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Nelly Rodríguez y Silvia Silva en la presentación del proyecto Semillas de Soberanía, en el colegio Varela.

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Proyecto de la Udelar busca que estudiantes aprendan agroecología en las escuelas

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“La materia prima para poder hacer un cambio cultural son los niños y las niñas; llevan sus aprendizajes a sus casas; es ahí donde se puede construir la sociedad y la comunidad”, dijo la gestora del proyecto Semillas de Soberanía.

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“Semillas de Soberanía: el nombre, desde la ontología del lenguaje, no es menor”, manifestó Rosario Trigo. Ella es la gestora operativa del proyecto que busca la construcción y el intercambio de conocimiento entre docentes y referentes de la academia, instituciones educativas, organizaciones sociales y productivas, para difundir la agroecología en programas de estudio formales. El miércoles 29 de setiembre presentaron los primeros avances del proyecto en el colegio José Pedro Varela. “¿Cuando digo ‘semillas’ qué se les presenta?”, preguntó Trigo a los participantes. “Crecimiento”, “vida”, “germinar”, respondieron. “¿Y cuando digo ‘soberanía’?”, replicó. “Libertad”, “independencia” y “elección”, contestaron.

“La idea es plantar el interés en los y las docentes que nos acompañaron en una especie de introducción, después siguen su camino”, explicó la gestora. Semillas de Soberanía es un proyecto de extensión universitaria que surge desde una convocatoria de la Universidad de la República (Udelar) para atender la emergencia social que provocó la covid-19. Trigo planteó que la pandemia despertó un “determinado interés en lo que tiene que ver con el desarrollo sostenible”. “Las huertas en los hogares facilitaron mucho la alimentación de personas en situación vulnerable, que podían tomar su alimento directamente desde sus casas”, explicó.

Remarcó que el proyecto alcanza “diversidad de centros educativos”. “De corte escolar e integral absoluto, como el colegio José Pedro Varela [Montevideo]”; “aulas específicas, como la escuela 112 [Pando, Canelones], con niños y niñas en situación de discapacidad”; “centros FOEB [centros socio-educativos de la Federación de Obreros y Empleados de la Bebida], que atienden a niños y niñas en situación de vulnerabilidad”; y “escuelas rurales de Tacuarembó”. Las actividades son una primera experiencia piloto que buscan replicar más adelante.

“La materia prima para poder hacer un cambio cultural son los niños y las niñas; llevan sus aprendizajes a sus casas; es ahí donde se puede construir la sociedad y la comunidad”, dijo Trigo. Además de los docentes, participan representantes de las facultades de Agronomía (Fagro), de Información y Comunicación, y de Ciencias Económicas y de Administración. Ellos se encargan de acompañar en el proceso a los centros educativos. Trigo agregó que “a partir de los encuentros que hemos tenido, nos hemos enriquecido todos con la construcción y el intercambio de historias y realidades completamente distintas”.

Una mirada integrada

“El concepto de soberanía alimentaria fue creado por Vida Campesina [movimiento internacional que coordina organizaciones de pequeños y medianos productores, mujeres rurales, comunidades indígenas y trabajadores agrícolas], como contrapartida al concepto de seguridad alimentaria. Se observa a la soberanía alimentaria como una estrategia de construcción de la autonomía política de los pueblos”, señaló Gabriel Picos, que es integrante de la Red de Agroecología del Uruguay, psicólogo y trabaja en Extensión Universitaria con organizaciones rurales vinculadas a la agroecología. Está asesorando a los centros que integran Semillas de Soberanía.

“La realidad no es única, pero básicamente la agroecología es la posibilidad de los pueblos de poder definir su propia política de producción de alimentos, circulación, consumo. Es la autonomía de los propios campesinos para poder llevar adelante su producción”, manifestó.

Picos planteó que la agroecología es lo opuesto a “la revolución verde y a métodos del paquete tecnológico de alimentos”. La agroecología apunta “no tanto a controlar la naturaleza”, sino a “tratar de producir en función de la diversidad”. “La revolución verde lo que propone básicamente es producir, producir y producir. Lo que está pasando es que un tercio de lo que se produce se tira. Además, se tira no sólo el alimento, se tiran el agua, la tierra y los nutrientes que se utilizaron. Hay un trabajo de los propios agricultores que se tira, porque no hay una mirada más integrada”, enfatizó.

Belén Varela es ecopsicóloga y también asesora a las escuelas participantes. Explicó que la ecopsicología busca transmitir un “sistema alternativo de vida y de relacionarse con las personas a nivel grupal, de forma horizontal”. Lo comparó con una “terapia a través de la naturaleza”. En este sentido, resaltó que una huerta comunitaria “no es sólo lo práctico”, sino “lo que genera en la comunidad misma”. “Todas las huertas son educativas y comunitarias”, observó.

Más allá de las huertas

Cada una de las experiencias fue presentada una a una por las docentes. “Nos permite hablar de todo, de qué es el cuidado, el ambiente, cómo me tengo que relacionar para poder participar en la huerta”, resaltó Nelly Rodríguez, coordinadora del centro FOEB de El Pinar. La mayoría de los niños que viven en la zona y concurren al centro tienen huerta en su casa. Al comenzar el proyecto contribuyeron con semillas; al crecer el intercambio, se creó un banco de semillas. Actualmente están realizando una guía sobre los pasos que siguieron para poder construir un folleto y ayudar a “replicar” la experiencia.

Belén Sánchez es una de las docentes que trabajan en la escuela 112 de Pando. “Nuestra escuela es de ciudad, donde los espacios verdes son mínimos”, describió. Se unieron al proyecto pensando en aprovechar recursos que los que disponían de una experiencia anterior: una serie de talleres semanales dirigidos a niños que ingresaban a educación secundaria. Dentro de la escuela hay niños con discapacidad auditiva y la docente explicó que consideraron “sumamente importante que estuvieran integrados a un grupo de oyentes, para que los acompañara el intérprete y que el cambio de una etapa a otra no fuera tan brusco”. Debido a esta actividad, la escuela contaba con una huerta móvil y una compostera.

Según contó Sánchez, muchos niños se tenían que retirar en el correr de la mañana por “dolores de panza frecuentes”. “Uno de los problemas que identificamos fue la alimentación: muchos niños iban a la escuela sin desayunar, y otro de los grandes inconvenientes que teníamos era la mala alimentación”, agregó.

“Todo es descubrimiento, tanto para ellos como para mí; no tenía experiencia en este tipo de proyectos”, narró. Se comenzó trabajando con la compostera de la escuela y allí identificaron que “era solamente un depósito de los desechos orgánicos de la cocina”. La docente contó que la huerta móvil también estaba “bastante descuidada”. Sin embargo, desde la escuela se cedieron los dos recursos para que los trabajaran.

Este año construyeron su propia huerta; ya empezaron a nacer pequeños brotes. Ahora están buscando trabajar con los residuos orgánicos de las casas de los niños y las niñas. Más allá de la parte técnica específica referida a la producción agroecológica, lo que más destacó fue el trabajo desde distintas disciplinas. “Por ejemplo, incorporar vocabulario nuevo, trabajar de la mano con la biología. Muchas veces son conocimientos sumamente abstractos para los niños, y más aún para los que están en situación de discapacidad. El conocimiento abstracto hay que trabajarlo, y esta instancia nos permite encontrar las estrategias y los recursos”, refirió.

Reconoció que el proyectó ayudó en “la autonomía” de los niños y las niñas y a “asumir la responsabilidad”, porque generó una rutina diaria del cuidado de las plantas y las lombrices. Planteó que “ellos llegan y de manera autónoma ya saben lo que tienen que hacer y le van perdiendo el miedo a tocar la tierra”.

Conectar con la tierra

La Micaela es un establecimiento familiar de producción agroecológica ubicado en Los Cerrillos, que participa en el proyecto de extensión universitaria. Dos estudiantes avanzados de la Fagro son trabajadores en el lugar: Joaquín Mollica y Gustavo Rostagnol. Mollica relató que en los próximos meses van a empezar a recibir a los niños y las maestras. “La idea es que se empapen un poco de la realidad, que ya lo vienen haciendo en las escuelas, pero que puedan ver que La Micaela no es un predio armado para una visita, sino que es un predio productivo”, apuntó.

Rostagnol planteó que “se suma el aspecto social, el vínculo entre las personas que trabajan en el predio, que se comparte un trabajo, una manera de vivir y algo que se vive de forma vocacional, que es producir alimentos sanos y cuidar el medioambiente”.

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