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Concentración de trabajadores nucleados en la Coordinadora de Trabajadores de la Calle, en la explanada de la Intendencia Municipal de Montevideo. / Foto: Fernando Morán (archivo, abril de 2014)

Manos chicas que se mueven

14 minutos de lectura
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El trabajo infantil en Uruguay: debates y testimonios.

Ahí están: dos manos pequeñas intentando convencer de las ventajas de un par de medias. Dos manos pequeñas fabricando ladrillos en el patio de un vecino o volcando de nuevo la ración de los animales. Otras, seguramente, estarán cargando leña, cargando costales de harina, cargando muebles. También hay manos de niños cuidando a otros niños. Hay manos -chicas, sucias- buscando ciertos materiales: plástico, papel, cartón. Otras están moviéndose en entornos naturales: algo endurecidas cortando caña, escarbando un poco la tierra o inclinándose hacia las uvas, las papas, los tomates.

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El recuerdo se repite: Gustavo sale por un costado de su casa al norte de Montevideo. Viene al encuentro, se muestra desenvuelto, tal vez sonríe. Lleva una camiseta roja de fútbol. Delante de esa casa baja, desprovista, de tonos neutros, él se impone en el paisaje como una presencia de otro color.

Gustavo tiene 14 años y sus hermanos, dos, cuatro, siete, nueve, 11, 13 y 15. Viven con sus padres en una casa de madera compensada. Dicen que la niña de 11 vive con su abuela porque no hay lugar para ella, pero tampoco hay lugar para los otros. Cuando se entra en su casa no se ve lo que hay, sino lo que falta: faltan camas, muebles, juguetes, espacio. Las ventanas están hechas con cortes en la madera. Como cortinas, un velo negro. Casi no hay elementos de colores: tal vez únicamente un buggie sobre el techo de chapa. Más abajo está la ropa colgada. Más abajo, el barro.

Ese día, Gustavo cuenta que hace un año y medio que ayuda a descargar frutas y verduras del camión. Consiguió el trabajo por intermedio de su padre, que trabaja allí, en el Mercado Modelo. “Mi padre fue, me llevó una vez y yo me quedé en un puesto. Me dijeron: ‘¿Podés con los cajones?’. Y yo lo intenté. A lo primero no podía, pero después me empecé a acostumbrar”. Trabaja durante la madrugada: desde las dos a las seis de la mañana. A veces, incluso, se queda hasta el mediodía.

El sueño, parece, está en último lugar:

-Los días que no vas al mercado, ¿hasta cuándo dormís?

-Duermo hasta la hora que yo quiera.

-Y cuando vas al mercado, ¿cuántas horas dormís por día?

-Tres horas.

-¿Y no te cansás?

-No, no me canso porque después me despierto y voy a jugar al fútbol. Duermo un cachito, hago las tareas, y después voy al mercado.

Gustavo participa en el programa Fútbol Callejero, una iniciativa de la ONG Gurises Unidos que trabaja con niños y adolescentes a partir del deporte. De hecho, él siempre está atrás de la pelota: “Lo que más me gusta a mí es jugar al fútbol con los gurises. Por lo menos me divierto un cachito. Así no estoy todo el día en la calle”.

Gustavo cuenta que él mismo decide qué hace con el dinero que gana: “Depende de lo que haga: si hago 500 pesos le doy 200 a mi madre, con lo otro me compro ropa, championes, las cosas que me faltan. También lo uso para ser bueno con mis hermanos: si les falta algo para la escuela se lo doy. A mi madre yo le doy a veces lo que quiero. Cuando no tiene garrafa le doy 200 pesos y le digo: ‘Andá a ponerle un kilo’”.

Gustavo también sale a recolectar con su padre, que es clasificador. El padre confiesa: “Los llevo de atrevido, porque yo sé que no puedo estar con ellos en el carro. Al menos con la estatura de Gustavo, de Mario [el hermano mayor]. A veces los llevo para que salgan un poco, para que me den una mano, como les gusta… Se quedan en el carro mientras yo saco las cosas. De repente van tirando botellas para adentro”. Parece que, a veces, es difícil decirles que no: “A los gurises les encanta; si fuera por ellos, andan todo el día en el carro”.

Con carné

El Departamento de Inspección Laboral del INAU es el encargado de expedir el carné de trabajo para niños y adolescentes. Salvo excepciones, es necesario tener 15 años cumplidos para poder tramitarlo. Las condiciones deben ser las siguientes: sólo se puede trabajar hasta seis horas de corrido y con un descanso remunerado de 30 minutos entre la tercera y cuarta hora de trabajo.

Durante 2013 se otorgaron cerca de 4.000 permisos en todo el país. Los más requeridos fueron para trabajar en el área de servicios (generalmente supermercados o comercios de comida rápida). Desde el Departamento de Inspección Laboral afirman que casi nunca se rechaza un permiso y que cuando la solicitud es para realizar tareas inadecuadas, se busca “conversar” con la empresa para acordar que el adolescente cumpla otra función.

Este departamento también es el encargado de fiscalizar: cuenta con diez inspectores de trabajo infantil, de los cuales seis trabajan en Montevideo. Realizan inspecciones de rutina y seguimientos con el fin de que se cumplan las condiciones de trabajo preestablecidas.

El reciclaje es una de las peores formas de trabajo infantil en Uruguay. Según estimaciones realizadas por el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en 2009, en Uruguay hay 20.000 niños o adolescentes relacionados con el trabajo de recolección de basura. El trabajo se divide en dos etapas: por un lado, se hace la recolección de cartón, papel, plástico y metales; por otro, se clasifican estos materiales para poder venderlos (generalmente a un depósito barrial). También se suele recoger ropa y alimentos para la propia familia o para vender en las ferias del barrio.

Los niños no sólo hacen la recolección, sino que a veces también cuidan los caballos y el carro, limpian el predio y ayudan a clasificar. En la mayoría de los casos, el reciclaje forma parte de una estrategia familiar de supervivencia. La paradoja está en que los niños suelen alejarse de situaciones de riesgo inmediato (problemas en el barrio, uso de drogas), pero, al mismo tiempo, se condenan al deterioro físico y al rezago educativo. Además, al trabajar con la basura se exponen a enfermedades, infecciones y cortes, así como a accidentes de tránsito.

Las organizaciones y las leyes

Según datos de la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI) 2009-2010, en Uruguay hay 13% de niños y adolescentes de entre cinco y 17 años que trabajan. Esta cifra incluye tanto las actividades remuneradas como las no remuneradas. Sin embargo, si tomamos en cuenta únicamente a los niños y adolescentes afrodescendientes, el porcentaje trepa hasta 29,8%.

A partir de los 15 años en Uruguay se puede tramitar un permiso de trabajo, siempre que se garanticen condiciones de seguridad y de salud. Además, el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU) puede habilitar, de forma excepcional, el trabajo de adolescentes mayores de 13 para que desempeñen actividades livianas que no perjudiquen su desarrollo físico ni intelectual.

Se considera que un trabajo vulnera los derechos del niño o del adolescente cuando limita el ejercicio de uno o varios de sus derechos (por ejemplo, el derecho a la educación, a la salud física y mental, al descanso, a la recreación, a la cultura o a la participación).

Los trabajos considerados peligrosos son aquellos que incluyen un horario excesivo, en los cuales se manejan equipos riesgosos, se está expuesto a sustancias dañinas, se debe levantar cargas pesadas o en los que, de alguna forma, el niño queda expuesto a abusos de orden físico, psicológico o sexual. Estas actividades están prohibidas. De todas formas, según datos de la ENTI, 8,5% de los niños y adolescentes de Uruguay llevan a cabo actividades que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) considera peligrosas. A su vez, son catalogadas como “las peores formas de trabajo infantil” aquellas que incluyen situaciones cercanas a la esclavitud, la explotación sexual o el trabajo ilícito.

Tres días para la carpintería

Contestó que sí. Seguramente Germán miraba atentamente cómo trabajaba su padre cuando él le preguntó si quería aprender. Fue así que, poco a poco, aprendió a usar el taladro, la perforadora, el cuchillo y “la máquina grande” de la carpintería. Desde entonces, si había que cortar leña, cortaba. Si había que arreglar una silla, arreglaba. Ayudó durante unos dos años. Iba tres días por semana a trabajar en esa carpintería de Artigas. Su horario era de 8.00 a 11.00 de la mañana y de 14.00 a 17.00. Los otros dos días de la semana iba a clases: cuando empezó tenía ocho años y estaba cursando tercero de escuela.

Ahora, a los 16 años, dice que no tuvo problemas para pasar de año, que su padre les explicó a sus maestras y a la directora lo que hacía. Asegura que todos entendieron que a él le gustaba trabajar con la madera. Durante la tarde, sus compañeros le llevaban el cuaderno y le explicaban las tareas para el día siguiente. Él las hacía de noche.

-¿Qué sentías cuando trabajabas?

-Sentía que estaba ayudando a mis padres.

-¿Te daba miedo manejar las máquinas?

-Sí, de vez en cuando sí, la más grande. Porque era grande el filo y tenía que tener cuidado al cortar la madera, porque la madera tiene que cruzar junto con la mano.

-¿Nunca te pasó nada?

-No, de vez en cuando me daba un choque al enchufar el cable, porque había mucha corriente en la instalación. Enchufabas y te temblaba la mano.

Germán -morocho, flaco, el menor de cinco hermanos- sentía que cuando trabajaba aprendía cosas nuevas. De todas formas, dice que entendió que no iba a saber hacer nada más, que la madera iba a ser todo. Finalmente, se dedicó únicamente a la escuela. Ahora, al comparar sus días de clases con sus días de trabajo concluye: “La escuela era mejor que el trabajo. En la escuela yo estudiaba, tenía amigos, compañeros que me ayudaban. En el trabajo estaba yo y el señor de allá [el dueño], entonces me sentía medio solo”.

Para Luis Pedernera, director del Comité de los Derechos del Niño, el trabajo infantil se vincula con el acceso de las familias al mercado de trabajo: “No hay niño trabajador sin familia que no haya accedido a un empleo digno. Detrás de una familia que no accedió a una política de seguridad social, a una política de empleo, posiblemente haya un niño trabajador. Entonces la cuestión es dar vuelta el enfoque y empezar a ver eso que dice ese niño que sale al mercado laboral”.

José Fernández, sociólogo que ha investigado el trabajo infantil en Uruguay, cree que se podría tomar medidas concretas para disminuir su incidencia. Por ejemplo, se debería mejorar la fiscalización del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y del INAU, así como realizar un trabajo de sensibilización con los padres de los niños trabajadores. Cree que, además, es preciso insistir en que no se compre trabajo infantil. “Si todo el mundo se conmueve y da dinero cuando un niño viene a pedir o a lavar un parabrisas, se genera inmediatamente un mercado. Si a ese niño nunca le das dinero, va a llegar un momento que va a hacer otra cosa, no va a pedir. Eso no implica tratarlo mal ni evitar un acercamiento para explicar nuestra actitud”.

Fernández considera que en Uruguay la pobreza no puede considerarse una justificación del trabajo infantil: “Que la madre dependa de que el gurí de ocho años trabaje para comprar pañales para el hijo más chico es complicado. Eso te puede pasar en países que se están cayendo a pedazos, pero no te puede pasar en un país como Uruguay, que es un país de ingresos altos. Esa realidad tenés que reconocerla, no podés argumentar por el lado de la pobreza. La pobreza cada vez se justifica menos. Que no la puedas abatir y que no puedas resolver esta situación es un tema; que no haya recursos para resolverla es otro. Recursos hay, el tema es más de gestión, de cómo se resuelve esto. Para mí va más por ahí”.

Entre los autos de los otros

Casi la mitad de su vida consistió en eso: en cuidar autos. De lunes a domingo, desde las ocho de la mañana a las diez de la noche, ahí estaba Alejandro: parado en la calle, mirando, caminando de un lado a otro, vigilando toda clase de autos. Ahora sólo lo hace los domingos, en la feria de la ciudad de Rivera. Tiene 20 años y empezó como cuidacoches a los diez. Desde chico también se dedica a recolectar botellas, latas y cartón entre la basura. Lo hace con un carrito de madera, junto con su hermano de 17. No estudia y está buscando trabajo.

Alejandro vive con su madre -ama de casa-, su padre -peón en una obra- y sus hermanos. Se dice que su barrio es peligroso, que los taxis no llegan durante la noche, que en esa zona hay que tener cuidado. Probablemente, si un desconocido caminara durante la noche por este barrio también desconfiaría de esta casa chica, pobre, oscura. Ahora, en pleno día y desde adentro, se ve flotar, nítido, el polvo del aire ante la luz que entra por la puerta principal. Sus hermanos menores salen y entran de la casa: es mediodía y se aprontan para ir a la escuela.

Su hermana de ocho años, sentada en el piso, habla en portuñol, mira cuadernos, nombra a hermanos, primos y sobrinos mientras su dedo señala fotos mal impresas pegadas a la heladera. Alejandro apenas habla, apenas mira a los ojos. Si dice algo lo hace bajo, despacio. Cuenta que si en su casa no necesitaban nada, utilizaba el dinero que ganaba para comprarse ropa o calzado (un vaquero, championes, tal vez unos zapatos para jugar al fútbol). Su madre agrega: “Él iba para comprar zapatos o ropa que no tenía. Para eso nomás, no era para mí que trabajaba, trabaja para él mismo. Para vestirse o calzarse. Él tenía el sueño de tener un Play, ahí trabajaron, juntaron plata con la botella y el cartón, y entre él y el hermano compraron un Play”.

Alejandro empezó primero de liceo y cuando salía, a las seis de la tarde, a veces iba a cuidar autos. Se quedaba hasta las diez de la noche. Sin embargo, no siguió estudiando. En voz baja, mirando para otro lado, dice: “No me gustó. Me aburrí porque en el liceo yo no ganaba casi nada, sólo estudiaba, así que fui a trabajar”. Enseguida, como si una frase fuera consecuencia de la otra, continúa: “No tenía ropa para ir al liceo, siempre andaba con la ropa rasgada”.

No piensa volver. Podría ser porque se vio aturdido por la cantidad de materias. Pero no. Dice que sólo cursaba la mitad. Si se le pregunta por qué, contesta sin cambiar la voz:

-No tenía reglas para dibujo; tabla de dibujo, tampoco. La mitad de las cosas no tenía, y ahí yo dejé.

-¿Qué cosas más necesitabas para el liceo que no tenías?

-Algunos cuadernos, colores. Una mochila, también.

-¿Y en ese momento cómo te sentías?

-Mal, porque no tenía nada para estudiar y nadie me ayudaba. Mi padre no podía ayudarme porque no estaba acá [trabajó durante un tiempo en campaña] y tenía poca plata.

El trabajo, ¿derecho de los niños?

En principio, se podría pensar que existe un gran acuerdo en la lucha contra el trabajo infantil. Sin embargo, no es así. Además de las posturas abolicionistas que embanderan organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, existen perspectivas proteccionistas que reivindican los derechos de los niños que trabajan. Estas visiones están representadas principalmente por los propios niños trabajadores.

Los NAT (niños y adolescentes trabajadores) son organizaciones de niños y adolescentes que funcionan en distintos países. Surgieron en Perú en 1978 y actualmente existen representantes de estos movimientos en varios países de América Latina, África y Asia. Su objetivo es la regulación del trabajo infantil: buscan jornadas más cortas de trabajo que les permitan compaginar el trabajo y la escuela, sueldos dignos y, sobre todo, protección ante el abuso. Uno de sus lemas es “Sí al trabajo, no a la explotación”.

Los NAT se oponen a las políticas de la OIT que tienen como objetivo la erradicación del trabajo infantil. Desde su visión, “las medidas de persecución del trabajo infantil conducen a su invisibilidad, no a su erradicación”. Los NAT consideran que la OIT no sólo malgasta recursos sin disminuir el trabajo infantil sino que, muchas veces, toma medidas que criminalizan a las familias y a los niños trabajadores.

Luis Pedernera es uno de los mayores defensores de esta postura en Uruguay. Considera que el derecho al trabajo también es un derecho de los niños, y que el problema no está en el niño trabajador sino en los Estados omisos frente al niño que trabaja. “Yo estoy contra la explotación laboral en adultos y más aun en niños. Yo no quiero que los niños se mueran porque realizan actividades riesgosas para su salud, pero de ahí a poner el centro en que el trabajo infantil es malo hay un gran paso. La experiencia de trabajo infantil, dada en entornos de protección, de cuidado, también es una experiencia importante. Por eso a mí no me gusta decir que estoy en contra del trabajo infantil”. Agrega: “Hay niños que quieren colaborar en determinados tipos de tareas y hay otros a los que la situación económica los lleva a trabajar, porque si no, ni siquiera llegan a comprarse un cuaderno para estudiar. Te dicen: ‘Si yo no trabajo no puedo estudiar’”. En opinión de Pedernera, el eje de la discusión debería estar en las políticas económicas que generan estas situaciones y no en la culpabilización de los niños y sus familias.

Considera que las organizaciones que trabajan con niños deberían plantar la semilla para que el niño se reconozca a partir de su condición de trabajador y que, a partir de eso, pueda agruparse con sus pares. Cree que el objetivo debería ser que puedan autoorganizarse y no depender de una organización que los ve como población objetivo. “Eso tiene que ser el eje de las organizaciones; de lo contrario, para lo único que sirven es para reproducir y vivir en función de la pobreza. Yo creo que nuestra función es superar esa situación. En un momento las organizaciones no tenemos que estar más”.

José Fernández, en cambio, asegura que el derecho al trabajo es un derecho adulto y que ninguna sociedad justa tolera que los niños trabajen antes de los 15 años, ya que esos años deben dedicarse a la educación. “Si querés defender los derechos del niño tenés que defender el derecho a tener una infancia y a formarse y educarse. Ahí entran en colisión los derechos de los padres con los derechos de los niños: el padre tiene el derecho a que el hijo lo ayude, pero el niño tiene derecho a tener igualdad de oportunidades con los otros niños. ¿El Estado cómo garantiza eso? Ahí hay un tema filosófico”.

Fernández no está de acuerdo con la postura de los NAT: “El argumento que han usado los NAT en América Latina para defender esos derechos son argumentos totalmente neoliberales. Es decir, que la gente tiene derecho a gestionar su sobrevivencia con el sudor de su frente. Hay cosas que se están haciendo en estos países que son profundamente funcionales al sistema. Pasan por ser hiperalternativas y en realidad terminan enterrando a la gente hasta la cabeza. No hay ningún tipo de salida de eso”.

Los niños que ayudan

Según datos de 2012 de la OIT, en el mundo existen 168 millones de niños y niñas de entre cinco y 17 años que trabajan. El 58% lo hace en actividades relacionadas con el campo y la agricultura. En Uruguay también es mayor la incidencia de trabajo infantil en el área rural. Entre los niños de cinco a 14 años que viven en áreas rurales hay 14,4% de niños que trabajan (considerando únicamente las actividades productivas económicas). En el área urbana, en cambio, es menos de la mitad: 5,5%.

En las zonas rurales los niños y adolescentes suelen trabajar en chacras, en cosechas, criando animales, armando ladrillos. Sebastián cuenta: “Con cinco años empecé a trabajar. No hacía cosas pesadas, ayudaba y me pagaban. Ayudaba a hacer ladrillos, pero de a uno. Ahora, de grande, hago de a cinco, seis ladrillos”. Dice que sus padres nunca le pidieron que trabajara: “A mí nunca nadie me mandó a trabajar, ni mi madre, ni mi padre. Por mí yo ni trabajo, pero quiero ayudar”. Sebastián trabajaba dos horas por día; salía de la escuela e iba a hacer ladrillos. Le pagaban a la madre y con ese dinero ella le compraba ropa. Dice que a los seis años dejó porque se aburrió y a los 11 o 12 empezó a trabajar de nuevo en una obra, barriendo baldosas. Ahora, con 15, trabaja haciendo changas. Las enumera de un tirón: “Hago mezcla, ladrillos, inflo globos, corto pasto, hago fletes”.

Christian, de 20 años, solía ir desde los 14 a la casa de su hermano mayor en Bella Unión. Se quedaba durante temporadas para trabajar a destajo plantando y cortando caña. La rutina consistía en levantarse a las cinco de la mañana para esperar el camión que los llevaba kilómetros adentro hasta el lugar de trabajo. Antes de salir, él y su hermano aprontaban los termos con café y galletas cubanas (medio kilo, un kilo y, si había suerte, las acompañaban con algo de mortadela). Con eso se llenaban hasta las cuatro de la tarde, cuando volvían a su casa. Sobre los niños que trabajan en la caña, opina: “Los gurisitos de 11, 12 años trabajan mucho mejor que yo, porque los padres ya les van enseñando desde chiquitos. Cuando nacen ya los tiran pa’ la caña, cosa que ellos sepan sobrevivir. Yo vi a padres con un gurisito de siete años mandándolo a trabajar. Le preguntaron si quería aprender, él dijo que sí y el padre le enseñaba”. Christian intenta describir su trabajo en la caña. Intenta hacerlo con palabras aunque sabe que, en el fondo, su trabajo sólo se explica con movimientos de las manos.

Las manos. Seguramente, en este mismo momento, hay incontables manos moviéndose (manos chicas trabajando). O no. Tal vez ahora están quietas, pero de todas formas, más tarde van a empezar a moverse y también van a hacerlo las piernas, los brazos, las espaldas. Van a recomenzar a trabajar en el interior del interior o en el medio de la ciudad, sin que nadie las vea.

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