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Foto: Javier Calvelo

Como perros

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Hace exactamente 22 años, llegar o partir de Montevideo era distinto. Digo 22 años porque fue la primera vez que sentí que llegaba a esta ciudad que entonces me parecía monstruosa y delirada, tan grande como las que sólo había visto en películas.

Todo estaba más compartimentado. Los que llegábamos de distintas partes del país teníamos nuestras zonas de aterrizaje. La empresa Cita se ubicaba sobre la plaza Cagancha y los ómnibus de COTMI (un poco más copetudos entonces) estacionaban en un centro perfecto para hacer sentir al forastero o al canario que había ingresado a un mundo lejos de su pueblo chico: sobre la avenida Uruguay casi haciendo esquina con Libertador -tan ancha y tan inmensa, con el Palacio Legislativo como colofón de oro-, uno sentía que por fin iba a poder perderse en el anonimato encantado de un trazado desconocido.

“¿Hacia dónde queda 18 de Julio?”, le pregunté, inocente e inquieto, a un hombre que supuse perfectamente capitalino (quién sabe por qué), y recibí aquella respuesta amarga para un provinciano: “Pero muchacho, ¿no la ves? Ahí, frente a tus ojos. Si es un perro te muerde”.

Me importó un comino mi desconocimiento originario y tampoco me preocupó que diez minutos después estuviera tomando un 109 en la dirección contraria a la que debía dirigirme: yo pensaba que los ómnibus iban en una sola dirección. Tampoco me importó pasarme paradas como kilómetros, porque no entendía cómo indicarle al chofer o al guarda que quería bajarme, hasta que entendí que el chistido cada dos cuadras no era un sonido gutural propio de los capitalinos sino el timbre que les indicaba que uno quería descender.

Unos años después, nos encandilamos o alucinamos con esa estructura enorme que se ubicó como cabeza neurálgica de la ciudad. Andenes, decenas de empresas que nos trasladan a todas partes del país, escaleras mecánicas, quioscos, McDonald's, tiendas de ropa, cajeros automáticos, cientos de asientos plásticos de colores, una señora que por un altoparlante nos indica la hora de llegada o de partida hacia o desde distintos puntos de la tierra. Tuvimos, al fin, nuestra Terminal Tres Cruces, y un mundo interno y otro que lo rodea y complementa, como reflejos de unas formas de trasladar nuestros cuerpos o esperar en ese punto exacto de la incertidumbre o el deseo. Un viaje, así sea a San José o Rivera, siempre nos sitúa en un estado de suspensión, de mínima especulación espiritual, de corte entre lo que fue y lo que será.

Entrar a Tres Cruces, a un aeropuerto, a una sala de hospital, entrar a cualquier forma de la espera, implica un recogimiento psíquico, una expectativa o un mirarlo todo sin detenerse en nada, un registro del trasiego ajeno, la pregunta real sobre los otros: ¿quiénes son?, ¿adónde van?, ¿qué llevan, real y metafóricamente, en sus mochilas?, ¿dejan una vida atrás?, ¿inauguran otra?, ¿escapan?, ¿se aventuran?, ¿simplemente suben y bajan de los ómnibus como autómatas?

No se puede aventurar un comportamiento general porque precisamente el trasiego de tantos miles por día desarticula lo deductivo y también cualquier especie de inducción. Quizá habría que apelar a aquella idea de Jorge Luis Borges, que proponía pensar por abducción: del entrevero de hipótesis contradictorias entre sí es que puede surgir alguna verdad. Claro que hay gente que trabaja y cumple horarios, y sube y baja de los ómnibus en horarios fijos y determinados, camionetas que transportan paquetes, estudiantes que van o vienen del interior, paseantes, turistas, todo lo obvio que un lugar así propicia y diseña. Pero intento registrar otra cosa: todas esas vidas en aparente orden y sintonía, marcadas por horarios y destinos territoriales que, sin embargo, nos enrostran a pesar del común devenir, la más manifiesta entropía. La singularidad dentro de la masa, podría decirse, o la historia única y muchas veces compartida de los pasajeros en trance.

Está el equipo de los que te abren la puerta del taxi y esperan la propina, el canarito recién llegado que sale de la zona de las encomiendas con una caja de cartón llena de milanesas y otros víveres provenientes de Cerro Largo, el obrero que carga y descarga, la empleada de mostrador con cara de explotación, sonrisa forzada y trajecito impecable, el hombre que despide a su amor, el que viene a la capital a hacerse un estudio y el que se va porque no soporta el ruido, las barras de muchachitos que vienen a ver un clásico y, entre tantos miles, ahora sí, dos grupos perfectamente identificables: la gente del interior que se puso sus mejores galas para visitar a alguien o pasar un día en Montevideo (siempre se nota ese cuidado de la gala de domingo o de teatro) y esa especie rara de uruguayos que cuando viajan a Buenos Aires (sean de la clase social que sean) toman una actitud corporal precisa, identificable, una gestualidad canchera, despreocupada y un poco altanera, que dice: “Me estoy yendo a Buenos Aires”.

Es una cuestión de escalas y así sucede siempre: la gente rural asume ciertos gestos ficticios (porque cambia de territorio) cuando va a su capital departamental, los de las ciudades del interior actúan un tanto distinto cuando vienen a Montevideo, los montevideanos toman cierta impostación grandilocuente o de provinciano frente a la gran manzana del sur, y así sucesivamente: cuando muchos porteños viajan a París y principalmente a Nueva York, sienten (y demuestran) ese no sé qué que los sitúa orgullosos más allá de sí mismos, de sus vidas cotidianas, ese entusiasmo por expandirse en el mundo. Expandirse territorialmente cambia el gesto, siempre. Ah, y claro, cómo olvidarse ahora de la temporada de verano y la explosión de esa otra actitud descontracturada y de 100 dólares por día por un ranchito en Rocha. Qué raros somos: a veces nos cuesta pagar 100 pesos por una entrada a un espectáculo, pero no tenemos pudor en dejar tantos americanos por un rancho hecho pedazos. Serán las ganas de salir de esta ciudad, o la fuerza del océano, qué sé yo.

Necesito diez páginas para registrar este mundo (las empleadas de limpieza, el motor en movimiento que no se detiene nunca, la noche en donde todo se apacigua o transmuta el ritmo y la atmósfera), ese bullicio permanente y las miles de caras que son la delicia para un fisonomista psicótico. Pero no las tengo, y algo del afuera también tengo que decir: de ese mundo enrevesado, caótico, lleno de símbolos que ya todos conocemos pero no sé en qué medida los hemos puesto a dialogar (quizá, en verdad, no dialoguen en lo más mínimo y sólo sean parte de la esquizofrenia sígnica de cualquier ciudad). El cuestionado monumento papal y aquel veredicto casi mortal o doloroso que Tabaré Vázquez le dio a un espacio público laico con la instalación de ese gran símbolo católico, una iglesia en una de sus esquinas, los hippies a toda hora con telas en el piso, los mendigos en la placita de los hippies, y la plaza de la bandera, a la que al menos en los últimos años le pusieron otros bancos y más pasto, como haciéndola menos milica, una casa de artículos chinos, edificios que se erigen como si estuviésemos en la España de 2003 (el boom español de la construcción que hipotecó la vida de un pueblo), hoteles de medio pelo y de nuevos ricos, ruido, explosión de colores e imágenes; todo un universo inaprehensible que sólo filmado minuciosamente podría ser representado.

Pero no todo es tan chirriante ni luminoso alrededor de Tres Cruces: todos hemos visto esos dos cines porno que están a sus costados, abiertos las 24 horas. Esas coincidencias: al lado de Tres Cruces, dos cines XXX. Ahí pasan otras cosas: tránsitos, canarios, películas, miserias, olores, placeres, transas. Ahí siempre es de noche y quizá sea el último lugar que habitó (le estoy incorporando un giro al guion) el personaje pajero de la película La Perrera (2006), de Manolo Nieto, antes de verse solo, sin saber si quedarse en Montevideo o volver a Rocha, sentado en un banco amarillo o rojo en la sala de espera, abrazado a su mochila o a su orfandad, al destino de ser el único muchacho en el mundo en medio de tanto tránsito, de tanta gente.

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