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Foto: Nicolás Celaya

La estética de los dioses

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Ciudad ocre | Conmemoración de Iemanjá.

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Me parece honesto plantear el lugar desde donde uno mira lo que le asombra, lo que repudia o desconoce: yo fui un niño católico, luego un marxista convencido (algo que me convirtió en ateo militante), más tarde vino Nietzsche y la muerte de Dios -todo el nihilismo del mundo-, con los años lo más justo para el universo me pareció ser agnóstico y, confesión incluida, ahora busco a Dios con una forma que nada tenga que ver con alguna institución religiosa pero sí con una espiritualidad que me convenza. Pero nosotros, los que fuimos católicos que fuimos marxistas que fuimos ateos que fuimos nihilistas y que devenimos en agnósticos, tampoco podemos hacernos los zonzos y festejar sin más y hacer un registro de las religiones seco, sin dilemas, mandatados por ese nuevo orden que se llama adoración a la otredad.

Hace muchos años, con la excusa de una crónica periodística, participé en un rito umbandista.

Era en una casa alejada del Centro o los barrios acomodados y me sorprendió lo mismo que ahora en la playa Ramírez: la mezcla de íconos y figuras religiosas (africanas, católicas), y el rito en sí mismo, esa ronda en permanente danza que en un momento se convierte en ritual estético y festivo, con algo profundamente verosímil y, también, con una puesta en escena importante. En un momento ciertas personas incorporan entidades (o personajes). Recuerdo que uno a uno y todos los participantes, alrededor de 50 personas, se fueron descalzando y sumándose al círculo danzante.

¿Toman alcohol, fuman? Sí, pero tampoco es el exceso de las borracheras nuestras y nuestros 20 cigarrillos por día. Claro que mi cuerpo estaba tenso y mi mente iba a mil, pero eso no podía hacer que me desligara de algo que jamás había vivido. Hay mucho de adoración y de creer en entidades que escapan a nuestro raciocinio laico, pero de todas formas yo me descalcé, bailé en ronda y me dejé santiguar (o limpiar, no sé) por una mujer poseída y sus ramas curativas.

Mientras una de esas mujeres poseídas me limpiaba y evidentemente fingía borrachera, me susurró al oído en un portuñol entendible: “Você tem que escriver, de tudo, de todos”.

Era obvio que yo ahí era el periodista y que la incorporada me estaba pidiendo un buen relato de lo que allí pasaba, una comprensión mayúscula, pero también me dijo eso y no otra cosa, eso que diez años después sigo recordando. No me convertí ni me enajené y en los próximos años se incorporó en mí quizá la religión más lúcida pero también más angustiante para el espíritu, el nihilismo, pero aquellas palabras fueron dichas en un momento justo, perfecto, el momento en que yo estaba decidiendo una especie de destino.

¿Qué importa -me pregunté entonces- por dónde llega la señal, cierta indicación vital? Lo mismo con la naturaleza (aunque ensucian las playas, es cierto): hay un culto a la tierra y a la naturaleza nada despreciable. ¿Qué importa si llega por alguna organización ecológica militante o a través de una confesión de entidades para nosotros -los ateos, los laicos, los nihilistas- incomprensibles? A veces lo único que importa es que algunas cosas lleguen, y punto.

Ahora en la playa Ramírez otra vez el asombro, pero más que nada el entrevero.

Antes de ingresar a la playa, otros religiosos interpelantes con micrófono en mano y voces féminas que espantarían hasta al diablo dicen que el único dios es el suyo (no detecto cuál es) y hablan de enfermedades, cárcel, alcoholismo, destrucción de la familia. Están haciendo el contraculto.

En una vereda un pequeño grupo de personas sostiene un cartel que reza “Libertad de culto, sí. Asesinato de animales, no”. Una estatua de Confucio profesa: “La educación debe ser sin discriminación de clases”, y unos muchachos corren con sus superpoderosos trajes antitranspirantes ajenos a todo y cumpliendo su rutina diaria más allá de todo credo.

El merchandising religioso convertido en gran feria: velas, la diosa del mar en todas sus estaturas, barquitos de espumaplast (que dicen que matan a los peces, que mueren atragantados) para cargarlos con ofrendas: perfumes, sandías, unas empanadas que uno quisiera robarle a alguna canasta, pulseras, cartas, gente entrando al mar en procesión que parece sincera y miles y miles de observadores.

Pueden detectarse al menos tres tipos de participantes en la fiesta de Iemanjá: los paes, las maes y sus congregaciones; cientos de grupitos que cavan un hoyo en la arena, prenden una vela en su centro y se sientan alrededor a tomar una cerveza o tomar mate, como si se tratara de una fe sosegada o un rito de amistad que, ciertamente, crea un efecto visual que ya envidiaría cualquier cineasta que filma cultos (pienso en Arturo Ripstein, por ejemplo, o en las imágenes herejes de Almodóvar).

En otro orden de pertenencia, los curiosos que también podrían ser culposos: ésos que van (o vamos) porque es una fiesta popular de dimensiones, porque allí se junta el pueblo, por la libertad de culto, porque sostienen (sostenemos o profesamos) la creencia en la integración o la tolerancia o lo bello que sería un mundo en el que el de al lado crea lo que quiera y podamos convivir con él. También, para qué negarlo, los miles que van a buscar lo exótico, la dimensión del espectáculo, el registro selfie en base a la fe ajena. O quizá, por qué no, acercándose sutilmente a alguna forma de fe en este maldito pueblo laico, aunque dure media hora.

Y ellos: los creyentes que con sus trajes (¿atuendos, investiduras?), cantos, ofrendas, incorporaciones, santiguados (¿bendiciones, limpiezas, ayudas espirituales?), que viven su fiesta sin pudor alguno. Pero entre ellos, los de la fe, también parece haber cuestiones de estatus o relevancia. Está la mae a la que le construyeron en la arena un escenario (¿terreiro?) bastante lujoso y que cuenta con dos hombres, a modo de patovicas espirituales, que le van indicando a una cola de más de 50 personas cuándo es el turno de cada uno; está la otra mae, con apenas diez fieles esperándola; los que construyeron una carpa firme y transparente (como de tul) y que anuncian en su puerta “limpieza espiritual gratis”; está el grupo de incorporados viejos (a algunas mujeres les cuesta moverse, sostener el rito) y el grupo donde la mayoría son jóvenes que, se nota, afinaron voces y tambores como para que a uno le den ganas de tirarse unos pasos religiosos; están esos raros ¿paes? vestidos de seda blanca de pies a cabeza y con sombreros negros estilo cowboys.

Y más allá ese moreno joven, que por su atuendo se me hace musulmán, aunque lleva prendida al cuello una cruz católica del tamaño de su pecho y que me provoca la necesidad de un santiguado del amor.

Podría decirse que la muchedumbre convocada alrededor de Iemanjá representa a varias porciones de la sociedad uruguaya: una parte importante de las clases medias (más bien curiosas), los creyentes (que en su mayoría provienen o provenían, habría que investigarlo a fondo, de las clases bajas) y esa categoría que parece que en su nomenclatura ya no existiera pero sí en su realidad, pueblo, mucho pueblo. En estas manifestaciones se puede ver (con los propios ojos) a esa parte multitudinaria del pueblo pobre, menos que asalariado, que a veces en los discursos públicos parece que ha dejado de existir. No, existe, y no como existen ciertos dioses, sino como una entidad cierta, palpable, reconocible.

Me alejo de la estética (los mantos de velas, la gente entrando al mar, las danzas colectivas, toda esa fiesta de imágenes) y a unos metros me encuentro con una pantalla gigante donde proyectan algo así como un documental (que se llama precisamente Multitudes) y llego en el justo momento en que se suceden alternativamente imágenes de las barras de Nacional y Peñarol, enajenadas, a grito de hincha rabioso. Sobre la arena, maes, paes, curiosos, pueblo, que por una vez se ríen de todo eso y no gritan desaforadamente por ningún cuadro, esa otra religión. Y a unos metros, el Teatro de Verano y las murgas y enfrente los juegos del Parque Rodó y un entrevero ya exuberante que me exige el retiro. Pero no me resigno a irme sin probar esa delicia popular, la torta frita. Ahora sí, tranquilo y con el estómago en procesión, sigo rumiando sobre mi dios.

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