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Violencia contra las mujeres: el huevo y la gallina

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Basta una mirada a la retórica empleada en los últimos años sobre la problemática de la violencia contra las mujeres y sus distintas manifestaciones para suponer que existe determinado consenso a nivel político y social sobre la gravedad y urgencia de su tratamiento. Sin embargo, la buena voluntad no ha sido suficiente para avanzar desde las respuestas débiles hacia las estructurales y definitivas.

Es obvio que para problemáticas de tal complejidad no existen soluciones mágicas ni a corto plazo, pero sí caminos que se van construyendo a partir de la acumulación, la armonización intersectorial o la consolidación de puntos de inflexión que nos permitan salir de procesos circulares y contradictorios.

En el ámbito de lo políticamente correcto hemos dado pasos agigantados, con discursos, argumentaciones y frases esperanzadoras pero que no han logrado materializarse en una normativa e institucionalidad adecuadas. Un ejemplo de ello es que, a pesar de los esfuerzos y compromisos asumidos, no poseemos el marco jurídico necesario para proteger en forma integral a las mujeres frente a todos los tipos de violencia -física, psicológica, sexual, económica y simbólica- que se desarrollan tanto en el ámbito privado como en el público.

Dicha ausencia normativa incide además en la no identificación de determinados espacios de reproducción de la violencia. Específicamente en relación con la violencia simbólica, es sabido que los medios de comunicación juegan un rol fundamental, en tanto mecanismos no formales de exclusión que entretejen en su propio discurso, mediante la apelación sistemática a costumbres y creencias, la reproducción y el mantenimiento de patrones culturales generadores de violencia.

Para ver ejemplos de ello basta con prender la televisión y encontrarnos con la explosión de imágenes que mercantilizan el cuerpo de mujeres para vender más cerveza o un desodorante, con la construcción de estereotipos de la mano de Mr. Músculo, con el peculiar discurso de Washington Abdala o la insistente misoginia de Nacho Álvarez.

Las imágenes y el discurso nos sitúan en un escenario que, para algunas personas, está tan naturalizado que parece inofensivo. Como derivación de esta familiaridad, por ejemplo, algunos sectores dudan de que las expresiones machistas por parte de comunicadores sean motivo de preocupación, y subrayan el riesgo que supone para el ejercicio de la libertad de expresión “ponerse exquisitos con el lenguaje”.

Ante tales críticas y los acalorados debates al respecto surgen muchas preguntas. ¿Es aceptable que el ejercicio de la libertad de expresión provoque violaciones al derecho a no ser discriminado? Si es urgente erradicar la violencia contra las mujeres, ¿las expresiones de odio y discriminación en medios de reproducción masiva pueden quedar impunes? ¿Se justifican los limites a la manifestación de ideas cuando éstas multiplican formas de ser, pensar y actuar que al mismo tiempo se busca erradicar?

Pensar la comunicación masiva como un espacio decisivo en la redefinición de lo público y en la construcción de subjetividades, no como un mero asunto de mercado y consumo, implica también asumir su rol en transformaciones culturales profundas. La inclusión de esta perspectiva permite consolidar el papel de los medios en tanto amplificadores de nuevos sentidos comunes. Es necesario apostar a un cambio de paradigma que nos permita reconocer el problema para poder abordarlo, y no descalificar su tratamiento por miedo a que al mercado le cueste asimilar compromisos vinculados con la protección de la dignidad de las personas.

En el marco de la discusión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, se presenta la posibilidad de que se reconozca dicho rol y se permita visibilizar, nombrar y abordar seriamente el tratamiento que desde el Estado se le da a la violencia mediática como exponente de la violencia simbólica. En los próximos días nuestros legisladores tendrán la oportunidad histórica de sumar formalmente a los medios masivos de comunicación como actores clave en el compromiso que significa la lucha contra la violencia hacia las mujeres. Es un paso necesario y urgente.

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