La Base Artigas opera durante todo el año, aunque en invierno sólo está habitada por ocho personas y en verano, temporada en la que viajan los investigadores, puede alojar hasta 60. El Instituto Antártico Uruguayo (IAU) se ocupa de supervisar, coordinar y promover el Programa Científico y Ambiental Antártico Uruguayo, que se nutre de profesionales provenientes de diversos institutos académicos, que presentan proyectos para ser evaluados y eventualmente seleccionados por un grupo de trabajo independiente.
El IAU se encarga de la manutención de los equipos técnicos, el traslado y el costo de los materiales. Un avión Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Uruguaya realiza entre cinco y siete vuelos por temporada, mientras que un buque de la Armada Nacional reabastece a la base en los meses de verano, el cual zarpó la semana pasada con este propósito. Actualmente hay 11 proyectos y tres actividades de investigación en curso a cargo de 22 investigadores uruguayos, la mayoría de ellos estudiantes avanzados de grado y posgrado.
Los campos de investigación son numerosos: ecología, biomasa de agua dulce y salada, ciencias de la tierra y ciencias sociales. En ciencias biológicas se trabaja intensamente en la búsqueda de nuevas enzimas bacterianas y microorganismos promotores del crecimiento vegetal. Pero la Base Artigas es tan sólo una de las 68 instaladas en el “continente blanco” y muchas veces se establecen proyectos conjuntos de investigación.
Santuario biológico
Debido a condiciones físicas, la Antártida -al igual que el Ártico en el hemisferio norte- se asemeja, en muchos aspectos, al planeta Marte: hielos perpetuos, ventiscas de 50° bajo cero y un clima extremadamente seco. Por ese motivo las agencias espaciales de las naciones comprometidas en la conquista y exploración del Sistema Solar han enviado numerosas misiones científicas.
Los astrobiólogos -especialistas en el estudio del origen y evolución de la vida en diferentes ambientes- consideran que si existen organismos adaptados a esas condiciones, entonces la probabilidad de encontrar bacterias o microorganismos en Marte o en las lunas heladas del Sistema Solar se incrementan. A estas formas de vida capaces de sobrevivir en el frío extremo o en ambientes altamente tóxicos se las denomina “extremófilos”.
Esta clase de organismos es buscada minuciosamente desde hace décadas. El doctor WolfVishniac, de la Universidad de Rochester (Estados Unidos), fue pionero en esta disciplina: a fines de 1973 había depositado una serie de estaciones microbiológicas en el suelo de la Antártida. En pleno trabajo de campo, cerca de la cordillera Asgard, resbaló por una pendiente y se desplomó al vacío. Su muerte no fue en vano: poco después, su equipo recogió algunos de los experimentos y encontró una flora fascinante: algas microscópicas que viven a pocos milímetros de profundidad y son capaces de conservar agua líquida a 20° bajo cero.
Expertos en diferentes áreas de la ciencia están particularmente interesados en los extremófilos: algunas de estas formas de vida poseen una maquinaria molecular muy compleja que les permite reparar largas cadenas de ADN. Otros, como la bacteria Thermus Aquaticus, son altamente resistentes al calor; ésta permitió desarrollar la técnica de la reacción en cadena de la polimerasa (fundamental en ingeniería genética y utilizada actualmente en criminología para identificar ADN).
Las investigaciones científicas desarrolladas en suelo antártico motivaron a las agencias espaciales y permitieron construir complejos laboratorios que se depositaron exitosamente en la superficie de otros mundos. La nave espacial Curiosity -un robot semiinteligente que actualmente se desplaza sobre la superficie del planeta Marte- fue probado por los doctores Andrew Steele y David Blake, del Laboratorio a Propulsión a Chorro de la NASA, en una de las regiones más frías e inhóspitas del planeta, antes de ser enviado al espacio: el archipiélago Svalbard en el Océano Glacial Ártico.
Curiosity es producto de la interfaz más exquisita entre la inteligencia artificial, la nanotecnología y los conocimientos adquiridos en la búsqueda de formas de vida en ambientes extremos. Esta búsqueda, sin embargo, no se limita a la astrobiología; muchos expertos consideran que la vida en la Tierra no surgió en la superficie de los océanos (la “charca templada” de Darwin y Wallace), sino en ambientes de temperatura, presión y acidez muy alejados de las condiciones usuales de equilibrio químico y físico.
Pero la Antártida no es solamente biodiversidad y formas exóticas de vida: es una especie de “máquina del tiempo”. Bajo sus hielos se encuentra el registro de las condiciones climáticas de la Tierra en épocas remotas. A medida que transcurre el tiempo se van acumulando capas de hielo que conservan las características ambientales de cada época. Los paleoclimatólogos, utilizando una técnica similar a la estratigrafía (estudio de las capas sedimentarias del subsuelo), perforan la superficie para obtener núcleos de hielo. En el laboratorio analizan las burbujas de aire atrapadas en los núcleos para saber cuáles eran las condiciones físicas de la Tierra hace miles de años. La poderosa explosión del volcán Thera, en la isla Santorini, al sur del mar Egeo, en 1628 a.C., pudo ser confirmada mediante esta tecnología.
Los hielos se retiran
Madeleine Renom, doctora en Ciencias de la Atmósfera y los Océanos de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, confirmaba hace poco tiempo a este cronista que “el clima es producto de numerosas variables y el comportamiento de las masas oceánicas es un factor de especial importancia”.
Las alteraciones regionales de la temperatura y del clima (inundaciones, sequías o fríos extremos) no tienen por qué ser atribuidos necesariamente al calentamiento de la Tierra. “El clima experimenta variaciones cíclicas en lapsos de tiempo de decenas, cientos o miles de años. En Uruguay a comienzos del siglo XX la temperatura alcanzaba los 40° en verano y bajaba hasta casi 0° durante la temporada invernal; sin embargo no existía aún el fenómeno del cambio climático”, afirma Renom.
No obstante, el efecto invernadero es una realidad; estudios estadísticos basados en registros históricos han permitido confirmar que la temperatura media del planeta se ha incrementado en 0,75° desde la Revolución Industrial.
Hace pocos años Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos (1993-2001), en un documental titulado La verdad incómoda denunciaba la forma en que la actividad humana está desestabilizando numerosos nichos ecológicos, destruyendo especies y alterando de forma irreversible hábitats y redes tróficas. Su intensa preocupación por las consecuencias del cambio climático a nivel planetario le valió el premio Nobel de la Paz 2007.
Ecuación incompleta
En el conocido film de 2004 El día después de mañana, dirigido por Roland Emmerich, se atribuye una súbita caída de la temperatura terrestre a la interrupción de la corriente cálida del Golfo por el agua proveniente del derretimiento del casquete polar norte.
El doctor Marcelo Barreiro, especialista en oceanografía e investigador de la Universidad de Princeton (Estados Unidos), confirmaba meses atrás que el derretimiento del Ártico no puede provocar una “prematura” edad de hielo, ya que la corriente del Golfo -que aporta calor al hemisferio norte durante los inviernos- depende, en gran medida, de la circulación atmosférica.
Por otra parte, los grandes cambios climáticos a nivel planetario se suceden con regularidad en escalas de tiempo geológico. Según el científico serbio Milutin Milankovitch, la Tierra experimenta cíclicamente etapas frías y cálidas que obedecen a factores astronómicos. El comportamiento de la atmósfera y del océano es sumamente complejo de predecir debido a que se utilizan ecuaciones no lineales (modelos matemáticos que dependen de variables no estáticas). Sin embargo, los expertos coinciden en que el aumento de la temperatura media de la Tierra en los últimos 100 años responde a factores que no se habían tenido en cuenta en los modelos climáticos elaborados hasta mediados del siglo XX, concretamente la actividad antrópica; “el choque entre nuestra civilización y el planeta”, en palabras de Al Gore. Un conflicto que ya había sido pronosticado en 1957 por el doctor Roger Revelle al estudiar los registros atmosféricos de dióxido de carbono en los últimos 200 años.
Los glaciares se retiran, las placas de hielo de la Antártida se desprenden y el casquete polar norte se reduce año tras año debido a un incontrolado efecto invernadero.
Danilo Anton, doctor en Geografía de la Universidad Louis Pasteur de Strasbourg (Francia), afirma que “en el peor escenario, si el termostato terrestre se rompe y la temperatura se dispara fuera de control, las consecuencias pueden ser catastróficas”.
El trabajo que realizan los científicos uruguayos en la base Artigas, al igual que los de otras naciones en la Antártida, es de vital importancia. Según el doctor Mark Stanley Price, director del movimiento Conservación de la Vida Salvaje, dentro de 50 años los casquetes polares habrán desaparecido llevándose al olvido un ecosistema de proporciones gigantescas y de extraordinaria belleza. Literalmente, un mundo inexplorado y agónico cuyos misterios los científicos intentan develar antes que sea demasiado tarde.