Opinión Ingresá
Opinión

Ilustración: Ramiro Alonso

No hay salud sin igualdad: el mapa de las brechas que nos interpelan

4 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Uruguay puede decir, con fundamentos, que su Sistema Nacional Integrado de Salud “goza de buena salud”, según parámetros de la Organización Mundial de la Salud/Organización Panamericana de la Salud: cobertura casi universal, un gasto público que protege frente a eventos catastróficos y una red de prestadores con capacidades técnicas consolidadas. Pero bajo los promedios y estadísticas conviven al menos dos países: en algunos barrios y departamentos los indicadores se parecen a los de naciones de alto ingreso; en otros, los resultados en salud son inadmisibles. Este es el desafío en el que debemos trabajar entre todos y todas, porque nos lastima como país.

Creo profundamente que la desigualdad en salud –que es la expresión más cruda de la desigualdad estructural– es el principal obstáculo para ejercer el derecho a cuidar y ser cuidados. No es una abstracción: es una realidad concreta cotidiana. Se expresa en que no garantizamos el acceso ni la atención en tiempo y forma, ya sea por menor disponibilidad de equipos y especialistas o por las agendas saturadas, los tiempos de espera eternos, los tickets que frenan un control o algunas otras situaciones aún más críticas. El resultado es el mismo: no garantizamos derechos, tenemos diagnósticos tardíos y oportunidades perdidas.

Hay una desigualdad que duele especialmente: nuestras infancias y adolescencias. Más de 155.000 niñas, niños y adolescentes viven bajo la línea de pobreza. Esa cifra no es un número más: es una alerta moral y ética. La pobreza infantil es multidimensional; se expresa en alimentación deficitaria, rezagos educativos, entornos con mayor exposición a violencias y en un acceso irregular a controles, vacunas y especialistas. Como pediatra sé lo que significa llegar tarde: cada demora se paga en oportunidades perdidas, en proyectos de vida que ya arrancan mal o con desventajas. Por eso la prioridad de esta gestión es que la puerta de entrada sea igual para todas las infancias, vivan donde vivan y pertenezcan al prestador que pertenezcan, un desafío de la salud en sí misma y en su relación con las demás instituciones con las que sí o sí se debe trabajar juntos.

También persiste una desigualdad silenciosa que recae sobre las mujeres: las tareas de cuidado, mayoritariamente no remuneradas, que condicionan sus vidas a través de sus trayectorias laborales y su propia salud. Las mujeres que cuidan postergan controles, cargan con jornadas extendidas y afrontan mayores niveles de estrés y problemas de salud mental. El sector salud está profundamente feminizado; quienes cuidan también necesitan cuidados y condiciones de trabajo que lo hagan sostenible. La igualdad de género no es un capítulo aparte: atraviesa todo el sistema y su financiamiento, desde licencias y horarios hasta la organización de los servicios, y debe reflejarse en políticas públicas que reconozcan el valor social de los cuidados y distribuyan mejor esa carga.

Ahora bien, como ministra me toca –y prefiero– hablar más allá del diagnóstico, y por eso quiero mencionar algunos de los principales desafíos que nos hemos propuesto, sintetizados en las diez prioridades presentadas los primeros días de gestión, con sus respectivas metas, a corto, mediano y largo plazo, que ya hemos puesto en marcha y que en términos concretos se expresan en 127 metas que vamos a cumplir entre 2025 y 2027. Estas prioridades abordan desde la mejora de la calidad y el acceso oportuno a la atención, la garantía de medicamentos y procedimientos diagnósticos y terapéuticos accesibles, la potenciación del primer nivel de atención, hasta la creación de un sistema equitativo e integrado de salud mental, el abordaje integral de la discapacidad y enfermedades no transmisibles, la priorización de la salud de la primera infancia, infancia y adolescencia, la escucha activa a los usuarios, el fortalecimiento de la integración público-privada y la promoción de la eficiencia para la sostenibilidad del Sistema Nacional Integrado de Salud. A corto plazo, enfocándonos en problemas urgentes como la salud mental y el consumo problemático de sustancias; a mediano plazo, implementando medidas estructurales para garantizar el acceso y la equidad con participación de referentes y la comunidad, y a largo plazo, impulsando cambios transversales y estructurales, potenciando el componente intersectorial con otros ministerios y organizaciones para consolidar las políticas de salud como verdaderas políticas de Estado transversales, que trasciendan períodos de gobierno y se basen en una gestión coordinada y planificación seria.

Creo profundamente que la desigualdad en salud –que es la expresión más cruda de la desigualdad estructural– es el principal obstáculo para ejercer el derecho a cuidar y ser cuidados.

Creo profundamente que para lograrlo es central tener presupuestos robustos y eficientes, pero también es clave una gestión incansable y trabajo articulado, transversal e interinstitucional, con decisión política para que el ministerio retome su rol de rectoría. No podemos permitirnos, en un momento presupuestal tan complejo, la dispersión de recursos: es clave el balance entre la eficacia y la eficiencia poniendo foco en lograr los acuerdos necesarios para transformar lo que hace falta transformar y fortalecer nuestro sistema.

Uruguay tiene grandes fortalezas: el Seguro Nacional Integrado de Salud, que brinda cobertura universal a la población; un gasto público en salud mayor al 6% del PIB y un gasto de bolsillo cercano al 15%, que nos ubican mejor que varios países de la región. Pero con fortalezas no alcanza cuando hay niñas y niños que no llegan a tiempo a un control, mujeres que cargan solas con el cuidado, o familias que enfrentan barreras económicas para acceder a una tecnología o a un medicamento. La justicia sanitaria se mide en la vida cotidiana, no en los promedios.

La invitación es a un acuerdo amplio –político, social y técnico– para que la igualdad y la equidad sea el norte. Nuestro sistema debe seguir “gozando de buena salud” y, a la vez, sanar sus heridas más profundas, corrigiendo sus desvíos y necesidades, considerando que la realidad y las personas cambian y por ende debe cambiar el sistema. Quisiera que esta columna se lea, dentro de un tiempo, como el registro de un compromiso cumplido: menos espera, los medicamentos necesarios en tiempo y forma, más infancias cuidadas, menos carga invisible sobre las mujeres, más equidad entre territorios. Ese es el país que queremos. Y ese es el país al que le ponemos el cuerpo.

Cristina Lustemberg es ministra de Salud Pública.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura