Todos los días era la misma historia. La rutina era extenuante. Y los días festivos o comerciales, que apuntan a aumentar el consumo de la gente, peor aun. Durante la semana “interminable” esperaba ansioso el lunes, su día libre.
El mostrador de la rotisería del supermercado se desbordaba de clientes que, número en mano, esperaban llevarse el almuerzo o la cena. Detrás, al estilo de Tiempos modernos, las empleadas producían como si fueran robots los platos del día y una gama variada de ensaladas, sándwiches, postres... Y Álvaro no daba abasto.
Ollas, fuentes, asaderas, jarras... Todo desparramado alrededor de la pileta a la espera de agua, jabón y las manos de Álvaro. Entraba a las 14.00, vestido como para atajar un temporal: botas de goma, gorra y un delantal de nailon encima del uniforme, que sólo se mantenía blanco en el largo trayecto del reloj tarjetero a la cocina. Con suerte, a media tarde, cuando salía la segunda tanda de producción, Álvaro terminaba de enjuagar lo que esperaba a ser lavado desde la mañana. Y la pileta se llenaba nuevamente. A veces, al verla le nacían ganas de “pegar la vuelta y renunciar”. “Era mucho, mucho. Me daba bronca, porque quería terminar y quedar un poco tranquilo y no podía. Dos por tres, tomaba una pastilla, que llevaba en el bolsillo, para calmar la ansiedad. Miraba el reloj, ¡y era peor! Si me quedaban cosas para lavar al otro día, me rezongaban”, recuerda mordiéndose los labios. Cada tanto, mandaban a otro para que lo ayudara, pero sólo a veces. Entonces el horario se extendía, y hasta rotaba. Tenía que estar blanquito de nuevo y pronto a las 6.00.
Limpiar los pisos, los hornos y las cámaras de frío -donde permanecía al menos media hora y “salía congelado”- era también parte de su tarea. Por ella cobraba poco más de 6.000 pesos al mes; 1.000 se le iban en boletos, y otros tantos en alquiler, luz y agua. Siempre, a mitad de mes, “tenía que pedirle plata a mamá”.
Un lunes, la encargada le pidió que fuera, pero él optó por descansar. Ella se enojó. “Ésa fue la gota que colmó el vaso de agua”. Sin dudarlo, y antes de cumplir el año en la empresa, se fue con “terrible dolor en la columna y cálculos en los riñones”, que el médico le diagnosticó al poco tiempo.
En la vueltita, nomás
De chico añoraba ser chofer de ómnibus. Aunque jamás agarró un volante, su vida giró sobre ruedas. El estudio no era su fuerte: repitió primero de liceo y abandonó. Vendía especias con su padre en la feria. A los 18 años se largó por su cuenta a vender pastillas y curitas (lo que alternó, años después, con el trabajo en el supermercado). Viajar en los ómnibus también es rutinario: las mismas caras, el mismo recorrido, pero no es tan extenuante y, en definitiva, hace casi la misma plata que lavando pisos y ollas. Dice que cuando la gente cobra, él trabaja más, y que los malos días, cuando hay poca venta, saca 300 pesos.
“En el supermercado tenía más presión; acá nadie me manda, y si llueve no salgo”, cuenta. Sociabilizar con la gente y hacer amistad con los choferes y los guardas fue lo que lo “enamoró” de andar en la calle. “Lo hago con orgullo”, desliza mientras muestra la mercadería que lleva dentro del canasto que le regaló su madre. Gracias a él, ahora ofrece también naipes, sets de costura, palillos, maní con chocolate y chicles. Pero las curitas y las pastillas son, desde hace 20 años, “lo que más se vende”.
Luego de los “infaltables” mates madrugadores, compra la mercadería en Mercedes y Arenal Grande y emprende su primer viaje a la Ciudad Vieja. Vuelve al Centro, y viceversa, porque “en el Centro hay menos vendedores que en otros barrios”. Cuando el sol está más alto, Álvaro descansa una hora; después arranca con más fuerza, y trabaja hasta entrada la noche. En las horas pico, cuando los ómnibus están “hasta las manos”, espera tranquilo, aunque ansioso, una línea con no tantos pasajeros, para así no “molestar a la gente con el canasto”.
El dinero que lleva a diario a su hogar “no alcanza”, pero mientras dé para “las cosas de la casa y reponer las ventas, está bien”. No es consumista. Su celular Nokia pasado de moda y su facha lo demuestran. “No ando en la droga, no fumo, no soy borracho. Tomo a veces alguna copita, cuando Peñarol o la celeste” se disputan el balón con un rival y los bares invitan al disfrute de la pasión futbolera.
Con respecto a sus expectativas para el futuro, afirma: “Me he anotado en empresas de seguridad, y cada tanto miro el diario, a ver si sale algo mejor”. Porque tiene claro que beneficios como el de la salud, que tenía en el supermercado, en la calle brillan por su ausencia. Por eso, más de una vez recurrió a esas alternativas laborales. “Un vendedor me habló de un proyecto, parece que la Intendencia de Montevideo [IM] nos va a obligar a anotarnos en el Banco de Previsión Social [BPS]”, comenta. Le entusiasma “tener una platita” para la jubilación. “Si sale eso, me quedo acá, porque los ómnibus siempre van a estar, y esto algo me va a dar”.
Después de tanto andar
La venta en el transporte no es una práctica nueva. En la década del 50 existía una normativa que permitía a canillitas y loteros hacerlo; fue la última que trató el tema, según constató Jorge Meroni, presidente de la Comisión de Movilidad Urbana de la Junta Departamental de Montevideo (JDM). En 2006 hubo varios intentos de crear un decreto para formalizar la labor, pero los borradores quedaron a la espera en un cajón. “No había consensos políticos para sacar una reglamentación”, reconoció Meroni a la diaria.
El cajón se abrió este año y, al parecer, el borrador está en marcha. Varios organismos estatales, con el apoyo de los transportistas, vienen desarrollando reuniones para respaldar a los miles de vendedores y artistas callejeros a estabilizar su situación. Miguel Marrero, integrante de la Asociación Sindical de Cooperativistas del Transporte (Ascot), dijo que desde el sindicato se trabaja el tema, para que choferes y guardas reconozcan la actividad, porque “muchos, aún hoy, no lo hacen”. “Hay gente que ha construido su vivienda y su familia gracias a esta tarea, que es tan digna como cualquier otra y merece una jubilación”, subrayó.
El BPS intenta concientizar a los trabajadores callejeros de sus derechos. Celia Vence y Ramón Ruiz, del Departamento de Seguridad Social de ese organismo, señalaron que los vendedores y artistas “no sienten que su tarea sea digna” y que es “un sector difícil de incluir”, porque les falta organización. La idea es eliminar, o al menos disminuir, todo empleo informal mediante el monotributo, un régimen de aportación que se creó en 2000, que consiste en el pago de un aporte único para que los trabajadores accedan al Sistema de Seguridad Social. En 2007, con la reforma tributaria, se incluyeron varias actividades no reconocidas hasta ese momento; entre ellas, la venta ambulante de artesanías, artículos varios, comida, entre otras.
Los vendedores pagan por ficto, como lo hace, por ejemplo, un comerciante que no tiene un ingreso fijo, según explicó Vence. De esta forma, quien trabaja en la calle puede aportar a la seguridad social y contar con seguro por enfermedad. Además, el aporte jubilatorio reconoce los años trabajados desde la creación del monotributo: “Si el vendedor se registra hoy pero trabaja desde 2009, como ese año el monotributo ya existía, cuenta para la jubilación”.
El proyecto prevé, además, obtener un registro de artistas y vendedores mediante una tarjeta magnética, similar a la de los pasajeros. Con esta medida se pretende erradicar la mendicidad y el trabajo infantil en el área del transporte, de los que los choferes y guardas son, de alguna manera, cómplices. “Nosotros no queremos eso”, recalcó Marrero. Por eso, para que no trabajen menores de 16 años, se están afinando criterios con el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay.
Una vez que se apruebe el decreto en la JDM -“dentro de 45 días o 60, a más tardar”, según Meroni-, “la IM tendrá 180 días para reglamentarlo”.
Marrero y Ruiz son optimistas con respecto a los resultados del proyecto, porque, en opinión de este último, “estamos en un sistema diferente, en el que hay voluntad política y los trabajadores se plantan con otra cabeza”.
Álvaro tiene bien plantada la suya. Es “feliz así” y está “muy conforme” con la vida que tiene. No pretende demasiado, sólo no volver jamás a la rotisería. Es tranquilo, de buen carácter, respetuoso y trabajador. Así se define, y así parece ser. Dice que no tiene muchos amigos y que siempre anda solo. “Me gustó la entrevista. Nunca me habían preguntado sobre mi vida y mi trabajo. Está bueno, porque uno se desahoga un poco”, confesó a la diaria luego de un café que fue la previa de su primer viaje sobre ruedas de la tarde.