El caso Marset ha hecho ingresar a Uruguay al mundo de los narcoescándalos con todos los condimentos necesarios para que se enciendan las luces de alerta. Los ingredientes son el crimen internacional de una figura destacada de la Justicia paraguaya en circunstancias propias de un thriller de alto voltaje, fugas reiteradas y espectaculares, sospechas de soborno y complicidad por parte de funcionarios en distintos estamentos institucionales cercanos a altos niveles jerárquicos del gobierno uruguayo. El problema está instalado y de la peor manera.

Más allá de la espectacularidad de un hecho preocupante, es necesario hacer un esfuerzo para no deslumbrarse por los destellos del tronco incandescente, y tomar la distancia necesaria para tener una visión más amplia del bosque.

El narcotráfico, junto con otras actividades ilegales tales como las falsificaciones, la trata de personas, el comercio ilegal de órganos, el tráfico ilegal de armas, el comercio clandestino de petróleo, representa un fenómeno global, del que no escapa prácticamente ningún país del mundo. Mueve anualmente miles de millones de dólares y, según estimaciones de agencias especializadas, es la actividad delictiva, conjuntamente con las anteriormente mencionadas, que después del comercio del petróleo canaliza el mayor volumen de recursos dinerarios a escala global. Involucra en un extremo a humildes campesinos que apenas retienen un porcentaje ínfimo del negocio. También a traficantes especializados en movilizar grandes volúmenes de mercadería desde los centros de producción hasta los países de altos ingresos donde se concentra la demanda con mayor poder de compra. Y comprende además organizaciones sofisticadas vinculadas al lavado de activos, que utilizan tanto los paraísos fiscales como los grandes bancos internacionales para lograr su cometido. A lo descrito anteriormente hay que agregar la comercialización de la droga de desecho en los países de producción y tránsito, donde el narcomenudeo provoca graves perjuicios a la seguridad ciudadana. Tal vez la más tangible, además del crecimiento de la inseguridad en los barrios, es la sobrepoblación en las cárceles, atestadas de jóvenes delincuentes, la mayoría adictos y con elevadas tasas de reincidencia.

Todo el fenómeno reposa sobre una enorme paradoja. La represión al narcotráfico es la clave sobre la que se funda la construcción del valor de los productos comercializados. Según fuentes colombianas confiables, el kilogramo de cocaína en zona de producción cuesta 2.000 dólares, pero ya puesto en puerto de salida, el valor asciende a 4.000 dólares. Si el producto llega a Miami, se sitúa en el entorno de los 20.000 dólares por kilogramo, pero en Nueva York alcanza los 25.000 dólares. Y si el destino es Europa y el embarque corona, puede llegar a 35.000 dólares el kilogramo.

La estrategia internacional que prevalece frente al fenómeno del narcotráfico es impulsar la confrontación directa. En Estados Unidos se habla de manera explícita de una guerra contra las drogas. Guerra que ya tiene más de 60 años y en la que son muchos los países de América Latina que se están desangrando. Y Uruguay está ingresando de manera inequívoca al escenario. Es una guerra con resultados pobres y con inmensos presupuestos asignados para cubrir los costos del personal de seguridad, el armamento, los equipos, factores todos que distraen recursos de inversión que son requeridos para atender los desafíos de financiar las necesidades fundamentales de nuestros pueblos.

Hagamos un rápido repaso de esta evolución. Para ello es necesario remontarnos a la década de los 70 del siglo pasado. Richard Nixon era presidente de Estados Unidos y Henry Kissinger su secretario de Estado. Ambos dejaron una huella profunda en la historia reciente del mundo que está relacionada con el fenómeno que nos ocupa.

El negocio a escala global del narcotráfico se encuadra por la vía de los hechos en la lógica de un sistema de ampliación de las fronteras del mercado mundial. Hay que diferenciar claramente entre el discurso formal, cargado de instituciones, convenciones y acuerdos nacionales, regionales y multilaterales fuertemente condenatorios al tráfico de una parte, del proceso concreto y tangible de la vertiginosa expansión en el lapso de los últimos 60 años de un mercado paralelo que mueve volúmenes de recursos casi tan significativos como lo hace el mercado internacional regulado.

Varias fueron las acciones que tuvieron lugar en un período relativamente breve, pero altamente significativo, en el que se sentaron las bases de procesos que persisten en la actualidad y que marcaron profundamente el curso del desarrollo mundial.

Las gestiones de Kissinger que culminaron en el Comunicado de Shanghái el 27 de febrero de 1972 hicieron posible que China se acercara a Estados Unidos para reinsertarse en el mercado mundial, dejando a la Unión Soviética en una situación de aislamiento relativo. Hay que tener presente que entonces el mundo estaba en plena Guerra Fría. Ello acontecía en forma simultánea con la concreción de la doctrina de la seguridad nacional, que sirvió de marco para el rosario de golpes de Estado en América Latina que se iniciaron en 1964 en Brasil y se fueron extendiendo por Uruguay, Chile, Argentina, Bolivia, y que encontraron en la guerra de las Malvinas el punto de inflexión para que se iniciara el retorno progresivo a la restauración de las democracias.

Dos hechos simultáneos a los anteriores marcaron la matriz del desarrollo internacional. De una parte, la eliminación del patrón oro, que se concretó el 15 de agosto de 1971 y eliminó a ese metal como respaldo de valor del dólar, que fue sustituido por la imposición a los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) de que las transacciones petroleras se debían realizar en dólares estadounidenses, quedando establecido que los excedentes se aplicaran a la adquisición de bonos del tesoro de Estados Unidos. Y en forma casi simultánea, la declaración de guerra a la marihuana por parte de Nixon, despreciando las recomendaciones del informe elaborado por la Comisión Nacional sobre el Cannabis y el Abuso de Drogas, más conocido como el Informe Schafer. Este informe fue presentado el 22 de marzo de 1972 al Congreso y a la opinión pública. Había sido solicitado por Nixon, pero el presidente rechazó las recomendaciones de la comisión, arrojó el informe al cesto y declaró la bajada de bandera para el inicio de la guerra al cannabis y los estupefacientes. Había otro ingrediente y era el hecho de que las protestas antibelicistas contra la guerra de Vietnam habían hecho de la marihuana un símbolo de resistencia.

Conviene circunscribirnos al ámbito de las consecuencias que estos acontecimientos tuvieron sobre el comercio.

El problema del narcotráfico y el lavado de activos debe formar parte de la agenda política del nuevo gobierno. Pero hay una cosa que resulta clara: Uruguay no puede enfrentar solo un problema de esta magnitud.

La inclusión de China en el mercado mundial, la imposición de la doctrina de la seguridad nacional para mantener bajo control el hinterland al sur del río Bravo, la conversión del dólar en moneda de transacción universal y la generación del mercado paralelo a través del cual se expandió la economía subterránea fueron hechos prácticamente coincidentes.

En lo formal resulta evidente la condena casi unánime al comercio de psicotrópicos. En los hechos subyace la instalación de las condiciones necesarias para que prosperara una enorme apropiación de recursos resultantes del tráfico ilegal. En forma casi coincidente con la declaración de guerra a las drogas, irrumpe la llamada Bonanza Marimbera, que se extendió entre 1974 y 1985. Consistió en que grandes cargamentos de marihuana procedentes de Colombia, con origen en la Sierra Nevada de Santa Marta, la Serranía del Perijá y La Guajira, inundaron los mercados de Miami, California y Nueva York. Fue la época dominada por Raúl Gómez Castrillón, más conocido con el apodo de El Gavilán Mayor. El correlato fue la inauguración de la llamada “ventanilla siniestra” que operó durante el gobierno de Alfonso López Michelsen, mediante la cual se permitía el libre cambio de dólares a través del Banco República de Colombia, sin preguntar por su procedencia. Los ingresos se estimaron en 2.200 millones de dólares anuales que, por cierto, eran superiores a los generados por las exportaciones de café colombiano.

Sería temerario afirmar que todo esto obedeció a un plan deliberado. Lo cierto es que los recursos del narcotráfico, en su gran mayoría y más allá de las ventanillas siniestras, no se quedan en los países productores o en los países de tránsito. Van a fortalecer las arcas de los grandes centros de consumo, donde se producen las grandes ganancias y donde se estructura el meganegocio del lavado.

México aporta un importante testimonio en la guerra contra las mafias de la droga. En épocas de gobiernos conservadores, tal como la protagonizada por el presidente Calderón, se promovió un enfrentamiento de gran escala, cuyos resultados están a la vista: más de 150.000 muertos, y el narcotráfico sigue siendo un enorme factor de poder en gran parte del territorio mexicano.

Actualmente, bajo la conducción de un gobierno con una orientación completamente distinta, a cargo del presidente Manuel López Obrador, se impulsan acciones que resultan llamativas. En su edición del 2 de agosto del año en curso, el Financial Times apunta que el gobierno mexicano entregó a oficiales del Ejército y de la Marina el control de una docena de aeropuertos civiles, la Aduana, los puertos marítimos y dos nuevas líneas ferroviarias. Para diciembre de 2023 está proyectado resucitar la quebrada aerolínea Mexicana de Aviación, pero ahora bajo la dirección de los militares. Le seguirán a ello hoteles y reservas naturales. Lo primero que se militarizó fue la labor policial por un decreto de setiembre de 2022 que reemplazó a la Policía Federal por una Guardia Nacional de más de 110.000 miembros, la cual fue colocada en la órbita del Ministerio de Defensa. Esa fuerza debería ser de mando y formación civil, pero entre sus dirigentes se designaron 27 militares y sólo cinco civiles. Y en sus filas, el 76% son militares.

México indudablemente soporta un complejo juego de presiones como consecuencia de la amplia frontera que comparte con Estados Unidos y el grave problema de la inmigración. La pregunta a formular es qué sentido tiene seguir insistiendo con tácticas que hasta el momento han demostrado ser tan ineficientes.

En el caso de Uruguay, con una realidad diferente, no podemos dejar a un lado el incremento de los homicidios asociados al narcotráfico que dan lugar a una estadística extremadamente preocupante. Tampoco se puede desconocer que el control del lavado de activos es muy laxo e incluso el hecho de que recientemente se aprobaron disposiciones que lo facilitan.

El problema del narcotráfico y el lavado de activos deben formar parte de la agenda política del nuevo gobierno. Pero hay una cosa que resulta clara: Uruguay no puede enfrentar solo un problema de esta magnitud.

De una parte se trata de definir líneas de política para atender el frente interno, donde la inseguridad ciudadana reclama acciones para fortalecer la presencia del Estado en los ámbitos locales y alentar también la participación ciudadana y comunitaria en la contención de los problemas asociados al narcomenudeo. De igual modo, es necesario definir una política sistemática que apunte a la rehabilitación de los detenidos, especialmente los jóvenes, toda vez que las cárceles explotan e impera el triste circuito de la puerta giratoria.

Por ello resulta evidente que es necesario incorporar en la agenda política nacional propuestas que deberían abordarse promoviendo la construcción de consensos, pero buscando también incidir en la formación de un criterio supranacional para redefinir modalidades concretas y realistas para hacerle frente a este enorme desafío que vienen padeciendo nuestros pueblos.

Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del PNUD (1984-1986); fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990); y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de Provincia de Buenos Aires (2003-2012).