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Un nuevo asentamiento al costado del camino, cerca de la ruta Ramallah-Nablus.

Foto: Juan Sapriza

Pese a las agresiones de colonos y del ejército israelí, los palestinos de Farkha se reúnen para la cosecha

10 minutos de lectura
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Mientras en Gaza la violencia de Israel es explícita, en Cisjordania hay otra cara de la ocupación de Palestina que pasa más desapercibida y que tiene como uno de sus ejes a los olivos.

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Leído por Mathías Buela
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En el pequeño pueblo de Farkha, en Cisjordania, existen olivos de más de mil años. Uno de los árboles más jóvenes fue plantado en 1900, el mismo año en que nació Hammad Rezqala. Cinco años después, el olivo dio sus primeras aceitunas y Hammad acompañó a su familia a cosecharlo. Vieron el territorio palestino pasar de manos del imperio otomano a manos del imperio británico y, en su retirada, la formación del Estado de Israel. Tenían 67 años cuando Israel ocupó militarmente Cisjordania y comenzaron a brotar a su alrededor asentamientos israelíes que fueron usurpando poco a poco el territorio. Hammad Rezqala murió a los 102 años, pero el olivo sigue dando frutos que su familia todavía cosecha.

Uno de sus nietos, Omar, un herrero local, me alojó en su casa durante dos semanas de octubre mientras participaba como voluntario de la cosecha como parte de UAWC (Sindicato de Comités de Trabajo Agrícola, por sus siglas en inglés): una agrupación que ayuda a campesinos palestinos y los conecta con voluntarios internacionales, pero que Israel ha catalogado de manera infundada como “organización terrorista”. Los voluntarios que trabajamos con UAWC corremos el riesgo constante de arresto y deportación por el simple hecho de ayudar a cosechar olivos.

Desde la terraza de la casa de Omar, construida en la centenaria ciudad vieja de Farkha, se puede apreciar la construcción de nuevas colonias en las colinas aledañas que son parte del plan de expansión de la colonia de Ari’el, la segunda más grande de Cisjordania. Esta construcción no es un hecho aislado, sino que forma parte de una expansión en la zona que comenzó en 2019 y que se acentuó en los últimos meses.

En Palestina, la zona de Farkha se considera afortunada, porque sólo tiene asentamientos hace pocos años. En toda Cisjordania hay un total de 141 asentamientos israelíes ilegales bajo la ley internacional, y otros 224 ilegales incluso bajo la ley israelí. Año a año, decenas de miles de israelíes se establecen en estos asentamientos, conquistando lentamente las tierras palestinas.

Los locales le llaman “colonización por goteo” y la comparan con un cáncer que avanza lentamente para que, cuando sea detectado, ya sea demasiado tarde.

Acorde a los planes del primer ministro Benjamin Netanyahu y su gabinete de extrema derecha, esta campaña apunta a la formación del “gran Israel”. Además de Cisjordania, incluye Jerusalén Este (con campañas de desalojo de barrios palestinos), partes del sur de Líbano (que ya está siendo bombardeada), el oeste de Siria (ya en proceso con la ocupación de los Altos del Golán y puestos militares kilómetros dentro de territorio sirio) y la península del Sinaí de Egipto (para la cual primero hay que despejar Gaza).

En Cisjordania en particular, la expansión se lleva a cabo de dos formas: la reclamación de terreno mediante el establecimiento de estructuras civiles (asentamientos, zonas de agricultura, zonas industriales, zonas naturales protegidas, calles) y forzando una presencia militar constante que someta a la población local a una ley marcial que los empuje a desplazarse.

La geografía de Cisjordania ha favorecido o impulsado este enfoque. Es una zona muy montañosa, árida y con escasos recursos naturales. Por la accesibilidad del agua, los pueblos palestinos se ubicaron históricamente en los valles. Estos pueblos tienen cientos o miles de años (en Farkha se han encontrado restos de la Edad del Bronce). Cuando los colonos llegan con maquinaria y recursos, se ubican en las cimas de las colinas. Desde allí controlan los recursos de los pueblos a sus pies, principalmente agua y acceso a los campos. La construcción de la zona industrial de Barqan que se ve desde la terraza de Omar implicó la expropiación de uno de los dos manantiales que abastecen a Farkha, y la contaminación del agua subterránea.

Campesinos y voluntarios comparten el desayuno en el campo de olivos en el pueblo de Burin. En la cima de la colina se ve el asentamiento de Yitzhar, uno de los más violentos.

Foto: Juan Sapriza

Las colonias y sus habitantes reciben apoyo del gobierno Israelí, a pesar de ser ilegales bajo la ley internacional. Los colonos, tanto israelíes como extranjeros, se establecen inicialmente en casas móviles o contenedores y lentamente van formando pueblos, algunos de los cuales llegan a reunir más habitantes que todos los pueblos palestinos vecinos, como es el caso de Ari’el. Los asentamientos se rodean de alambrados y puestos de guardia.

A pesar de contar con el apoyo del ejército, la mayoría de los primeros colonos que se asientan están armados con pistolas o rifles de asalto. En los asentamientos más chicos, los colonos se dedican a pastorear ganado en tierras palestinas, o simplemente perciben un sueldo por patrullarlas.

Sin nada mejor que hacer, bandas de colonos como los Hilltop Youth se dedican a atacar a los poblados palestinos vecinos con el único fin de generar terror, al punto de que el gobierno del expresidente estadounidense Joe Biden llegó a sancionarlos; el actual, Donald Trump, levantó la sanción meses después. Los ataques de colonos son constantes durante el año, pero se acentúan durante la cosecha de olivos y en torno a esta actividad.

La cosecha no sólo proporciona una fuente de ingresos para toda la familia, que permite costear la comida durante el año. Es una conexión con la historia entrelazada de sus familias y de esta tierra. Cuando colonos israelíes se mudan desde Brooklyn a Palestina y comienzan a eliminar las plantaciones de olivos, no sólo están intentando sofocar económicamente a las familias, están intentando romper su vínculo con la tierra.

Para las familias palestinas, volver a las tierras usurpadas por los colonos tiene una importancia simbólica. “Incluso si sólo llegamos a tomar un café, es una victoria”, dice un campesino de Burin. Pero los colonos y el ejército lo tienen claro, por lo que es su misión mantenerlos alejados.

No es una tarea fácil, Cisjordania está plagada de olivos. Hay bosques, parques, campos, y hay olivos en cada rincón de los pueblos y las casas. Son parte de la vida de los pueblos y las familias campesinas. Los colonos concentran sus esfuerzos en “proteger” los olivos cercanos a sus asentamientos. Las familias cuyos árboles están en estas tierras corren riesgo de ser atacadas por los colonos con palos, piedras o armas de fuego.

Siete civiles palestinos ya han muerto y 1.002 han sido heridos este año por ataques de colonos. A otros 185 los mató el ejército, que dejó 2.643 heridos. Esto no incluye los cientos de vehículos y hogares incendiados, o los poblados beduinos desplazados. En el mismo período, seis israelíes han sido asesinados, y 78 de los 90 israelíes heridos fueron soldados o colonos, según datos de la Oficina de Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios (OCHA).

Las acciones de los colonos son respaldadas por el ejército, que somete a los palestinos de Cisjordania a una ley marcial, distinta de la ley civil que gozan los ciudadanos de Israel o los turistas. Por eso, cientos de voluntarios israelíes (palestinos y judíos ciudadanos de Israel) e internacionales viajan a Cisjordania a acompañar a los campesinos durante la cosecha. La presencia de voluntarios permite acelerar la cosecha para reducir el tiempo de exposición, ofrece un escudo legal a los campesinos, permite documentar el trato que recibe el pueblo por parte de la fuerza ocupante y, sobre todo, ofrece un apoyo emocional a los campesinos que no sienten que están solos en esta lucha.

Colonos y soldados en una parada de ómnibus a la salida del pueblo de Bares, entre los asentamientos de Ari'el y Barkan.

Foto: Juan Sapriza

Cuando vamos a cosechar a los terrenos más expuestos, primero hay que tomar un auto y salir del pueblo. Salir a la ruta ya puede ser toda una travesía. El ejército tiene colocada en cada entrada y salida una barrera metálica que puede cerrar arbitrariamente para bloquear el acceso al pueblo. Para salir hay que cruzar descampados o buscar caminos alternativos. Incluso estos pueden estar bloqueados con tierra que las retroexcavadoras del ejército depositan a modo de barrera improvisada.

Ya en la ruta, a cada lado se ven banderas israelíes, las señales de tráfico tienen la traducción en árabe grafiteada, y la publicidad está en hebreo. Cada pocos kilómetros hay puntos de control del ejército. Además, hay soldados y colonos armados en las paradas de ómnibus y cerca de las entradas a los asentamientos.

Uno de los asentamientos por los que pasamos indefectiblemente es Kedumim, donde vive el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich. Desde junio, Smotrich ha decidido no entregarle a la Autoridad Palestina el dinero recolectado de los impuestos a los palestinos, con lo que servicios públicos se llevan a cabo de forma voluntaria o parcial. Por eso es normal, al llegar a los campos, encontrarse con una decena de niños que acompañan a sus familiares a realizar la cosecha: las escuelas funcionan sólo tres días a la semana.

Los campesinos son acompañados por vecinos, familiares o amigos. Algunos ayudan con la cosecha y otros simplemente van a tomar ese café de la victoria.

Es rutina que antes de empezar alguien señale dónde hay asentamientos, si son peligrosos o cuáles son los caminos que frecuentan los colonos. Los asentamientos más nuevos, por lo general, van acompañados de cobertizos improvisados, a unos 100 metros, a modo de puesto de avanzada. En los terrenos más cercanos a los asentamientos se pueden ver restos de campos quemados o árboles cortados por los colonos.

La cosecha en sí es simple: colocar un toldo debajo de un árbol y usar cualquier medio posible para tirar aceitunas sobre los toldos, siempre sin dañar el olivo. Arriba del árbol o con ayuda de una escalera alguien junta los olivos más altos. Con varas de un metro de largo se sacuden las ramas intermedias. Para las ramas con más frutos se usan los rastrillitos de plástico que arrancan todos los frutos y casi ninguna hoja. Las aceitunas que caen fuera del toldo se juntan, una a una, de rodillas en el piso. Luego se limpian del toldo los palos y el grueso de las hojas para que el aceite no agarre un sabor amargo, y se cargan las aceitunas en bolsas de arpillera para pasar al siguiente árbol.

Es un trabajo monótono, manual y muy humilde. Cada unos pocos árboles hay que religiosamente cortar para tomar té o café y descansar un poco a la sombra. Este año fue particularmente pobre –algunos campesinos reportaron haber cosechado 50 veces menos que el año anterior–, en parte por la baja lluvia del invierno y en parte porque la mitad de sus campos son ahora inaccesibles. Bajo estas condiciones, a un grupo de seis personas le toma cerca de dos horas llenar una bolsa de 35 kilos que se transformarán en cerca de diez litros de aceite.

A la hora del “desayuno” (más bien un almuerzo, a las 11.00), se preparan varios recipientes con acompañamientos típicos para el pan que hornearon más temprano: hummus, verduras de la huerta y, por supuesto, aceitunas, aceite de oliva y za’atar (un condimento a base de tomillo y sésamo).

Banderas de Israel dentro de las rutas en Cisjordania.

Foto: Juan Sapriza

Durante la comida los adolescentes nos cuentan sobre los países a los que les gustaría viajar (claro que no pueden: Israel controla las fronteras y salir de Cisjordania los pone en riesgo de no poder volver). Los hombres más jóvenes nos cuentan sobre sus profesiones y cuántas veces y por cuánto tiempo han estado presos o detenidos por Israel. Recibir la injusticia de ser apresado sin motivo genera un sentimiento de sacrificio por su causa.

Algunos campesinos son empleados para ayudar en los campos. Tal es el caso de Abu Hazem, que vivía en Gaza y trabajaba en Israel, pero tras el 7 de octubre de 2023 quedó separado de su familia. El pueblo de Farkha le ofreció casa, comida y trabajo, pero Abu Hazem aún tiembla cuando cuenta que su hija y todos sus nietos fueron asesinados en su casa en Gaza durante el bombardeo. Los mayores sólo tienen palabras de agradecimiento para la comunidad internacional que se acerca a apoyar su causa. Algunos nos cuentan que es la primera vez en diez años que logran llegar hasta esos olivos.

Se lamentan, igualmente, de que en los últimos años ni siquiera la presencia internacional evita que las cosechas se corten de forma prematura.

Cuando los colonos se acercan pueden venir solamente a intimidar o a pastorear. El pastoreo es una actividad aparentemente inofensiva, pero que también es dañina para los campesinos. Las cabras se comen los brotes más frescos de los olivos y, en una tierra donde el suelo es completamente árido y no crece el pasto, las vacas se comen todo lo que encuentran.

Casi sin excepción, los colonos llaman al ejército para que se haga presente para desplazar a los campesinos. El ejército llega en camionetas blancas o Jeeps blindados. Salen cuatro o cinco muchachos de entre 18 y 22 años armados con rifles y granadas a decir que no se puede estar ahí. Sacan una foto de una hoja que explica que esa es una “zona militar cerrada”; una designación arbitraria que realizan autoridades del ejército y que permite a los soldados desalojar a campesinos y activistas. Los colonos están siempre exentos de esa restricción. El 8 de octubre el activista israelí Jonathan Pollak, que cosechaba junto a voluntarios de UAWC, le señaló al ejército que el documento estaba mal y lo detuvieron por eso, a pesar de estar amparado para hacerlo por la ley israelí. Al mismo tiempo que lo detenían, más arriba en la colina un grupo de colonos golpeaba con garrotes a un campesino, pero el ejército no hizo nada.

La negligencia del ejército es parte de su complicidad.

El 10 de octubre en el poblado de Beita un grupo de 15 voluntarios de UAWC que cosechaba con campesinos locales fue atacado por un grupo de 70 colonos con piedras y palos mientras el ejército los distraía con estas órdenes. El ejército disparó gas lacrimógeno e hirió de bala en una pierna a una periodista. Los colonos incendiaron autos. No hubo ninguna consecuencia para ningún colono o soldado.

Rajab (i), cocinero de golosinas de profesión, recolectando olivos en los campos de su familia, junto a dos voluntarios internacionales y su madre (d). De fondo se ve uno de los asentamientos del "dedo de Ariel".

Foto: Juan Sapriza

Ese mismo grupo de voluntarios fue objeto de una redada del ejército, el 16 de octubre, junto a otros activistas mientras desayunaban en una casa local. Treinta y dos fueron arrestados, entre ellos varios voluntarios mayores de 70 años, mantenidos en detención por cinco días y luego deportados con restricción de volver por 99 años. ¿La justificación? “Resistirse a ser dispersados”, a pesar de haber actuado tal como les fue indicado por los soldados. Las Fuerzas de Defensa de Israel luego reportaron que algunos activistas tenían vestimenta que “se vinculaba” al grupo de resistencia armado Frente Popular para la Liberación de Palestina, una forma muy cuestionable de hacer referencia a gorros con el nombre de UAWC.

En perspectiva, un grupo de personas armadas entra por la fuerza a una casa de un civil en un territorio donde no tiene jurisdicción, secuestra a civiles sin amparo de la ley de ningún país y los retiene e interroga durante cinco días.

El 18 de octubre, volviendo de ayudar en un pueblo vecino, quien me hospedó, Omar, fue arbitrariamente detenido por el ejército. Lo dejaron vendado, maniatado y arrodillado durante nueve horas para luego tirarlo en alguna ruta. Volvió a casa contento de que, a pesar de los moretones de los golpes y las esposas, pudo conservar la venda de los ojos como trofeo. Mientras me cuenta eso, entre el traqueteo de las máquinas que construyen el asentamiento de enfrente, se escuchan tres temblores. Me dice “Gaza”, y sigue contándome de su detención. Gaza está a 100 kilómetros de su casa, y el alto el fuego había entrado en vigor hacía una semana. Los bombardeos que se escucharon desde allí mataron a decenas de personas. Los civiles palestinos han naturalizado ese nivel de violencia, abuso y humillación.

El sentimiento general entre los pobladores más viejos es que el tiempo se está acabando. Con cada nuevo asentamiento, nueva ruta, los pueblos se sofocan más, pierden más tierras, y los colonizadores se asientan. Hoy ya hay medio millón de colonos entre Jerusalén y Cisjordania.

Baker, hijo de Hammad y padre de Omar, a sus 63 años, entiende que el daño ya está hecho, que no puede aspirar a justicia retroactiva. Lo único que quiere es que sus hijos y nietos puedan vivir en libertad, sin que sus tierras sean robadas o sus vidas menospreciadas.

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