“Necesitamos 28 conferencias para reconocer la necesidad de eliminar los combustibles fósiles y detener y revertir la deforestación. Necesitamos otro año para admitir la perspectiva de mejorar la financiación climática. Belém honrará el legado de la COP28 y la COP29 para celebrar la transición energética y proteger la naturaleza”. Así el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, presentó con tono heroico su discurso de la antesala ejecutiva a la trigésima Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP30) que comenzará en Belém do Pará, a las puertas de la Amazonia, el lunes, con expectativas de terminar el 21 de este mes.
Lula tenía razón en algo. En 2023 los países decidieron en una capital petrolera –Dubái– iniciar oficialmente el largo, demasiado largo, camino hacia el fin de la era fósil.
Fue el mismo año en que Uruguay experimentaba su peor crisis hídrica en medio siglo. También fue el mismo año en que el planeta Tierra experimentó por dos días seguidos cómo será la vida si cruzamos el aumento de dos grados centígrados en comparación con el promedio anterior a la Revolución Industrial. Son esos dos grados la frontera máxima que instauró el Acuerdo de París, que cumple en 2025 una década de firmado. El objetivo ideal era de 1,5 grados. Es un acuerdo que obliga a todos los países, incluido Uruguay, a presentar cada cinco años planes de cómo reducirán su contribución al aumento del calentamiento del mundo. El último informe de análisis de esos planes, publicado por la Organización de las Naciones Unidas en octubre de este año, indica, sin embargo, que con los compromisos asumidos hasta la fecha no es suficiente.
Es cierto, sin el Acuerdo de París estaríamos mucho peor. Los esfuerzos públicos y privados por dejar de desmontar y de usar petróleo, gas y carbón producto del compromiso internacional redujeron la posibilidad latente de llegar a lo que se llama un “cambio climático catastrófico”, un escenario que, de acuerdo con un análisis de Climate Central –un grupo independiente de científicos y divulgadores que investigan y publican información sobre el cambio climático y sus efectos en la vida de las personas– dejaría a varias partes de Montevideo, Paysandú y Treinta y Tres por debajo de la línea de la marea.
¿Por qué, entonces, tan poca pompa alrededor de la COP30, tan cercana y sudamericana?
De 2023 a 2025, mucha de la erosión de las esperanzas para evitar ver el mundo arder fue geopolítica. En medio de los rascacielos de Dubái, las negociaciones que empujaron al más mínimo compromiso de decretar el lento e inexorable fin de los fósiles se dio mientras que representantes de las islas del Pacífico no estaban en la sala, rompiendo de facto la regla básica de la diplomacia del clima en Naciones Unidas: todas las decisiones deben ser consensuadas por los países asistentes a la conferencia para ser consideradas válidas.
La escena, que significó un insulto para los estados insulares que corren riesgo de desaparecer debido al cambio climático, fue la primera grieta del hondo pozo de la desconfianza que cubrió lo sucedido el año pasado en Bakú, Azerbaiyán, cuando se debía discutir el siguiente paso: quién pone el dinero para mitigar y adaptarse a sequías e inundaciones que cuestan millones a los países, sobre todo a aquellos que no son los principales responsables de la crisis.
Además, las conferencias del clima no existen en el éter. Para cuando los delegados del gobierno uruguayo llegaron a Bakú, ya sabían que uno de los principales responsables del calentamiento global había elegido a un negacionista como presidente de la COP, el antiguo ejecutivo petrolero Mukhtar Babayev. En medio, dos conflictos –el de Ucrania y el de Gaza– y la estridente falta de compromiso de Europa de asumir un papel más protagónico en el financiamiento.
Los 300.000 millones de dólares comprometidos por los países ricos a los países en desarrollo al final de las negociaciones son un monto cuatro veces menor a lo pedido por el G77+ China, que incluía a SUR, el bloque creado entre Uruguay, Paraguay, Argentina, Brasil y Ecuador y que tuvo un escabroso estreno ese año, con la delegación del gobierno argentino de Javier Milei abandonando la conferencia y muchos de los delegados del bloque común enterándose por Whatsapp.
A esto se le suma el gesto simbólico de llevar la conferencia a la Amazonia, un ecosistema esencial para el equilibrio del mundo. “Decidimos que el Amazonas es para el mundo como la Biblia. Todo el mundo sabe que existe y lo interpreta de manera diferente. Queríamos que la gente viniera aquí y lo viera”, dijo Lula. Pero en el proceso condenó a todos, y sobre todo a los países del Sur, a lo que será una de las negociaciones más inaccesibles para gobiernos, sociedad civil y periodistas debido a los costos de alojamiento. Literas de cruceros y contenedores son ofrecidos a precios de una suite presidencial en un hotel 5 estrellas. De manera contradictoria, se espera que la presencia latinoamericana, sin contar con la brasileña, esté a niveles mínimos en comparación con conferencias como la de Dubái o la de Glasgow, que exigían cruzar el Atlántico y más allá.
Entre “compromisos con el multilateralismo” y contradicciones diplomáticas
La hoja de ruta de las posiciones del gobierno de Uruguay para la COP30 fue presentada oficialmente el 18 de setiembre de 2025 en el anfiteatro Reinaldo Gargano del Ministerio de Relaciones Exteriores. Estuvieron presentes, entre otros, el canciller, Mario Lubetkin, el ministro del Ambiente, Edgardo Ortuño, y la directora de Cambio Climático, Fernanda Souza.
De acuerdo con el documento de la hoja de ruta prevista para Belém do Pará, incluye llevar como éxito el cambio de la matriz eléctrica con energías renovables como la energía eólica, solar y biomasa, que alcanzó un promedio del 94% del total de la matriz entre 2017 y 2023. “Se trata de una transformación muy temprana y un objetivo lejano para muchos países, incluso la mayoría de los más desarrollados”, sostuvo el Estado en la actualización de sus compromisos climáticos (conocida como Contribuciones Nacionalmente Determinadas o NDC, por sus siglas en inglés) presentada en 2024 a la Convención de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, bajo cuya bandera se desarrollan las COP.
El desafío uruguayo con los fósiles tiene que ver con lo que el gobierno de Yamandú Orsi ha llamado en su documento oficial “la segunda transición energética”: la de los sectores de transporte, industria y agricultura. El problema no sólo son los costos de electrificar el parque automotor o los “cambios culturales necesarios”, como sostiene la política climática presentada por Uruguay a Naciones Unidas en 2024. Está el problema fiscal: el Estado cuenta con los ingresos provenientes de los impuestos a combustibles y las utilidades de Ancap para cubrir un presupuesto que de por sí ya es complejo. De allí que para el gobierno uruguayo la “transición energética justa” incluya el “empleo, juventudes, equidad social y comunidades locales” como una de las prioridades de cara a las negociaciones. Sin embargo, esto sucede mientras el Ministerio de Ambiente estudia solicitudes de empresas multinacionales petroleras que buscan explorar, con miras a explotar, hidrocarburos en el mar uruguayo.
Con la diplomacia brasileña ocupada en liderar las negociaciones globales, a Uruguay le tocará en la COP30 el inédito desafío de liderar a su bloque, el Grupo SUR. Tras el abandono de la delegación argentina en 2024, este año el gobierno de Milei volvió a confirmar una escueta delegación y un nuevo compromiso climático más regresivo que el anterior, buscando boicotear las discusiones sobre género y cambio climático. Por su parte, el gobierno paraguayo también confirmó pocos delegados, en una decisión que se debe en parte a costos y en parte al distanciamiento del presidente Santiago Peña de su par brasileño y su acercamiento al gobierno de Donald Trump y el propio Milei en su cruzada antigénero. El otro socio de Uruguay, Ecuador, llega a las negociaciones en medio de denuncias de organizaciones ambientalistas de persecución por parte del gobierno de Daniel Noboa, que además eliminó el Ministerio del Ambiente. Incluso Brasil no está exento de cuestionamientos. Al mismo tiempo que ha bajado la deforestación de la Amazonia, ha aprobado la exploración petrolera en la zona.
En octubre, durante la mesa redonda de ministerios de América Latina y el Caribe en Brasilia, el subsecretario de Ambiente uruguayo, Óscar Caputi, dijo que la presentación actualizada de los compromisos climáticos del país en tiempo son “una señal clara de compromiso con el Acuerdo de París”. “Uruguay reafirma su compromiso con el multilateralismo, la ciencia y la cooperación internacional”, dijo Caputi, pero agregó que “no hay acción climática posible sin financiamiento”. Ante la brecha entre el dinero que se necesita y el que ofrecen los países desarrollados, señaló que el Estado ha llevado una política de “mecanismos financieros innovadores”, como la emisión en 2023 de un bono soberano atado al cumplimiento de sus políticas del clima.
Sin embargo, el financiamiento es necesario para adaptar infraestructura, ciudades, escuelas, sistemas de salud y de provisión de agua ante el desafío de calores cada vez más persistentes y lluvias cada vez más copiosas que serán la nueva realidad, incluso si se cumplieran los objetivos del Acuerdo de París, que no es la proyección al día de hoy.
Si el dinero para financiar políticas climáticas de por sí es escaso, el específico para adaptación es aún menor. Es uno de los clavos que dejaron las negociaciones de la COP29. Y aunque la diplomacia brasileña sostuviera que “cada COP está definida por una serie de temas, y en Belém serán otros que los de Bakú”, según sostuvo una altísima autoridad del gobierno de Lula en una reunión con periodistas en Azerbaiyán, las pretensiones de más dinero para adaptación podrán renovar la disputa entre el Sur y el Norte.
Un tópico en el que partes del gobierno de Orsi parecen ir en direcciones contrarias es en la agricultura. Ante consultas mediante pedidos de información pública sobre las reuniones establecidas por el gobierno con diferentes actores del sector de cara a las negociaciones de la COP30 para este reportaje, el Ministerio de Ambiente y el de Relaciones Exteriores dieron información contradictoria. Ambiente informó en detalle de las reuniones sostenidas por la Dirección Nacional de Cambio Climático con organizaciones como la Vía Campesina y la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo. Ambas organizaciones aglutinan al sector de pequeños y medianos productores a nivel global, e históricamente han empujado políticas de fomento y adopción de la agroecología, el apoyo a la agricultura familiar y el abandono de pesticidas. Mientras tanto, en una carta firmada por el canciller Lubetkin ante una consulta similar, el Ministerio de Relaciones Exteriores afirmó que “no obra” en sus archivos “la información solicitada”.
La respuesta firmada por el canciller no sólo contradice la documentación proveída por el Ministerio del Ambiente, que compartió una carta de invitación a organizaciones firmada por Lubetkin además de su par Ortuño, sino que también contradice las propias declaraciones que el ministro de Relaciones Exteriores dio el 8 de setiembre en una rueda de prensa tras reunirse con la Asociación Rural del Uruguay (ARU) en la Expo Prado. El ministro afirmó haber invitado a integrantes del gremio a que participen en la presentación de la hoja de ruta para la COP30, argumentando que “los temas comerciales van de la mano con los temas de sensibilidad ambiental”, como el Acuerdo Unión Europea-Mercosur, y que la presencia de la ARU era relevante ya que “también va parte de los intereses”.
La posición del Grupo SUR en agricultura ha sido históricamente en favor de gremios agroexportadores, a menudo siendo acusado incluso de rayar el negacionismo sobre el innegable impacto de la agroindustria en el cambio climático.
Una investigación publicada este año develó que, durante el gobierno de Luis Lacalle Pou, el Instituto Nacional de Carnes había pagado 9.000 dólares por una “asesoría ambiental”, reuniones con el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, el de Ambiente y un informe “confidencial” para guiar las negociaciones climáticas en la COP28 a Frank Mitloehner, un investigador norteamericano que recibió millones de dólares de una fundación impulsada por Cargill, Tyson Foods y JBS –empresas agroexportadoras– con el objetivo de impulsar un modo alternativo para medir el impacto del metano de la ganadería, una de las principales fuentes de contaminación del sector. Esta métrica, conocida como GWP*, es rechazada por el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático y por varios expertos como un “truco contable” que permitiría al sector realizar lavado verde o greenwashing.
Entre impuestos a los superricos y mercados de carbono: las soluciones a la falta de dinero para el clima
A cinco días del inicio oficial de las negociaciones, Azerbaiyán y Brasil lanzaron un documento conjunto con el fin de hacer frente a la enorme distancia creada entre Bakú y Belém respecto del dinero para el clima. La propuesta se centra sobre todo en el papel de bancos multilaterales y el Fondo Monetario Internacional, por un lado, como proveedores de financiamiento para el clima y, por el otro, debido a la dificultad de países para hacer frente a las inversiones necesarias debido al nivel de deuda que enfrentan.
En lo que respecta a recomendaciones, la creación de un impuesto a los denominados “superricos” es considerado un modo de recaudar entre 200.000 millones de dólares a 1.364 millones de dólares, dependiendo de la tasa y el país donde se aplique. Pese a la provocativa propuesta, no tiene un mandato explícito y mecanismo de discusión, siendo un caso más de propuestas lanzadas durante la COP30, pero que en realidad no están vinculadas legalmente a las negociaciones. Otro ejemplo similar de este tipo de iniciativas incluye la llamada Declaración de Agricultura Sostenible firmada en la COP28 por Uruguay.
Un elemento que sí será parte de las negociaciones y está vinculado al financiamiento es el de los mercados de carbono regulados por el Acuerdo de París. Luego de llegar a un consenso para empezar a operativizarlo en la COP29, este año el principal punto contencioso será sobre qué tipo de proyectos podrán ser comercializados. Los mercados de carbono son descritos como parte de los “mecanismos innovadores de financiamiento” por el secretario general de la Convención sobre Cambio Climático, Simon Stiell. De acuerdo con Stiell, se busca “proveer recursos directos a países en vías de desarrollo y ahorrarnos 250.000 millones de dólares” en políticas climáticas.
El riesgo se encuentra en que países fuercen reglas laxas o metodologías cuestionables, también que repitan los errores de los mercados voluntarios, donde estafas sobre la cantidad real de carbono capturado o robos de tierras a comunidades han sido escándalos en los últimos años. Otro problema es la expansión de cultivos forestales de eucaliptos y pinos, los cuales son atractivos para los esquemas internacionales de carbono pero depredan valiosos ecosistemas naturales, como los pastizales. Esto ya es una realidad en Uruguay, donde un estudio documentó cómo el avance de cultivos agroforestales redujeron de manera drástica la cobertura de pastizales. Un dilema adicional es que varios de estos cultivos forestales utilizan, al igual que los commodities tradicionales como la soja, agroquímicos que ponen en peligro a comunidades, como fue documentado en Paraguay con eucaliptos vendidos a Apple como créditos de carbono.
Maximiliano Manzoni es un periodista uruguayo que vive en Paraguay, especializado en clima y ambiente. Publicó investigaciones en El Surtidor, con las que ganó el Premio Gabo en 2018. Dirige Consenso, un medio sobre clima, justicia y desinformación ganador del Premio Nacional de Periodismo Científico. Ha obtenido becas del Lincoln Institute for Land Policy y del European Forest Institute y es miembro de la Red de Periodismo Climático de Oxford y Bertha Fellow 2025.