Bajo en el destino y corroboro una vez más una verdad que siempre pienso (o siento, qué sé yo, a veces se me confunden los planos) pero que nunca escribo: muchos barrios de Montevideo y sobre todo ésos a los que con fino eufemismo les decimos periféricos, se parecen mucho a los barrios alejados del centro del interior del país (definidos estos centros por una plaza principal siempre rodeada de intendencia, iglesia, club social, centro comercial y, en el mejor de los casos, algún teatro). Quiero decir: los perezosos que quisieran conocer un poco el interior podrían darse un paseíto por la periferia para tener una idea aproximada de esa atmósfera cansina o lejos del epicentro consabido, que en verdad no es definitoria de ninguna ciudad.
Supongo que esa arquitectura o esa forma de estar no es una propiedad de este país: lo mismo sucede en ese Buenos Aires querido que invocamos como otro eslogan pero que no pisamos ni a palos luego de bajar del Buquebús, y que se llama Conurbano y que siempre refiere a cierta pobreza, otro ritmo, otra clase (los famosos “cabecitas negras”), el Buenos Aires sin glamour o ciertamente alejado (ómnibus, subte, tren) de aquel eslogan que invitaba “a la gran diversión”. En fin, estoy diciendo de esos barrios obreros (y a veces pobres o indudablemente marginales) los que, obviamente, ningún boletín oficial ni eslóganes altisonantes creados en agencias publicitarias cool van a nombrar como destino. No, porque la publicidad es inteligente (estudia a su público actual o futuro), y qué va a ir a poner gigantografías de shampoo con nombres o fragancias francesas y bebidas de etiqueta a un barrio donde lo que abundan son las peluquerías improvisadas en un garaje o un galponcito con carteles y letras pintadas por sus propios dueños, y bares que le pelean la existencia a la “piqueta fatal del progreso” (hoy estoy coloquial y recurro a todos los eslóganes o sentidos acordados para que nos entendamos sin pretensiones de críptica lengua). Pero cuánto se cuidan el cabello los obreros (tres peluquerías en dos cuadras) y qué ingenio tienen (quizás es lo que siempre tuvieron) para revolverse y, como dicen los porteños, para “abrir quioscos” en simultáneo. Sobre una misma casa tres ofertas trazadas por la misma mano en distintos carteles: “Alquilo pieza, cocina y baño”, “Peluquería: damas, hombres y niños” y “Taxi flet”.
Tomá para vos: si eso no es multiempleo, autogestión y revolverse en los intersticios del trabajo único y seguro (esa quimera uruguaya), no sé qué lo es. Otro cartel escrito a mano sobre una cartulina rosada y prendido a una reja negra con cinta Scotch, enternece (o debería hacerlo) hasta al científico más cotizado y mejor pago de la Facultad de Ingeniería: “Reparamos tu PC”. Y no por condescendencia sino por las formas que algunos encuentran de insertarse en el mundo contemporáneo y sus lógicas.
Sigo caminando y me doy cuenta de que en verdad estoy un poco perdido sobre José Pedro Varela y más cerca de la Curva de Maroñas que de Villa Española, pero mi extravío territorial igual me sirve para otra corroboración cultural que no necesita de números ni estadísticas para ser dicha con propiedad: en una sola cuadra, como en casi todas las ciudades, algunas avenidas trazan destinos, marcan distintos sueños y, seguro, hasta formas de dormir. De un lado, las casas más coquetas, de ladrillos a la vista, de vieja clase media o nuevo pequeño burgués (pequeño, cierto, pero con autos comprados en el último quinquenio y banderas del Frente Amplio en sus ventanas), y del otro, el reflejo que ningún coqueto quiere ver, pero que a veces el muy perro del espejo nos devuelve igual porque le gusta manipular nuestros rostros: latas, ranchos, pedazos de hormigón que me hacen acordar a las taperas de campo abandonadas, pero llenas de gente.
Como ya visité hace poco la Curva comienzo con la pregunta que supuestamente nos lleva hasta Roma, pero que es algo que tampoco es cierto. Excepto los veteranos del barrio (uno siempre los identifica) muchas personas en todas las partes de la ciudad no sabemos dónde vivimos.
Andamos como autómatas en un círculo trazado que nos lleva de una obligación a otra. No conocemos nuestras calles, nuestros parques y avenidas, ni idea de ese barrio que sólo leo en el cartelito de los ómnibus. No somos verdaderos transeúntes, no vivimos la ciudad, apenas nos alejamos de casa, le tememos al otro barrio, que es lo mismo que decir a lo desconocido. Le rehusamos a aquél otro axioma que también puede ser cliché o eslogan: para saber quiénes somos o fuimos (yo creo que nunca sabremos qué o quiénes seremos), tenemos que gastar las suelas, trillar, hacernos una película de la ciudad de relato recortado pero basada en hechos reales, los propios.
Ahora sí llegué a Villa Española y transito la calle Corrales y sus alrededores. Otra marca de algunos barrios obreros se me hace evidente. Los obreros cuelgan sus ropas recién lavadas en los frentes de sus casas: medias de bebé, calzones, camisetas, sábanas, uniformes de trabajo. Todo a la vista, y no sé si eso significa que sacan sus trapitos al sol o que no tienen fondo o que es una expresión cultural. Aquí no funciona esa canción de Cabrera que habla de ropas de la vecina flameando en las terrazas. Aquí funciona algo menos poético (por las terrazas, digo, siempre poetizantes) o más impudoroso: los vecinos muestran a todo trapo y viento los calzones y las sábanas que usan. Y hay otro uso del barrio que dejó de usarse. De pronto camino por la calle Habana y estoy ante la imponencia de la fábrica FUNSA y su construcción de manzana entera. No sé por qué, pero enseguida hago un juego de relaciones que se presenta solo: Habana, miles de obreros, fábricas de antaño. Todo viejo, todo vencido, todo abandonado. No soy un nostálgico de ningún régimen ni defiendo ideologías o mitos (eslóganes) que ya no convencen a nadie, pero me conmueve el pequeño relato de un anciano que fue uno de los 2.900 obreros que esa fábrica contuvo hasta el 73 y a la que luego los milicos entregaron a un yanqui (son sus palabras) que fundió muchos sueños.
A la vuelta, por Varela, una buena imagen como contrapunto; un hombre vende decenas de objetos diversos: palanganas, wáters, un primus oxidado, un andador para ejercicio de los años 80 o 90, un autito de juguete, “ecibidores de calzado”, una caldera sin tapa, ventanas, puertas, unas piernas de maniquí. Sólo las piernas, sin cuerpo. Vuelvo al cuento del viejo obrero de FUNSA, corto y contundente: de esa escenografía que me imagino como la de una URSS acabada o la del museo de corned beff en Fray Bentos, dice que “todo es escombros” aunque rescata los 300 trabajadores que se cooperativizaron hace diez años. “Y después, lo que siempre funcionó y nunca se dejó de hacer, son guantes. En esa sección trabajan unas 30 personas”. Rememora pero no es nostálgico, un tiempo se fue y él lo asume: muchos galpones ahora están ocupados por empresas que los alquilan como depósitos. Me vienen a la cabeza palabras como packing, importación, business. Antes el negocio era otro y la vida también: un bar en el que ahora me como una milanesa casera y sabrosa a 50 pesos en la calle paralela a su garita de portero, fue otra delicia o algo así, otro proyecto: todo el día rebosaba y los trabajadores no tenían tiempo ni de tomarse un café porque la producción era infernal. En el bar sin los brillos de antaño, cinco hombres tranquilos beben vino clarete o whisky medio pelo. Y en la puerta del baño una frase que firma Carlos Gardel y que reza “Hay que cambiar todo como la taba/ el que no cambia todo/ no cambia nada”. Almuerzo mi milanesa bien obrera y contundente y enfrente observo la estructura roja, con un cartel (otro eslogan) que habla solo: “FUNSA es Uruguay”. Si será cierto. Y sobre otro muro, la frase: “Autogestión, un rumbo de todos”. Pienso en los pasados y en los rumbos y sólo creo en un perro atado que ladra y en la exquisita milanesa al pan.