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Las venas abiertas de Colombia

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Colombia volvió hace poco a mirarse en el espejo de su propia historia. No en el de los héroes ni en el de las gestas, sino en aquel que devuelve la imagen incómoda de la guerra, la violencia y el dolor acumulado durante más de medio siglo de conflicto armado. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), piedra angular del acuerdo firmado en 2016 entre el Estado y la guerrilla de las FARC, dictó en apenas dos días dos sentencias que ya marcan un hito. El martes 16 de setiembre, contra la antigua cúpula de las FARC por el secuestro masivo y sistemático; el jueves 18, contra oficiales del Ejército responsables de ejecuciones extrajudiciales, los tristemente célebres “falsos positivos”.

El fallo contra la cúpula de las FARC

En un mismo movimiento se reconoció la responsabilidad penal de los máximos comandantes insurgentes y de altos mandos militares. El mensaje es claro: en Colombia no hubo un solo victimario, sino múltiples dinámicas de violencia en las que tanto actores estatales como no estatales perpetraron atrocidades. La justicia de la paz quiso subrayar desde su inicio la imparcialidad y el equilibrio: aquí no se juzga a un solo bando, sino a todos los que hicieron del país un campo de sangre.

Las críticas, sin embargo, no se hicieron esperar. Muchos se preguntan cómo es posible que crímenes de guerra y de lesa humanidad no deriven en largas condenas de cárcel. Para quienes miran la justicia desde un prisma retributivo, las sanciones propias de hasta ocho años –en régimen restaurativo y no tras las rejas– resultan insuficientes, casi una afrenta frente al sufrimiento de las víctimas. Pero la lógica de la justicia transicional es otra: ¿de qué sirve encerrar a los victimarios si con ello no se recupera la verdad ni se logra localizar los cuerpos de los desaparecidos?

La JEP privilegia la verdad completa y el reconocimiento público de la responsabilidad como condiciones para aplicar penas alternativas. El énfasis está puesto en que los responsables reconozcan, en audiencias públicas y frente a las víctimas, la atrocidad de sus crímenes. Ese gesto, aunque insuficiente para cerrar heridas, puede convertirse en una semilla de reconciliación en un país donde la justicia ordinaria jamás logró tocar a los máximos responsables de dichos crímenes.

El fallo contra ocho exintegrantes del secretariado de las FARC es demoledor. Más de 600 páginas documentan la práctica sistemática de secuestros masivos como método de financiación y control territorial. Se acreditaron más de 4.000 víctimas directas, hombres y mujeres privados de la libertad por años. Los excomandantes aceptaron su responsabilidad y pidieron perdón en actos públicos. Eso no se había visto antes. Algunas comunidades de víctimas ya han recibido esas disculpas en ceremonias colectivas desde el acuerdo de paz de 2016. Sin embargo, muchas voces cuestionaron que la sentencia no detallara con suficiente precisión cómo y cuándo los sancionados cumplirían sus trabajos restaurativos, ni qué proyectos concretos se implementarían. Las víctimas esperaban claridad sobre cómo se transformará el dolor en reparación efectiva.

Los “falsos positivos”: un crimen de Estado

El otro fallo se centra en la práctica macabra de los “falsos positivos”. Entre 2002 y 2005, en la región Caribe, al menos 135 jóvenes campesinos, afrodescendientes, indígenas fueron engañados con falsas promesas de empleo, asesinados y presentados como guerrilleros abatidos en combate. A cambio, los militares recibían recompensas y cumplían con la presión de mostrar resultados.

Lo que este tribunal ha hecho no tiene precedentes en la historia de Colombia: escuchar a las víctimas, hacer que los máximos responsables reconozcan sus atrocidades y dictar una sentencia que, lejos de encubrir, expone con crudeza lo ocurrido.

El tribunal concluyó que no se trató de hechos aislados, sino de un plan criminal con lógica institucional, en connivencia con estructuras paramilitares. La sentencia mostró el patrón de una práctica sistemática que, según la Fiscalía, dejó al menos 6.402 víctimas en todo el país. El Batallón La Popa en Valledupar se convirtió en un engranaje de una maquinaria de muerte que golpeó a las comunidades más pobres y olvidadas. El fallo reconoce, además, que bajo esa práctica fueron asesinadas personas en condición de discapacidad y menores de edad. La verdad revelada por la JEP no sólo restituye la dignidad de las víctimas, sino que desmonta el mito de que fueron “errores” aislados. Fue un crimen de Estado, planificado y ejecutado.

Lo que este tribunal ha hecho no tiene precedentes en la historia de Colombia: escuchar a las víctimas, hacer que los máximos responsables reconozcan sus atrocidades y dictar una sentencia que, lejos de encubrir, expone con crudeza lo ocurrido. Ese fallo histórico no es sinónimo de impunidad; es, por el contrario, su antítesis.

La JEP no nació en el vacío. Su diseño se inspiró en experiencias internacionales como los tribunales de Ruanda y la ex Yugoslavia, pero con innovaciones propias: participación activa de las víctimas, enfoque étnico y sanciones restaurativas. Que magistradas y magistrados indígenas y afrodescendientes formen parte de la institución no es un detalle menor; es un reconocimiento a que el conflicto golpeó con especial crudeza a pueblos históricamente marginados. Nunca antes un tribunal había logrado que antiguos comandantes guerrilleros reconocieran públicamente su responsabilidad ante miles de víctimas ni que altos mandos militares aceptaran su papel en crímenes sistemáticos. Internacionalmente, estas sentencias son vistas como un referente para futuros procesos de justicia transicional en el mundo, que nos están esperando.

¿Cómo se va a reparar?

La mayor crítica no se centra únicamente en la “suavidad” de las sanciones, sino en la vaguedad sobre cómo se implementarán los proyectos restaurativos. Las víctimas reclaman planes concretos, financiamiento y garantías de cumplimiento. La sociedad colombiana, aún marcada por la desconfianza, necesita certezas de que los responsables no sólo pedirán perdón, sino que repararán de forma tangible. El desafío es monumental: transformar el castigo en reconstrucción social, convertir la verdad en reconciliación y hacer de la memoria un cimiento para que la violencia no se repita.

Las primeras dos sentencias de la JEP no cierran la herida, pero abren una nueva página. En un país con venas abiertas desde hace más de 50 años, quizá la sociedad aún no esté lista para perdonar. Pero es innegable que se trata de un paso histórico. No es sólo el cierre de un capítulo judicial, sino el inicio de otro en la memoria y la paz de la nación. El reto ahora es que la justicia transicional no se quede en el papel, sino que logre permear la vida cotidiana de las comunidades golpeadas por la guerra.

Colombia sigue siendo un país atravesado por la desconfianza, la pobreza y la violencia. Pero con estas sentencias, al menos, se ha comenzado a escribir –dolorosamente, lentamente– una narrativa distinta: la de un país que se atreve a enfrentar su pasado para buscar un futuro en paz. Al final, probablemente haya que aceptarlo como lo expresó el magistrado del caso de secuestros, Camilo Suárez Aldana: “esta sentencia no borra el sufrimiento, pero es un acto de reconocimiento. Es la voz que le dice a la sociedad colombiana y al mundo que lo ocurrido fue injustificable e inhumano. No es sólo el cierre de un capítulo judicial, sino que abre una nueva página para la memoria, la justicia y la paz de nuestra nación”.

Sara Meyer es periodista independiente en Colombia. Una versión más extensa de este artículo se publicó originalmente en latinoamerica21.com.

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