Etiquetado como “irrecuperable” por la dictadura, rodeado de leyendas sobre supuestas técnicas orientales para soportar la tortura, arquitecto de la clandestinidad comunista. Pese a esto, la película sobre la vida de León Lev no comienza con ninguna escena de militancia. Es el acto del 1° de mayo de 1949. Después de un plano general de la multitud, la cámara se acerca al pequeño León, de cuatro años. Sus padres le han dado unos vintenes para que se compre alguna golosina. Como demoran en despacharlo, la concentración termina y el maestro de ceremonias pide a los participantes que regresen a sus casas. León, disciplinado y tenaz desde la primera infancia, cumple la consigna a rajatabla. En vez de volver hacia donde están sus padres, inicia el camino de regreso. Solo. Sabe que tiene que tomar 18 de Julio hasta el monumento al gaucho, y que desde ahí debe doblar directo hacia su casa. Llega a la puerta y espera a que entre un inquilino que vive en la pieza del fondo. Horas después su madre, que había estado recorriendo comisarías y hospitales, lo encuentra sentado en un sofá. “Mi madre no lo podía creer. Es como si la estuviera viendo ahora, llorando, abrazándome. Son cosas que te quedan grabadas con cemento”.
El ejemplo de trabajo del padre, carpintero, es la principal escuela política de León Lev. Tiene un taller en un sótano separado de su casa por el Palermo Boxing Club. El carpintero Lev trabaja diez y a veces 12 horas por día. Baja las escaleras a las ocho y media de la mañana y recién las vuelve a subir a las siete de la tarde. Cena y de vuelta a trabajar, dos horas más, para adelantar los pedidos del día siguiente. Su esposa lo acompaña en ese tramo nocturno dejando a los hijos acostados. Pero el pequeño León, apenas los escucha cerrar la puerta, se levanta y se queda despierto, esperándolos. Cuando siente los pasos de los padres que regresan, sale corriendo a la cama para que no se enteren de ese velar de su hijo, que los cuida en la oscuridad.
A pesar de la edad, también trabaja. Ayuda en el traslado de los muebles que todavía huelen a madera nueva. Pero no está conforme con eso. Quiere que el cambio chico, ese que usa para comprar algo para sí mismo, salga de un trabajo real y no del presupuesto de la familia. Con ocho años se enrola en un taller de la competencia, a la vuelta de la casa, como peón lijador.
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Estudiante a doble turno
Nacido el 28 de julio de 1945 en la casa familiar de Barrios Amorín 980, con cinco años y medio entra a la escuela. A dos escuelas. De mañana concurre a los cursos de la Asociación Jaime Zhitlovsky, de judíos progresistas, y de tarde a la escuela pública. “A la maestra no le gustaba que hiciera las dos. ‘No podés hacer dos turnos’, me decía. Para mí era lo normal. Haber hecho esa escuela en yiddish no fue sólo haber aprendido el idioma. No era religiosa, pero enseñaba la historia del pueblo judío, la cultura, la literatura... te daba una visión mucho más universal. Es algo que me acompañó toda la vida. Por eso me duele que el pueblo judío, que es el pueblo del libro, que atravesó toda la historia por miles de años, ahora esté sindicado por lo que es hoy el gobierno de Israel”. De origen polaco, sus ancestros paternos y maternos murieron en los campos de exterminio de la Shoá.
Hace toda la primaria en el barrio Palermo y secundaria en el liceo 1, al tiempo que juega al básquetbol en el club Atenas y en el Asís. Sus padres querían que los hijos hicieran lo que ellos no habían podido hacer por tener que escapar de Polonia: estudiar. Así que en 1960 está en el IAVA, listo para cursar lo que entonces se llamaba “preparatorios”, los dos años previos a la universidad.
No es posible situar la escena. Ni la escalinata, ni el salón, ni el pasillo donde ocurrió su afiliación a la Unión de la Juventud Comunista (UJC). Pero sí el espíritu del tiempo: “Las grandes asambleas por Cuba y en defensa de la enseñanza. Fijate que fue 1960 y 1961, y ya veníamos de 1958 con las marchas por la Ley Orgánica de la Universidad”.
Tiene 15 años y junto con la militancia llega el primer empleo formal. Hace la teneduría de libros de una distribuidora de cueros y calzados, aunque lo más correcto sería priorizar los términos y decir que es la militancia la que llega del trabajo. “Ese era el cimiento”, dice para situar el motivo de fondo de su ingreso a la esfera comunista. Y reafirma: “El hogar en el que nos educaron fue un hogar antifascista, antinazi y trabajador”. “Y trabajador”, vuelve a decir, recalcando la palabra.
La Guerra Fría
Me decía que en su ficha policial los servicios de inteligencia tienen, como primera anotación, un llamamiento para que no ejecutaran a los esposos Ethel y Julius Rosenberg, ejecutados en la silla eléctrica en Estados Unidos el 19 de junio de 1953, acusados de espiar para la Unión Soviética, cuando todavía estabas en la escuela.
Ese período de la Guerra Fría fue de dura prueba para la humanidad. Fue un curso acelerado. Los Rosenberg, la cuestión contra la bomba nuclear, luego el impacto de Cuba, la afiliación a la UJC con 16 años, el ingreso a la universidad.
En la universidad continuó la militancia estudiantil del IAVA...
Claro. Yo era secretario de Finanzas y hacíamos la Semana de la Primavera. Los trabajadores del Cerro hicieron una movilización, los apalearon y nosotros: ¿¡qué Semana de la Primavera!? La suspendimos y empezamos a trabajar en solidaridad con ellos. Esa era la construcción, en las calles, de aquella consigna de “obreros y estudiantes unidos y adelante”. No fue una cosa ideológica, sino algo que surgía de la realidad. Ese gobierno blanco, por primera vez en 90 años, que entró con Benito Nardone [conocido como Chicotazo, fue presidente del Consejo Nacional de gobierno entre 1960 y 1961], con las camisas verdes... y todas esas cosas estaban en el orden del día. Para los jóvenes eso es Prehistoria y Oriente. Para mí es cerrar los ojos y ver la película.
¿Qué ve en esa película?
Hay dos pilares de ese recuerdo. Nardone y Cuba ocurriendo a la vez.
Es que muchas veces, al reconstruir el auge de la derecha en los años 1960, se piensa en Jorge Pacheco Areco (1967-1972), pero se suele olvidar que primero estuvo Nardone, potenciado con el uso de los nuevos medios de comunicación, que en aquel momento era la radio.
A la gente en el interior le regalaban unas radios en las que sólo se podía escuchar CX4.
Seteada.
Seteada, sí. Y los camisas verdes. El otro hecho que marcó brutalmente mi vida fue el asesinato de Arbelio Ramírez en 1961. Yo era amigo del hijo, compañero de liceo de mi compañera. Querían asesinar al Che y asesinaron a un profesor. Por eso cuando hablan de los tupamaros y la violencia de los 60... ¡Era la época de las bandas fascistas! O cuando marcaron a Soledad Barrett, de 17 años, con la cruz gamada en 1962. Es parte de la historia uruguaya, hay que saber qué anidaba dentro de eso. Qué fue el aguerrondismo dentro del Partido Nacional [el general Mario Aguerrondo, fundador de la logia Tenientes de Artigas; en 1971 se postuló a la presidencia de la República por el Herrerismo]. El Ejército viró hacia la ultraderecha a partir del gobierno blanco. Todas esas designaciones vienen de ahí. Pusieron a su gente y blanquearon el Ejército como blanqueaban las otras estructuras del Estado.
Imagino que también lo impactó particularmente el asesinato de Líber Arce, militante de la UJC, en agosto de 1968.
Hay un antes y un después. Era el primer estudiante que asesinaban. No creo que fuera la orden matarlo, pero fue un asesinato. Era una manifestación pacífica que salía de la Facultad de Veterinaria por la calle General Prim, y a las pocas cuadras un patrullero se para frente a la marcha, [los policías] se parapetan y empiezan a disparar. Disparan y balean a Líber Arce en la zona de la ingle y empieza a caer chorreando sangre. Otro estudiante, te lo digo porque además hablé con él por teléfono hace dos o tres meses, tiene la valentía de acercarse al que disparó y arrancarle la gorra. El tipo le dispara también a él y se le encasquilla el arma; si no, hubiera habido dos muertos. Vuelve a la facultad con la gorra y en la parte de adentro está el nombre: así nos enteramos de quién fue el asesino de Líber Arce. Que además no fue sancionado ni dado de baja, siguió su carrera. La noche de Líber Arce es como si yo la tuviera hoy ante los ojos. El velatorio y el sepelio fueron una manifestación imponente. Llegamos al cementerio del Buceo y todavía la cola seguía saliendo de la Universidad de la República. Todo 18 de Julio, después avenida Italia pasando por la Facultad de Odontología hasta llegar a Rivera, todo lleno de gente. Los gremios obreros paraban e iban a rodear la Universidad. Pasamos cerca de una iglesia y empezaron las campanas en homenaje al estudiante muerto. La noche del velorio yo era la voz de la FEUU [Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay] que manejaba el micrófono para hacer la rotación de las guardias. Ver al pie del féretro de Líber Arce a todos los obispos, encabezados por monseñor Partelli, fue una cosa impresionante. En la práctica, ahí, con Líber, murió el viejo Uruguay. Ver a [Francisco] Rodríguez Camusso, a Alba Roballo, a Zelmar Michelini [dirigentes del Partido Nacional (Rodríguez Camusso) y del Partido Colorado (Roballo y Michelini) que en 1971 serían cofundadores del Frente Amplio]... Ahí empezó a nacer otro Uruguay. Yo lo viví. No me lo contaron. Cada 15 minutos, dar el cambio de guardia... Hay una foto histórica que muestra un pizarrón que dice: ‘Ha muerto un estudiante’ y un joven con una rosa roja. ¿Quién es ese joven? Ramón Peré, el primer muerto en la huelga general de 1973, baleado acá nomás, en Tiburcio Gómez, por la espalda, por una bala del Ejército. Por eso a mí me hablan de Líber Arce y mi computadora me da la película.
No es sólo un nombre.
¡Noooo! Para mí Líber Arce es también la fuerza con la que después enfrenté la dictadura, la tortura, la clandestinidad, los años de cárcel.
El golpe y la clandestinidad
Durante la entrevista parece haber dos León Lev conviviendo en uno. En el primero –por ser el que aparece en primer lugar, apenas se lo conoce– la suavidad del trato hace pensar en el abuelo retirado que habla de un nieto con ternura y boba admiración. Sin embargo, hay momentos en que la conversación lo enciende. Se vuelca hacia adelante en el asiento y mira con intensidad a su interlocutor. Resulta difícil resistir la potencia de esa mirada. No ha de haber sido fácil negociar con él desde posturas enfrentadas.
Secretario de Finanzas de la FEUU y luego, en tanto secretario de Asuntos Político-sociales de la misma federación, es uno de los fundadores del Congreso del Pueblo, en 1965. Con 20 años discute de igual a igual con los dirigentes sindicales curtidos en mil batallas.
–Yo agarré el programa del Congreso del Pueblo, lo estudié y le hice un montón de rectificaciones que les llevé a los compañeros del movimiento sindical. Particularmente la visión de Héctor Rodríguez y de [Pedro] Seré era un poco tercerista. Entonces, analizando los factores económicos y sociales, yo decía: “No se puede ignorar que existe un campo socialista”. Los compañeros Félix Díaz, Enrique Pastorino y Wladimir Turiansky tomaron eso y lo hicieron cambiar. Para mí fue una cosa imperecedera que un dirigente estudiantil de 20 años pudiera opinar, con respeto pero con autoridad, y decir “esto hay que cambiarlo”.
Así que era una juventud escuchada.
Sí.
Se daba eso también en el Partido Comunista, que la juventud fuera escuchada?
Te doy un ejemplo. Después del golpe de 1973 yo pasé al partido y pasé a ser el secretario de Montevideo. Después de la operación Morgan [que agudiza la represión contra el Partido Comunista del Uruguay], en 1975, ocupé la primera secretaría en el interior, porque el partido estaba dirigido por [Rodney] Arismendi, que estaba en el exterior. Si sería escuchada la juventud que en un momento los compañeros me plantean que hay una posibilidad de fugarse del Cilindro [ver el libro ¡Faltan 4!, de Miguel Millán]. Que qué opinaba el partido, me preguntan. Yo no dudé: “Haganló”. Y les dije: “Nosotros vamos a bancar lo que podamos y les vamos a dar la cobertura que podamos”. Se fugaron y esa misma noche ya los fui a visitar a las casas que habían logrado los propios compañeros con sus amistades. No me voy a olvidar nunca cuando Castiglioni [director de Información e Inteligencia entre 1971 y 1982] dijo en la televisión: “No se preocupen, el partido ya no existe, en 48 horas los agarramos”. Fue la sentencia de muerte política de Héctor Castiglioni. No sólo se tuvo que tragar las palabras, ese hecho de la fuga terminó con el Cilindro cerrado, la principal cárcel. El partido existía. Es aquello del libro Así se templó el acero [de Nikolai Ovstrovski, 1932].
¿Cuándo fue tu primera prisión?
Durante el primer sitio de la Universidad, cuando la ruptura de relaciones diplomáticas con Cuba. Salíamos a las manifestaciones con la consigna “lo que el gobierno rompe nosotros lo mantenemos”. El secretario general de la FEUU era el Flaco Bazzano. Le dice a Ventura Rodríguez, que era el jefe de Policía: “Mire, nosotros nos retiramos, pero usted nos tiene que dar garantías de que no va a meter presos a los ocupantes”. Le responde que sí, el Flaco Bazzano le pide el megáfono y dice: “Compañeros, hemos llegado a un acuerdo para retirarnos pacíficamente…”, y antes de devolvérselo grita: “¡Cuba sí, yanquis no! Muchas gracias”. Obviamente terminamos presos. ¿Cómo no te va a quedar grabado ese recuerdo?
Hablemos del golpe de Estado.
Yo era funcionario del Banco Central y, por supuesto, hice la huelga general. Cuando terminó la huelga general, volví al banco, a pesar de ser una figura pública. Hasta que los primeros días de setiembre nos requieren las Fuerzas Conjuntas, a mí y a otros dos compañeros de la UJC, por un volante estudiantil de secundaria. Entonces es que paso a la clandestinidad, el 12 de setiembre de 1973. Estoy clandestino hasta el 12 de marzo de 1979, cuando soy detenido en un enlace callejero.
¿Cómo fue ese momento de pasar a la clandestinidad?
A ver, para entender un poco la cabeza de esa juventud, desde el golpe de los coroneles griegos, de 1967, que estuvo precedido por una gran razia donde llevan detenida a la crema del movimiento sindical y de la izquierda de Grecia –se llevan presos a 3.000–, a partir de ahí, cada vez que había medidas prontas de seguridad en Uruguay nadie dormía en su casa. Podría venir lo que viniera, pero en la cama no nos iban a agarrar. Así que cuando el golpe todos teníamos medidas adoptadas de que cada uno tenía que tener dos o tres casas alternativas. Pero eso sí, nunca un enlace en una casa clandestina. Por eso fui detenido en un enlace callejero, en un hecho doloroso, ya que no fue por casualidad.
¿Cómo se procesa eso internamente?
Yo te diría que nos fuimos preparando psicológicamente. Cuando empezaron las torturas a los tupamaros, el partido divulgó el libro La tortura, de Alec Mellor, y el Reportaje al pie del patíbulo de Julius Fucik. No eran cursos, era leer sobre qué pasaba cuando uno era llevado preso y era torturado. Para quitarnos toda sorpresa. Y de alguna manera aquello que aprendimos por la vida: cuando la cabeza no quiere, la boca no habla. Para nosotros eso era un santo y seña. Es cierto que hubo compañeros que no pudieron aguantar, pero también es cierto que muchos pudimos.
Luego del golpe de 1973, en junio de 1974 se produce el asesinato de Nibia Sabalsagaray, otra militante de la UJC.
Yo estaba atendiendo una reunión de compañeros de la juventud del interior de la República en Ciudad Vieja y viene un enlace a decir: “Murió Nibia, acaban de entregar el cadáver”. Fue un hecho que me electrocutó. Yo la conocía. Era una chiquilina. Todo el período del golpe, particularmente cuando llegué a ocupar la primera secretaría del partido, nos llegaban las informaciones de las torturas, del Infierno Grande en el Batallón de Infantería 13, del Infierno Chico en Punta Gorda, de La Tablada, y las sacamos al mundo para que se pudieran conocer. Fuimos el país con el mayor porcentaje de presos por población en el mundo. No nos mataron, pero nos llevaron por decenas de miles. Y 50.000 presos en tres millones de habitantes, ¿cuánto significaría en Estados Unidos?
Hagamos la cuenta... casi cuatro millones de presos políticos [tomando en cuenta que en los años 1970 la población de Estados Unidos era de 216 millones de personas, es que equivaldría a 3.866.000 estadounidenses].
Eso da una idea de la proeza que hizo el pueblo uruguayo al resistir a la dictadura. Y lo hizo pacíficamente.