Uruguay puede decir, con fundamentos, que su Sistema Nacional Integrado de Salud “goza de buena salud”, según parámetros de la Organización Mundial de la Salud/Organización Panamericana de la Salud: cobertura casi universal, un gasto público que protege frente a eventos catastróficos y una red de prestadores con capacidades técnicas consolidadas. Pero bajo los promedios y estadísticas conviven al menos dos países: en algunos barrios y departamentos los indicadores se parecen a los de naciones de alto ingreso; en otros, los resultados en salud son inadmisibles. Este es el desafío en el que debemos trabajar entre todos y todas, porque nos lastima como país.
Creo profundamente que la desigualdad en salud –que es la expresión más cruda de la desigualdad estructural– es el principal obstáculo para ejercer el derecho a cuidar y ser cuidados. No es una abstracción: es una realidad concreta cotidiana. Se expresa en que no garantizamos el acceso ni la atención en tiempo y forma, ya sea por menor disponibilidad de equipos y especialistas o por las agendas saturadas, los tiempos de espera eternos, los tickets que frenan un control o algunas otras situaciones aún más críticas. El resultado es el mismo: no garantizamos derechos, tenemos diagnósticos tardíos y oportunidades perdidas.
Hay una desigualdad que duele especialmente: nuestras infancias y adolescencias. Más de 155.000 niñas, niños y adolescentes viven bajo la línea de pobreza. Esa cifra no es un número más: es una alerta moral y ética. La pobreza infantil es multidimensional; se expresa en alimentación deficitaria, rezagos educativos, entornos con mayor exposición a violencias y en un acceso irregular a controles, vacunas y especialistas. Como pediatra sé lo que significa llegar tarde: cada demora se paga en oportunidades perdidas, en proyectos de vida que ya arrancan mal o con desventajas. Por eso la prioridad de esta gestión es que la puerta de entrada sea igual para todas las infancias, vivan donde vivan y pertenezcan al prestador que pertenezcan, un desafío de la salud en sí misma y en su relación con las demás instituciones con las que sí o sí se debe trabajar juntos.
También persiste una desigualdad silenciosa que recae sobre las mujeres: las tareas de cuidado, mayoritariamente no remuneradas, que condicionan sus vidas a través de sus trayectorias laborales y su propia salud. Las mujeres que cuidan postergan controles, cargan con jornadas extendidas y afrontan mayores niveles de estrés y problemas de salud mental. El sector salud está profundamente feminizado; quienes cuidan también necesitan cuidados y condiciones de trabajo que lo hagan sostenible. La igualdad de género no es un capítulo aparte: atraviesa todo el sistema y su financiamiento, desde licencias y horarios hasta la organización de los servicios, y debe reflejarse en políticas públicas que reconozcan el valor social de los cuidados y distribuyan mejor esa carga.
Ahora bien, como ministra me toca –y prefiero– hablar más allá del diagnóstico, y por eso quiero mencionar algunos de los principales desafíos que nos hemos propuesto, sintetizados en las diez prioridades presentadas los primeros días de gestión, con sus respectivas metas, a corto, mediano y largo plazo, que ya hemos puesto en marcha y que en términos concretos se expresan en 127 metas que vamos a cumplir entre 2025 y 2027. Estas prioridades abordan desde la mejora de la calidad y el acceso oportuno a la atención, la garantía de medicamentos y procedimientos diagnósticos y terapéuticos accesibles, la potenciación del primer nivel de atención, hasta la creación de un sistema equitativo e integrado de salud mental, el abordaje integral de la discapacidad y enfermedades no transmisibles, la priorización de la salud de la primera infancia, infancia y adolescencia, la escucha activa a los usuarios, el fortalecimiento de la integración público-privada y la promoción de la eficiencia para la sostenibilidad del Sistema Nacional Integrado de Salud. A corto plazo, enfocándonos en problemas urgentes como la salud mental y el consumo problemático de sustancias; a mediano plazo, implementando medidas estructurales para garantizar el acceso y la equidad con participación de referentes y la comunidad, y a largo plazo, impulsando cambios transversales y estructurales, potenciando el componente intersectorial con otros ministerios y organizaciones para consolidar las políticas de salud como verdaderas políticas de Estado transversales, que trasciendan períodos de gobierno y se basen en una gestión coordinada y planificación seria.
Creo profundamente que la desigualdad en salud –que es la expresión más cruda de la desigualdad estructural– es el principal obstáculo para ejercer el derecho a cuidar y ser cuidados.
Creo profundamente que para lograrlo es central tener presupuestos robustos y eficientes, pero también es clave una gestión incansable y trabajo articulado, transversal e interinstitucional, con decisión política para que el ministerio retome su rol de rectoría. No podemos permitirnos, en un momento presupuestal tan complejo, la dispersión de recursos: es clave el balance entre la eficacia y la eficiencia poniendo foco en lograr los acuerdos necesarios para transformar lo que hace falta transformar y fortalecer nuestro sistema.
Uruguay tiene grandes fortalezas: el Seguro Nacional Integrado de Salud, que brinda cobertura universal a la población; un gasto público en salud mayor al 6% del PIB y un gasto de bolsillo cercano al 15%, que nos ubican mejor que varios países de la región. Pero con fortalezas no alcanza cuando hay niñas y niños que no llegan a tiempo a un control, mujeres que cargan solas con el cuidado, o familias que enfrentan barreras económicas para acceder a una tecnología o a un medicamento. La justicia sanitaria se mide en la vida cotidiana, no en los promedios.
La invitación es a un acuerdo amplio –político, social y técnico– para que la igualdad y la equidad sea el norte. Nuestro sistema debe seguir “gozando de buena salud” y, a la vez, sanar sus heridas más profundas, corrigiendo sus desvíos y necesidades, considerando que la realidad y las personas cambian y por ende debe cambiar el sistema. Quisiera que esta columna se lea, dentro de un tiempo, como el registro de un compromiso cumplido: menos espera, los medicamentos necesarios en tiempo y forma, más infancias cuidadas, menos carga invisible sobre las mujeres, más equidad entre territorios. Ese es el país que queremos. Y ese es el país al que le ponemos el cuerpo.
Cristina Lustemberg es ministra de Salud Pública.