Quien pretenda jugar al ajedrez sin conocer las reglas no va a tener un desempeño muy brillante seguramente. A nadie se le ocurre meterse en un torneo sin conocerlas. La vida es infinitamente más compleja que el ajedrez y, sin embargo, pretendemos transitarla olímpicamente sin tener cabal idea de las reglas. Para peor, las leyes de la naturaleza no son elaboradas a partir de convenciones entre jugadores, sino que simplemente existen y nadie nos las dice: tenemos que descubrirlas. Ya descubrimos un montón y corregimos muchas versiones preliminares.

Lo más elemental que tenemos que conocer para pelear este juego sin que nos coman todos los peones o el rey de una es qué somos y dónde estamos. O traducido a un lenguaje más técnico, qué es el espacio, el tiempo, la materia y la vida. El clic lo hacemos cuando caemos en la cuenta de que ese mundo que no entiendo tiene una parte pequeñita pero muy importante para mí: yo, vida constituida de materia en el espacio y el tiempo. El autoconocimiento que de vez en cuando perseguimos no llega por mensajes de los planetas, las cartas del tarot o los caracoles, sino por el estudio de disciplinas como biología, química, psicología, comportamiento animal.

Podemos ignorar todo esto e incluso así pelear unas cuantas jugadas, aunque es bueno tener presente que los jugadores que estamos viendo son los que siguen jugando, no los que perdieron.

No siempre el conocimiento es algo percibido como buena cosa. HP Lovecraft en La llamada de Cthulhu decía: “No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas”. Un poco fuerte lo que planteaba, pero, claro, lo dijo en el contexto de una novela de terror cósmico. El cineasta Stanley Kubrick, mientras discutía sobre cómo encarar su 2001: odisea del espacio, lo planteaba en términos menos dramáticos: “Lo más terrorífico del universo no es que sea hostil, sino que es indiferente”.

En su discurso de asunción del 1º de marzo de 2020 nuestro presidente dijo: “Debemos, como decíamos anteriormente, modificar la currícula educativa, con la introducción fundamental de habilidades y conocimientos en ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, y, al mismo tiempo, impulsar aún más las carreras terciarias relacionadas con la ciencia, la investigación y la tecnología”. Este discurso va exactamente en la línea del énfasis en la educación STEM (ciencia, tecnología, ingeniería, matemática, por su sigla en inglés), como se conoce en la jerga de la educación. La enseñanza con énfasis en STEM surge en el mundo como forma eficaz de implementar de una vez en las mallas curriculares de la educación el pensamiento científico, no como barniz cultural sino como herramienta de trabajo fundamental para conocer y entender el mundo y prepararnos para lo que no conocemos o no entendemos. Todo aquello con lo que interactuamos es parte de la naturaleza y, en general, con algunos piques nos manejamos, pero de tanto en tanto nos enfrentamos a tomar decisiones para las cuales no estamos preparados, y lo peor es que no lo sabemos. Seguramente haremos una bestialidad. Para minimizar esto, por ejemplo, sirve la enseñanza STEM.

Los gobiernos y sus sociedades suelen pasar de una mirada contemplativa de la ciencia a una apreciación más estética como un aporte relevante de la cultura. Finalmente, algunas naciones la reconocen como esencial para la soberanía y como motor de desarrollo. Podemos decir que una idea fuerte que subyace en el éxito de taquilla Oppenheimer es cómo el conocimiento profundo de la naturaleza puede cambiar la historia y lo importante que resulta compartir con todas las naciones ese conocimiento, de forma que todos tengamos conciencia del poder que tenemos en las manos. El libro en el que se basa la película (Prometeo americano) va un poco más allá y profundiza algo en el concepto de que no sólo es importante compartir el conocimiento entre los gobiernos sino también entre la gente. El hermano de Robert Oppenheimer, Frank, también físico, fue perseguido por el macartismo y expulsado de la academia, por lo que debió ocuparse por varios años del cuidado de vacas. Años después, con otros aires más liberales, pudo volver a su trabajo como físico, pero por alguna razón entendió que también tenía que dedicar tiempo a la instalación de un museo interactivo de ciencia: el Exploratorium. Frank decía que el objetivo del museo era “demostrar a las personas que tienen la capacidad de entender el mundo que las rodea. Creo que mucha gente ha dejado de intentar entender las cosas, y, cuando se rinden frente al mundo físico, también se rinden ante el mundo social y político. Si dejamos de intentar entender las cosas, creo que nos hundiremos”.

Un ejemplo de alguien que percibió la importancia de divulgar el conocimiento fue Galileo Galilei, quien luego de varias jornadas de observación con su precario telescopio, descubrió que la Luna tenía cráteres; el Sol, manchas; Júpiter, satélites; la Vía Láctea, muchas estrellas; Saturno, algo raro a su alrededor, y Venus, unas fases que ponían en jaque el modelo geocéntrico. Y todo eso junto, la idea establecida de universo. Su desesperación ante la ignorancia que lo rodeaba lo hizo actuar demasiado rápido para su época, lo que le valió la condena de la iglesia, recién retirada en 1992. Algunos años después de las observaciones de Galileo, en 1666, el rey de Inglaterra convocó a la recién creada Royal Society para que se ocupara de la reconstrucción de Londres arrasada por un incendio. La creación de este GACH inglés muestra que algunas naciones estaban comenzando a encontrar alguna utilidad en la ciencia ya en el siglo XVII.

Luego del caso Oppenheimer y de la Guerra Fría que le siguió, la comunidad científica y educativa fue entendiendo la relevancia de tener científicamente alfabetizada a la población. Carl Sagan es un producto de esa época. Fue el principal científico consultado por Kubrick al plantearse realizar 2001, la primera película seria de ciencia ficción sobre inteligencia extraterrestre. Luego, el impacto de la serie Cosmos, de Sagan, fue en la dirección esperada: el público que seguía la serie se alfabetizó científicamente tal vez como nunca antes se había logrado en proyecto educativo alguno. “La astronomía aún permanece como un camino superior (y, por lejos, creo que el mejor) de introducir a los jóvenes en el camino de la ciencia. No sólo en los resultados de la ciencia en sí, sino, lo que es más importante, en los métodos de la ciencia. Mientras podamos afirmar que la ciencia puede ser usada para bien o para mal, es muy claro que el futuro pertenecerá a aquellas naciones con fuertes bases científicas, no sólo para los técnicos sino para el público en general”, decía Sagan en aquella carta de 1993 dirigida a Antonio Mercader (entonces ministro), revivida recientemente ante la posibilidad de caída de categoría de Astronomía en la malla curricular de la educación media superior.

¿Qué se preguntarán las próximas generaciones?

La astronomía de 1993 era mucho más interesante que la que yo cursé en el liceo Suárez, pero si la de 1993 era interesante, no hay adjetivos para la de hoy. Mientras mis conocidos veteranos de mi generación me preguntan sobre eclipses y estrellas fugaces, mis conocidos jóvenes me preguntan sobre las técnicas para obtener imágenes de agujeros negros o detectar ondas gravitacionales. ¿Qué se preguntarán las próximas generaciones? En el guion de 2001 Kubrick y Arthur C Clarke, el autor de la novela en la que se basa la película, decían: “No hemos encontrado aún medios para la observación directa de planetas que orbitan otras estrellas. Hay, sin embargo, considerable evidencia indirecta de que al menos cierto porcentaje o tal vez la mayoría de las estrellas tienen sistemas planetarios”. Casi 60 años después, junto con colegas y estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República nos dedicamos a estudiar cómo evolucionan las órbitas de algunos de los miles de exoplanetas que se conocen (sí, las órbitas de los planetas cambian con el tiempo). Pero mientras nosotros nos ocupamos de la dinámica planetaria, las atmósferas de algunos de esos exoplanetas están comenzando a ser estudiadas desde poderosos instrumentos. ¿Qué química se encontrará? ¿Podremos hablar de actividad biológica? Ante estas perspectivas tenemos dos opciones: prepararnos, como se viene sugiriendo desde hace muchos años, o, como decía Lovecraft, “refugiarnos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas”.

Tabaré Gallardo es profesor titular de Astronomía en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República.

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