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Carolina Morales, Tamara Figueredo y Patricia Díaz. Foto: Pablo Vignali

Y el mundo fue blanco

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Jóvenes sordos, la lengua de señas y el sistema educativo.

A simple vista, los sordos no muestran signos de su discapacidad: apenas se distinguen, son casi invisibles. Forman parte de una comunidad históricamente excluida que sufre doble discriminación: por un lado, de su propia familia, con la que les cuesta entenderse, y por otro, del resto de la sociedad. Se calcula que en Uruguay hay aproximadamente 30.000 sordos. En especial, los niños y jóvenes sordos tienen grandes problemas para comunicarse con sus padres, a quienes les resulta un enorme desafío explicarles todo: los detalles de la vida cotidiana, las opiniones, los recuerdos, la muerte.

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El público está atento. En unos segundos la madre va a empezar a leer en voz alta, pero va a interrumpirse por la mitad. María Emilia, aunque está ahí, no va a escuchar la voz de su madre quebrándose. Sobre el silencio del público, y aguantando las ganas de llorar, su madre va a justificar su emoción: “Es de mi hija”. Entonces, otra mujer va a leer por ella la frase completa. Una frase que, en otra lengua, María Emilia -de 21 años- dijo alguna vez: “Mi mundo era negro. Me sentía sola, triste, pero cuando conocí la lengua de señas y tuve contacto con otras personas sordas mi mundo cambió. Todo estaba iluminado, me podía comunicar. Estaba con personas como yo, podía hablar de mis sentimientos, no estaba sola. Mi mundo negro desapareció y se convirtió en blanco”.

Es sábado temprano en el salón de actos del liceo IAVA, donde se realiza el 6º Congreso de familia de la persona sorda. Cuando finalice, todos van a aplaudir como lo hacen los sordos: moviendo las manos levantadas.

Los carteles, las fotos, las enciclopedias

Carolina pataleaba, gritaba, se tiraba al piso: no quería salir. Con pocos años y con una sordera severa, sus padres no sabían cómo comunicarse con ella, no sabían cómo hacerle entender, por ejemplo, a dónde iban cada vez que tenían que salir de casa. Sin embargo, pudieron improvisar una solución: las fotografías. Poco a poco las fotos empezaron a multiplicarse: del médico, de la casa del abuelo, del ómnibus, de un taxi, de la fonoaudióloga. Todo con el objetivo de que mirara y supiera, de que mirara y no llorara. Otra estrategia para comunicarse fue colocar carteles por toda la casa con los nombres de los objetos, utilizar recortes de revistas, señalarle enciclopedias ilustradas.

Durante todos esos primeros años sus padres se preguntaron infinitas veces cómo explicarle los asuntos más mínimos a una niña que vivía en un mundo sin palabras, a una niña que ni siquiera sabía de la existencia del pasado, del presente, del futuro, del abecedario, de los nombres de las personas.

Patricia, su madre, cuenta cómo vivió la sordera de su hija durante los primeros años: “Me alimentaban a mí el ideal de que ella podía hablar, como si lo único que existiera en este mundo fuera ser sorda hablante. No importaba si entendía o no. Si repetía palabras era una genia. Vos le decías ‘mate, mate, mate’ y ella decía ‘mate, mate, mate’. Ella repetía como un loro, pero en realidad el concepto no lo tenía claro”.

Los primeros años, el segundo bautismo

La escena: una mujer llora porque tuvo que ser intérprete de señas de un hombre sordo al que no le habían informado que tenía cáncer y que iba a morir. Esa mujer fue la intérprete frente al cura en su confesión final. Adriana -la madre de María Emilia- cuenta que esa historia que vivió alguien de su entorno le quedó grabada para siempre: “Ahí me cayó la ficha, yo decía: [mi hija] no va a ni siquiera poder confesarse en silencio sin que esté alguien presente. Toda su vida pasa por las manos de otra persona”.

Adriana es madre de una sorda profunda. Cuando nació María Emilia sólo recibió una visión médica de la sordera, y el mandato de que su hija tenía que hablar. Durante los primeros años se sucedieron las visitas a las fonoaudiólogas, el uso de audífonos, las indicaciones sobre cómo poner la boca para pronunciar ciertas palabras.

De hecho, antes de descubrir la escuela para sordos, María Emilia fue a una escuela para niños con síndrome de Down. Para ese entonces, Adriana estaba convencida de que su hija tenía un retardo: la comparaba con otros niños de la misma edad y notaba las diferencias. Un día, con Patricia, fueron a una conferencia sobre sordera dictada por Graciela Alisedo, una reconocida lingüista argentina: “Nos explicó a los que estábamos ahí sentados -no se imaginó que éramos madres- que los chicos sordos tienen un problema lingüístico, que el único problema que tienen es ése. Que sabiendo lengua de señas ellos iban a hacer el proceso igual que cualquiera. Nos tuvieron que sacar. No te puedo explicar… era tanto el llanto, estábamos ahogadas. Viste cuando decís: ¿cómo nadie me lo explicó hasta ahora?, ¿cómo nadie me lo dijo, si con eso yo solucionaba toda mi vida y la de mi hija?”.

En verdad, los niños sordos no se parecen en nada a los niños con otro tipo de deficiencias. Generalmente su situación socioafectiva puede compararse con la de un niño aislado. Uno de sus mayores problemas es que generalmente no comprenden qué sucede: los llevan y los traen, y muchas veces no saben por qué, a dónde ni hasta cuándo. Eso hace que muchas veces tengan más angustias y sean más temerosos que el resto de los niños.

En la comunidad sorda existe un acto conocido como el segundo bautismo. Entre los sordos no utilizan los nombres de nacimiento, sino que cada persona tiene un signo propio que es elegido por el resto: puede ser inspirado en un rasgo físico (la forma de la nariz, el cerquillo, el color de ojos, un lunar) o en un rasgo del carácter, como sucedió con María Emilia. Aunque a sus 21 años sea difícil de imaginar, ella es reconocida por los demás sordos por el signo de “violenta”, una herencia de aquella época en la que la ausencia de una lengua propia la hacía tener mala conducta. Ése es su nombre, y uno insiste en la posibilidad de cambiarlo, pero no: los nombres son para siempre.

* Ir detrás de lo que sucede*

En la mayoría de los casos, a los sordos les llega el resumen, la conclusión, el esqueleto de la historia. Uno de los problemas más grandes de los jóvenes sordos es toda la información a la que no pueden acceder: se pierden de las conversaciones de su familia, de sus vecinos, de lo que se dice en la calle, en la televisión y en la radio. Eso los pone en desventaja con respecto a los demás jóvenes de su edad. Según Adriana: “No saben el funcionamiento del mundo. No saben cómo funciona lo que para nosotros es tan natural. No saben que la UTE se paga si no viene alguien y les dice especialmente ‘mirá que la UTE se paga, mirá que la salud es así, mirá que el trabajo es así. Tienen una desinformación de lo cotidiano. Ése es el drama más grande del sordo”. Considera que como madre es muy difícil balancear esa falta de información. Siempre hay cosas que se pasan: “En tercer año de liceo le dije [a María Emilia] que los curas no se casaban, y cuando la fui a buscar al liceo estaban todos los sordos afuera diciéndome ‘¿Es verdad? No seas mentirosa’, me decían. Me discutían, estaban furiosos, y María me decía ‘¿Y tú ahora me venís a contar eso? Me hacés pasar vergüenza’”.

Luis Morales es profesor de Idioma Español en el liceo 32 y trabaja desde 1996 con jóvenes sordos. Asegura que ellos siempre están interesados por lo que sucede, pero como el mundo está diseñado para los oyentes casi siempre se quedan sin saber o saben retaceado. “Les hacen un resumen chiquito o les dicen ‘ahora después te cuento’. El sordo siempre está detrás de lo que está sucediendo, queriendo saber”. Pone como ejemplo las noticias: “Miran el informativo: ven imágenes, pero las imágenes por sí solas no hablan. Si no sabés decodificarlas no entendés un pomo. Sacale el volumen al informativo y no sabés lo que pasó. Eso les pasa a los sordos”.

Adriana, como otras madres de chicos sordos, cuenta que durante años tuvo el brazo negro de que su hija le diera golpecitos para preguntarle qué decían los demás. “Dejé de ir a los cumpleaños. Si quería hablar con una de mis sobrinas o ahijadas no podía porque la tenía a ella preguntándome qué decían. ‘Pará, después te cuento’. ‘¿Después cuándo?’, me decía. Me agotaba”.

Patricia y Adriana son madres que dominan la lengua de señas, por lo que pueden mantener una comunicación fluida con sus hijas. Sin embargo, son la excepción. Los familiares de sordos que hacen uso de la lengua de señas son una minoría, si bien se ofrecen clases gratuitas en casi todos los departamentos del país.

Tamara, de 18 años, sufre por no poder expresarse, por quedar por fuera de las conversaciones de adultos que, incluso en muchos casos, la tienen como centro a ella. Vive con su tío, con quien se puede entender, y con su abuela, que no habla lengua de señas. Tamara, con sus manos, explica: “Mi abuela quiere que yo hable y que le entienda su oral. Yo le digo: ‘hablame claro y suave o escribime’, porque en realidad no entiendo todos los conceptos. Entonces me enfurezco, y si mi tío no está porque estudia o trabaja discutimos mucho. Ella no entiende lo que quiero decir y yo no la entiendo, entonces nos adaptamos tipo teatro, mímica, o llamo a mi prima que vive cerca, o a mi tía, a ver si pueden ser mediadoras”.

La lengua es oxígeno

Desde 2001 Uruguay, por la Ley N° 17.378, reconoce la lengua de señas uruguaya como la lengua natural de las personas sordas. El Estado está obligado a contratar intérpretes en todos los lugares públicos: en el sistema educativo, en el Poder Judicial, en programas televisivos de interés general, entre otros. De todas formas, al ser una lengua minoritaria, el manejo de la lengua escrita (en Uruguay, en español) también es necesario para la comunidad sorda, ya que es la que les permite acceder a gran parte de la información.

95% de los niños sordos nace en hogares oyentes, por lo tanto no suelen aprender la lengua de señas, pero tampoco el español. Mientras un niño oyente domina a los cinco años unas 3.000 palabras, el niño sordo puede llegar a 150. Eso se traduce en limitaciones muy concretas: por ejemplo, un sordo no puede escuchar los sonidos de una película, pero tampoco es capaz de mantener el ritmo de lectura de los subtítulos.

El mayor problema es que en muchos casos el niño sordo no logra desarrollar las redes conceptuales, debido a la estrecha relación que existe entre pensamiento y lenguaje. Luis Morales explica: “Lo que no perciben quienes toman las determinaciones en la educación de las personas sordas es que la lengua de señas y el español son el aire que precisa el intelecto de la persona sorda para poder respirar, vivir y fortalecerse. Si no tiene el oxígeno de las dos lenguas no va a poder avanzar”. Morales asegura que, por ejemplo, los sordos son muy buenos para resolver operaciones matemáticas. “Eso habla de la nobleza del cerebro. Siempre se decía ‘el sordo no abstrae, tiene que ser todo concreto’, toda una serie de tópicos que en realidad son sumamente falsos y nocivos, porque entonces se los manda a que vayan a hacer carpintería, que claven clavos o que acomoden cosas en el supermercado, porque eso es lo que [se considera que] pueden hacer”.

Los sordos y la educación bilingüe

Una frase de un estudiante sordo, leída en el Congreso de familia de la persona sorda, resume las dificultades que estos jóvenes suelen tener para integrarse al sistema educativo: “Cuando entré a la escuela me dijeron que la culpa era de mi familia; cuando entré al liceo 32 me dijeron que la culpa era de la escuela. Cuando entré al liceo 35 me dijeron que la culpa era del liceo 32. Cuando salga del liceo 35, ¿de quién será la culpa? ¿Mía, por ser sordo? ¿Cuándo voy a dejar de sentirme culpable?”.

En la actualidad existen cuatro escuelas para sordos en el país: la escuela Nº 197 en Montevideo, Nº 84 en Maldonado, Nº105 en Rivera y la Nº116 de Salto. En el resto de los departamentos, menos en Flores, existen clases para sordos en escuelas comunes. Una vez que terminan la escuela, los estudiantes sordos tienen la posibilidad de cursar ciclo básico en el liceo Nº 32 y luego bachillerato en el liceo Nº 35 IAVA. Muchos alumnos y familias del interior han tenido que venir a Montevideo para que sus hijos tuvieran una mejor educación. A su vez, algunos alumnos viajan todos los días desde otros departamentos.

La educación de los sordos debe ser bilingüe: la lengua de señas es considerada su primera lengua, y la segunda, el español escrito. Aprenden la lengua de señas con naturalidad, pero el español supone un gran desafío.

Trabajando por la comunidad sorda

En la actualidad Adriana Riotorto y Patricia Díaz son intérpretes de lengua de señas y lideran la Asociación de Padres y Amigos de Sordos del Uruguay, una institución que existe desde 1994 y que tiene como objetivo elevar la calidad de vida de las personas sordas y de sus familias. Su página web es apasu.org.uy. Otras instituciones que trabajan por la comunidad sorda de Uruguay son la Asociación de Sordos del Uruguay y el Centro de Investigación y Desarrollo para la Persona Sorda, una asociación civil que, desde 1991, dicta cursos de lengua de señas uruguaya y forma intérpretes profesionales. Se puede encontrar más información en sordos.org.uy.

Hace años, Adriana esperaba a su hija a la salida de la escuela. María Emilia -con moña, con 12 años- salió corriendo hacia ella con una alegría fuera de lo común. La madre le preguntó qué le pasaba, y ella, emocionada, le dio la respuesta: “Hoy entendí una palabra”. Tiempo después, con 15 años, entró al liceo. Había empezado a estudiar español a los 13. “Al principio no entendía nada, ni una sola palabra. Cuando llegaba del liceo a casa me pasaba estudiando todo el día. Tenía un estrés absoluto. Me preguntaba: ¿cómo me adapto, cómo se hace para estudiar? La verdad que Idioma Español fue un problema”.

Repetir por escrito cada palabra. Ésa fue la forma que encontró para estudiar. Dice que por ese entonces le dolían las manos de tanto repetir palabras. Muchas de las oraciones eran propias de los oyentes, por eso le costaba entenderlas. Hoy en día se pregunta: “¿Cómo llegar a una prueba y poder aprobar si lo que me dan fotocopiado o para leer en el libro yo no lo entiendo?”. En muchos casos se bloqueaba: tenía que explicar en una segunda lengua los hechos históricos, las corrientes filosóficas, los poemas, las metáforas.

Para los sordos es fundamental ser evaluados en su propia lengua. María Emilia lo explica: “Hacíamos la prueba; si nos iba mal en la prueba escrita hacíamos la prueba en lengua de señas hasta que el profesor se diera cuenta de que nosotros habíamos estudiado, de que yo entendía los conceptos. Para los sordos es mucho más cómodo poder dar las pruebas en nuestra propia lengua. Porque yo quedaba en blanco de los nervios de pensar que tenía que escribir. Es muy difícil escribir todo lo que uno siente, es como una traba”.

Graciela Alisedo plantea dos enfoques del problema de la discapacidad, dependiendo de si sólo está obligado a luchar el sujeto o el conjunto de la sociedad. “Entonces, en lugar de insistir para que un paralítico suba una escalera, que es hacerlo responsable de vencer su problema, le ponemos una rampa. De eso somos responsables todos. Quisiera que pongamos un pie en eso, que sigue siendo una verdad de Perogrullo, para decir ‘bueno, ¿qué podemos hacer para que no sigan haciendo responsables a los niños de su deficiencia?”.

La experiencia en el aula

El timbre del recreo suena y la luz roja se prende en el patio; salen los alumnos corriendo desde varias direcciones para abalanzarse hacia la mesa de ping-pong. Es la última semana de clases y sobre un costado del patio hay un par de estudiantes firmando una camiseta.

Minutos después, algunos estudiantes de tercer año, la profesora de Química y su intérprete entran al laboratorio para tener la última clase. El olor es fuerte -de algún producto químico- y la puerta queda abierta para ventilar. Hoy el grupo es más pequeño de lo normal: está compuesto por dos sordos y una chica que tiene hipoacusia (pérdida de audición) que, como se perdía en grupos numerosos de oyentes, pidió el pase para el liceo Nº 32. Ella responde a la profesora en español y se comunica con sus compañeros en lengua de señas.

El laboratorio es como todos los laboratorios: tiene una tabla periódica, maquetas de modelos atómicos y muchos recipientes en los que hay sapos, moluscos, reptiles, peces, artrópodos, anélidos. Hay balanzas y un esqueleto que, bajo una cobertura de nailon, mira hacia la pared. El objetivo de esa clase es practicar cómo igualar ecuaciones: lo hacen con tarjetas con los nombres de los distintos elementos. Durante la clase, y por la puerta todavía abierta, una chica entra por unos segundos y le devuelve a una de las alumnas -la dueña- la camiseta firmada.

Silvia Berruti, profesora de Química y de Ciencias Físicas, trabaja junto a una intérprete de lengua de señas uruguaya-español. Cuenta cómo fue su primera experiencia en el trabajo con sordos, allá por 1996: “Yo escribí en todo el pizarrón y pensé que estaba todo solucionado, que escribía y ellos iban a entender. Después me di cuenta de que no entendían nada. Era la primera vez que tenía contacto con una persona sorda”.

En los comienzos el trabajo fue a ensayo y error. En junio del primer año, por ejemplo, se dio cuenta de que los alumnos no habían entendido nada y fue necesario arrancar desde cero. Hoy ya maneja las estrategias para el trabajo con estudiantes sordos. Siempre debe basarse en lo visual, por eso apoya sus cursos en videos, dibujos, animaciones y con la experiencia de laboratorio.

¿Cómo se inventa una seña?

Transparente, solución, volumen, refracción de la luz. Ésos eran algunos de los conceptos que hasta entonces no tenían seña, por lo que fue necesario inventarlas para poder utilizarlas en el aula. La intérprete cuenta que cuando la profesora terminaba de explicar el concepto, se escribía la palabra en el pizarrón. Entonces los alumnos proponían una seña. Durante los años siguientes se explicaba cuál era la seña que se había adoptado en años anteriores. A veces los estudiantes la retomaban, otras veces la modificaban. En la actualidad, y después de muchos años, las señas ya están establecidas.

Tanto la docente como la intérprete valoran el trabajo en equipo, así como que el intérprete pueda mantenerse año a año en las mismas materias. Para Berruti, el trabajo de esta forma “es muy importante por la cantidad de señas que implica cada asignatura. Ella [la intérprete] ya maneja todas esas señas, y no tenemos que ponernos a pensar cómo era que se hacía. Eso hace que también sea muy ágil el trabajo en la clase, que ellos lo entiendan rápido, dado que ella sabe más o menos por dónde voy”.

Pasan 45 minutos y, con un movimiento de manos, la intérprete marca el timbre que suena. Antes de irse, la dueña de la camiseta le pide a la profesora que le escriba una dedicatoria. La profesora escribe sobre la remera blanca llena de inscripciones de lapicera negra y azul, llena de emoticones. En señas, la intérprete le explica a la estudiante qué dice la dedicatoria. El año que viene este grupo continuará sus estudios en el IAVA. Los alumnos se despiden de la profesora, pero antes de irse le aseguran que van a seguir visitando el liceo. La profesora sonríe: sabe que es una de esas promesas que siempre se hacen, pero que no se suelen cumplir por demasiado tiempo.

Son muchos los casos en los que los jóvenes sordos chocan contra el sistema educativo, contra el sistema de salud, contra la posibilidad de informarse e integrarse como el resto de las personas de su edad. En muchas ocasiones también tienen que luchar contra una cultura oralista que les exige que -como sea- hablen, repitan o sean capaces de leer los labios. Sin embargo, la lengua de señas es la única lengua natural de la comunidad sorda y la que los emparenta con su cultura, con sus historias, con sus referentes. María Emilia resume: “Es mi identidad, es mi lengua”, y lo sentencia como lo hace siempre: por medio de sus gestos, de sus movimientos, como abriendo el aire con las manos.

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