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Foto: Santiago Mazzarovich

Curar un odio y amar el agua

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La ciudad muta sin que uno se dé cuenta o uno no se entere de algunos cambios que la redefinen hasta que pasa por ese sitio, esa zona que nos descoloca y nos pone ante esa expresión longeva: antes esto era otra cosa. Montevideo a veces tarda años (y administraciones) en modificar asuntos mínimos y decorosos para sus habitantes (la necesidad de un semáforo o un cartel de “pare” -en mi esquina nomás hay un choque por día-; la indicación de una calle o el diseño de ciclovías; la reposición de las baldosas rotas; las aniquilación de las famosas y horribles marquesinas sobre 18 de Julio), pero de pronto no tiene pudor alguno en que se levante un edificio (miles) de dimensiones importantes que transforman todo andar. Es como si padeciera de dos pecados capitales: la pereza y la lujuria. De pronto, entonces, uno pasa después de un año por el mismo lugar y se da de bruces con un shopping que fue construido con la rapidez con la que jamás se erradicó un asentamiento ni se construyó un centro cultural. Allí, al lado de los cuernos de Batlle, la evidencia está servida. Es cierto también que separado por un espacio verde, mínimo pero prolijo, el doctor que a partir de marzo será nuestro presidente logró plasmar uno de sus sueños: convertir el viejo edificio de presidencia en un hospital. Un año, un shoppping, al siguiente un hospital, todo frente a esa metáfora arquitectónica que en 1967 se le construyó a Luis Batlle Berres y por extensión al batllismo y que, bautizada popularmente como “los cuernos de Batlle”, de inmediato se asoció a una especie de infidelidad social. Son de esas arquitecturas que uno nunca deja de relacionar, inconscientemente y cada vez que lo ve, con su chiste, jamás intencional en su origen: Batlle (vaya a saber cuál de toda la dinastía) el cornudo; la prepotencia fálica del Obelisco porteño (y en menor medida, la del nuestro); el asiático desnudo, enorme y celeste saludando al río en el Buceo (qué sé yo, podría ser amarillo y más acorde a la estatura de los orientales, aunque bien sabemos que por acá siempre pintamos todo de celeste y nos creemos más altos de lo que somos).

Entonces tenemos esos tres emblemas triangulados: los novísimos shopping y hospital y la vieja infidelidad de Batlle, con su fuente de agua que convierte el espacio que la contiene en una pequeña piscina para niños, que supongo pobres, y que son la envidia de transeúntes y conductores cuando Montevideo, su humedad y su calor de 35 grados y sin una ráfaga de aire nos tiene a todos atontados, convertidos en autómatas recién enterados, precisamente, de una infidelidad o una traición. Es que el verano se ha vuelto traicionero, y este pasaje perpetuo entre el calor agobiante y la lluvia siempre en ciernes nos va a volver definitivamente locos. Y no se trata acá de la maravillosa posibilidad del escape al río o al oceáno durante 15 días o un mes; se trata, debo ser honesto, de este odio profundo al verano: sudor permanente, ómnibus en horas pico atestados de vacas cansadas, cuerpos al filo del desnudo y en permanente exhibición, sed insaciable, neuronas pegoteadas, falta de aire acondicionado, mormazo. Podría escribir una ponencia interminable sobre la incomodidad estival, pero siempre hay que luchar por la sobrevivencia propia y buscar la mínima imagen que nos salve del odio y de lo que nos lastima. Yo sé que suena raro, pero a mí el verano me lastima (sobre todo la piel), me entristece, me tiene en náusea permanente. No quiero ni imaginar si tuviese que padecerlo en un rancho de lata o trillarlo todo el día en la calle, de saco y corbata, como lo hacen los cadetes (ya lo hice y sólo pensaba en robarle a la empresa los cheques y depósitos, salir corriendo al aeropuerto y tomarme en primer avión rumbo al país más frío del mundo). Pero la imagen que nos salva: esos niños sumergiéndose en la pequeña piscina, saltando o simulando un nado de océano en la mejor de las aguas. Hoy me animo, cruzo a la fuente, me descalzo y al menos me mojo los pies. Qué alivio momentáneo, qué hermosa aproximación a la niñez. “Métase, métase”, me gritan tres muchachitos alejados de todo juicio y paranoia. Así está bien, les digo, y me voy frustrado al corroborar que la infancia (la mía) está perdida. Frustrado pero con los pies frescos y con la esperanza de atreverme en la próxima.

Me tiro un rato sobre el pequeño parque que está entre el shopping y el hospital y pienso en las enfermedades contemporáneas. Es harto conocido el argumento de que un centro comercial revitaliza una zona y que los vecinos contentos, pero también hay otras formas de hacer brillar una zona, de lograr otra alegría vecinal, de volvernos más vivos o más sanos. El parque Liber Seregni es un ejemplo notable: entrevero de tribus y edades, sombra, distintos espacios, espectáculos, clases sociales, a lo más un consumo abundante de mate, marihuana, inicio de conversación con los otros.

La enfermedad contemporánea del shopping y las grandes superficies no sólo afea ciertas zonas de la ciudad sino que, creo yo, nos enferma más o nos ciega frente a las vidrieras, nos puede ubicar en la entrada del hospital de enfrente aunque sea sólo para ancianos. No es malo el argumento para un guion futurista: envejecer dentro de un shopping y ser curados de ese vicio en un hospital cercano, o viceversa. Quizá se podrían construir túneles que conecten esos templos, así nadie tiene ya que mirar y padecer el exterior, tan complejo que, también, enferma. ¿Exagero? ¿No es acaso el consumo una de las más relevantes enfermedades contemporáneas? ¿No es el soma huxleyriano que vociferamos hasta el hartazgo?

También es cierto que, como los niños, podemos convertir una fuente de agua en un océano o simplemente alejarnos un poco, escaparnos, entrar por las laterales, fisurar con nuestros pasos el tiempo que, vertiginoso, se nos viene encima. Aquello de que si es una serpiente, te pica.

Justo enfrente, a 20 metros, y donde Bulevar Artigas se transforma en una ele, se esconde o se resguarda del vértigo contemporáneo una parte de Jacinto Vera, donde nació Líber Falco, el poeta que le escribió a las hojas, a lo efímero, al amor, a la noche lunática (pero no enferma) de ese barrio que persiste y perdura en la imperturbabilidad de algunas calles adoquinadas, en el silencio cierto de sus noches, en sus casas de jardines expuestos y cuidados, fondos amplios con limoneros, jazmines y hasta paltas que caen al suelo, maduras y exquisitas. Por supuesto que ningún barrio es idílico ni se escabulle de los conflictos sociales, pero hay pedazos de ciudad que pareciera que se negaran a cambios dramáticos, a velocidades estresantes a las que les llaman futuro; quizás sea el poeta de la luna quien protege a este barrio. Calles y almacenes pequeños y de “buenos días, vecino” a unos metros de la impersonalidad del shopping y el cambio de los carritos de chorizos por los asientos de un McDonald’s; fogatas de fin de año donde todavía se queman judas; una zona entre grandes y gritonas avenidas (aunque Bulevar Artigas en algunos tramos sea bellísima) que se empeña en mantener su sosiego. Así son los buenos secretos: se resguardan del ruido, del chusmerío social, tienen el misterioso poder de mantenerse a salvo como un documento o una joya entre los escombros de una ciudad derruida o de cierta expansión delirante.

Me he quedado corto en las pistas de este secreto porque antes me ganó ese odio fijo por el verano y las construcciones edilicias y discursivas que lo vienen acorralando. El defecto del periodismo o la deformación profesional: primero lo horrible, después, si nos da el tiempo, los hallazgos como perlas. Pero el barrio está allí como tantos otros cofres de la ciudad que nos esperan, dispuestos a extirparnos o licuarnos un poco el odio, el hastío o la angustia que nos produce tanto ruido, tanta construcción fútil, interna y exterior.

Y de pronto, así, de la nada y sin conectivos, como se manifiestan los milagros, acontece la lluvia, el olor a tierra mojada, ese otro delirio que puede situarnos en un tipo distinto de consumo (de estar en el mundo) aunque dure un instante (que es lo que dura la belleza): la aparición del silencio sólo porque estamos “viendo llover”. Ese momento en el que todo lo demás no importa.

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