Para qué darle vueltas a los asuntos si tenemos el permiso de ir por lo derecho: pacto ir al Cementerio del Norte un día antes de la muerte de Jelen.
¿Cómo armar entonces cajoncitos de temas, separar lo inseparable, sustraerse a esa tristeza? ¿Cómo hacerlo si esta Ciudad Ocre intenta contar lo que nos pasa por más que ese plural a veces sólo se refiera a un circuito? Ya está, quiero entrar en materia, no robarle más letras a la memoria del hombre que nos dio tantas: Marcelo Jelen.
Esta columna también es tuya y este diario en el que escribo, tuya es la noche entera en la que agarraste y te nos moriste y nos dejaste huérfanos de vos en los bares. (Quizás nadie resista 30 años de noche. Quién puede. Pocos. Quién lo quiere. Muchos).
Ahora hay que cumplir el pacto pero eso no puede obligarnos a olvidarte. Es que podemos seguir trabajando con un listón negro prendido al brazo como señoritos de antaño. O con un dolor horroroso en el culo producto de un resbalón que fue caída y que no me deja estar sentado. Ningún homenaje mejor que rendírtelo con la tierra hasta el cuello o con ese dolor de orto, tomando ese puto ómnibus que me lleva hasta el destino pactado y ver y registrar lo máximo posible con la mejor pluma de la que seamos capaces y con el riesgo de interpretación más digno para los lectores. Qué carajo, Jelen, si estoy yendo a un Cementerio y no siento otra cosa (porque escribo y pienso) que tu ausencia. Sé que te enterraron en un cementerio judío. Ojalá, judío hereje, que no estés revolcándote en tu tumba. Este Cementerio del Norte te hubiera gustado, no sé si para estar definitivamente muerto o para recorrer y decodificar sus símbolos, para reírte de la parca. Mirá, ahí en la entrada nomás unos obreros a pico y pala cavan más tumbas. ¿Será que en este país progresista los obreros y toda la construcción están trabajando hasta para la muerte? No me vas a contestar, lo sé, pero te la dejo picando por si querés mandarnos alguna respuesta cifrada.
Me inserto en el territorio antonomástico de la muerte y sin embargo, incluso ahí, encuentro para habitar contigo el lugar de la ironía: sobre la callecita Jacarandá, la Fuerza Aérea Uruguaya tiene su mausoleo de mártires. Qué construcción reciente a todo trapo: mármol, techos altos y luminosos, puertas de vidrio de “tire” y “empuje”, arquitectura de diseño. Contamos juntos los mártires (por aquello del dato preciso) de un período que nos interesa: desde 1974 hasta 1978 (luego esas fuerzas ya no tienen) y son 11. No entramos en más detalles pero nos dejamos conmover, igual, por la nena que le dejó un dibujo y una carta al Cabo Eduardo M. Lima: “Feliz día, papá, te extraño y te amo mucho”.
Salimos como ahogados aunque sea una fuerza del aire y unos pasos más allá nos encontramos con la fealdad arquitectónica (siempre igual) del Panteón de las Fuerzas Armadas y un cartel de tu delicia: “Prohibido la colocación de flores en los nichos”. Qué más decir de esas horribles fuerzas. Digámoslo pero sigamos nuestro camino, más punk o más poético, y reconozcamos la belleza hasta en la muerte: esas tumbas sí que valen, sí, ésas, las que están a los pies de los árboles sobre un pasto verde y luminoso señaladas por flores reales o de plástico. Son tumbas al ras de la tierra, conscientes de su nimiedad, sin petulancia alguna. Y entonces se nos va configurando el relato y de pronto nos damos cuenta que estamos, a su vez, en un gran cementerio y en un parque notable y en una ciudad en miniatura que reproduce todos los gestos de nuestra organización social.
El Panteón Bancario se asemeja al Banco Hipotecario (será aquello de tener donde caerse muerto). Afuera, una señora que seguramente será enterrada en otro estadio, lustra que te lustra los pasamanos de acero inoxidable. Adentro, el panteón hecho banco, o viceversa, tiene hasta un espacio con terrazas y vistas al cementerio y todo parece de monoblocks de oficina, perfectamente ordenado. No sé, se me ocurre que los milicos y los bancos oprimen hasta más allá de la muerte. Salgamos, tomemos aire, que la tarde está soleada y el fresquito de invierno permite otros duelos. Pero la reproducción sigue su curso (siempre) y el Panteón Policial es lo más parecido que uno vio en vida a una jefatura; el de Previsión Social es de arquitectura de acrílico verdoso, contemporáneo; el de Casa de Galicia de una exuberancia de Iglesia rica con vitraux de escena bíblica incluida; el de la Caja Notarial construido por un arquitecto art algo (ellos siempre han sido potentados): con circunvalaciones interiores, luz día que alumbra los nichos, figuras talladas en la pared, arte que cobija la muerte (escucho música clásica y no es joda). Y vigilancia propia: hombres -policías y cámaras de seguridad que resguardan la inscripción principal del templo de la Caja, Nhil Prius Fide (en Google dice: “nada antes que la fe”).
Dudo y luego escribo. Y sigo y de pronto estoy ante otra forma de sepultar a los muertos: un lago como pequeño pantano a la sombra de los árboles alberga flores y nombres en una escenografía kitsch. Me acerco a un banco y a sus pies una placa dice de la familia de Otto G. Wullich. Otro judío no enterrado en su natural cementerio. Corre agua como si estuviéramos en la Alhambra (justo, el agua de los moros, los herejes, ¿los palestinos?) que hace correr otras aguas por mi rostro. Dejalo ir, me digo, dejalo ir, mientras me armo un Cerrito en medio de todo el silencio, la soledad y la paz del mundo.
Ese mundo que hasta en la muerte nos divide en territorios, pertenencias, poderes. Allá atrás, el más proletario y digno de los cementerios, de una muerte más democrática o, se me antoja, más viva: un gran rectángulo de tumbas de cal blanca sobre tierra y pasto y mil ofrendas amorosas. La de esa mujer, por ejemplo, que tiene pajaritos y santos y velas y mariposas y esquelas; esa mujer que se pudrió o está en el aire y bien cerca del muro alto de piedra, que deja ver que más allá de esos miles de muertos hay todo un barrio pobre pero vivo, en la eterna espera de la gracia del señor.
Y otra vez esa semejanza simbólica: en los nichos parecidos a las cárceles hay cabinas de Alta Seguridad y hombres vestidos de milicos vaya a saber uno para qué. Nuestro himno: vigilancia en la vida y en la muerte también. Entonces le escapo un segundo a tanto orden y cometo la mayor herejía, en tu nombre, cuando me descubro deseando a tres sepultureros jóvenes de la intendencia que pasan relajados frente a mí. Desear, lo que sea, así estemos rodeados de muertos.
Y luego de todo ese miedo o suspiro del alma, el alivio que trae la procesión realizada, pasearse orondo por el parque ya no cementerio, dejarse arropar por este cielo furioso, celeste y limpio de Montevideo, caminar entre los muertos como se desea hacerlo entre los vivos, en calma.
Doy la media vuelta dándole la espalda al crematorio y vuelvo sobre mis pasos y de pronto otra vez estoy en el pantano del duelo kitsch (perdón, yo sé que eras punk) y largo el último suspiro. Al lado, una muchachita fuma un cigarrillo esperando al muchacho que en bicicleta viene en su búsqueda. Se trata de una reconciliación o una pelea, en todo caso, de ese gesto que nos salvará para siempre: una pareja que se cita a orillas del lago encantado de la muerte. Todo sigue su curso.
Antes de ir en busca del 199 y de regreso a casa, el último homenaje se sirve solo. En un mármol discreto, alargado y negro (casi como vos menos por lo discreto) esa gran inscripción: Asociación General de Autores del Uruguay. Eso es lo que se nos fue: aparte de un amigo, un autor desde la primera a la última letra. Uno de los últimos autores de un periodismo de espíritu e inteligencia punk.
Pienso en ese final de homenaje cuando cruzo la calle y sin buscarlo tengo un auto encima que a toda velocidad me esquiva. Quizás zafé. Ése sería tu final: tranquilos muchachos que moriremos todos, como podamos. Están vivos, y nada más. Bailen sobre mi tumba.