecho la experiencia de que sólo su propio esfuerzo los salva, mientras que en su percepción hay otros que reivindican derechos que funcionan para tan pocos que finalmente parecen privilegios.

Esa mayoría a la que yo llamo “mejorista” o donde ubico un sector muy dinámico de esa sensibilidad que es el “mejorismo” (que es la expectativa del progreso económico por el propio esfuerzo), en relación con el Estado, con la política y en relación con la economía, va adquiriendo los contrastes que la hacen liberal. Choca con el cepo (las trabas para la adquisición de dólares) y dice “el Estado me incomoda”; choca con la burocracia estatal que no puede gestionar nada de los derechos acordados y se hace más crítica del Estado; choca con la “clase política” que les promete cosas que no cumple y se hace crítica de la “clase política”.

Finalmente, esa mayoría que vive al día, que está desprotegida, también se siente constreñida por un Estado que interviene en su actividad, que le pide pero no le da; se encuentra frente a una “clase política” que comanda ese Estado y obstaculiza su funcionamiento. Enfrenta una economía que tiene una serie de regulaciones que para ellos obstaculizan su vida diaria.

Todo esto hace que esa transformación sociodemográfica esté acompañada, estructurada, por ese cambio de sensibilidad. También diría que muchas veces uno se encuentra con personas que pertenecen al régimen de la relación salarial, pero se hacen partidarias de esta sensibilidad mostrando que no hay una determinación última de la economía en la sensibilidad política.

En síntesis: los cambios sociales y sociodemográficos han estado vinculados –en relaciones de causa y efecto muy circulares– con cambios políticos y culturales.

Desde el punto de vista político, ¿cuál fue la responsabilidad del progresismo en todo esto? No para pegarle gratuitamente, sino para hacer un análisis que también incluya lo político.

En Argentina sucedió que el progresismo, que por distintas razones era bastante antiperonista, se terminó convirtiendo al peronismo y, además, terminó haciendo hablar al peronismo “por su espíritu”, a través de su propio espíritu o a través de su propio ser. No digo que el peronismo se haya reducido al progresismo, pero fue el progresismo una de las voces que encarnaron al peronismo en los últimos años y hay un matrimonio entre progresismo y peronismo de manera tal que el peronismo ya no puede decir que no es “progre” y no acogerse a todos los “pecados” del progresismo. A la vez, difícilmente podríamos encontrar progresistas que no sean peronistas (aunque algunos pocos quedan).

Por otro lado, hay otro sistema de diferenciación que incluye al progresismo de los más viejos, que tiene incluso en el cuerpo una memoria de la dictadura y la represión. Ese sector, en esta situación política, decía: “Tratemos de cuidar esto (la experiencia kirchnerista) porque nosotros sabemos de dónde venimos” y en parte porque lo vivían como la última batalla triunfal. Por las dos razones hacían una especie de defensa cerril del kirchnerismo y tenían una imposibilidad de mirar lo que funcionaba mal.

Ahora, hay una generación que se incorpora a la política a partir de los 2000 y que asumió un imaginario radical sin haber tenido una experiencia de lucha y de derrota. Yo creo que lo único que hace aprender a la gente es la derrota. Más bien durante más de 20 años marchamos como queríamos, para muchos las manifestaciones eran un “pícnic”. Ese progresismo tiene una disociación entre su radicalidad imaginaria y el carácter totalmente pequeñoburgués de su práctica. Lo digo yo que soy personalmente un tipo que se considera más bien reformista, no adhiero a radicalismos, pero al mismo tiempo no es que soy un reformista en los métodos: creo que hay que tener organización, temple, pertinacia, cierre organizativo y toda una serie de cosas que el progresismo se niega a tener de forma casi suicida. Porque si no los tenés para objetivos reformistas –que yo creo que hay que tenerlos–, ¡cómo no los vas a tener para objetivos radicales!

Me parece que el progresismo producido a partir del kirchnerismo padece de una ingenuidad enorme y de una tensión entre su carácter radical imaginario y su forma relativamente pequeñoburguesa. Creo que los progresistas más viejos, entre los que me incluyo y que somos una generación de salida, deberíamos ayudar a superar esa disociación.

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