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Foto: Raúl González

Sin bravos gritos

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Hasta ahora ese barrio o algunas de sus calles no eran más que un cartel indicativo en uno de los ómnibus verdes: “582. Peñarol”. Nada puede decirse de algo o de alguien hasta haberle visto su rostro, escuchado su voz, observado los gestos que lo delinean.

La verdad es que el destino incierto muchas veces se vuelve insoportable, y otras, un acuerdo nuevo con el mundo. Antes que nada, una digresión en este Uruguay de papeles rubricados por técnicos que aseguran nuestro nuevo buen vivir: me producen urticaria intelectual y jaqueca del espíritu esos que apenas conocen un barrio por google maps, porque no viran su recorrido de casa a la oficina ni aunque los nombren sacerdotes eternos y muy bien pagados, claro, de las pastorías sociales.

Dicho en criollo: que no salen a la calle, no le mira el rostro a la gente, se embarcan en diseñar gráficas de todos los colores donde no entra un solo ser humano mientras miran la realidad por medio de sus cuentas de Twitter y se liman las uñas en despachos de pisos altos y sillones confortables. A veces me ataca una especie de tupamaro que reclama barro, qué va a hacer.

Digresión mediante, bajo en el centro del barrio Peñarol y no sé muy bien hacia dónde dirigir mis pasos. Estoy sobre Coronel Raíz y enfrente veo una inmensa construcción de viviendas, toda de ladrillos anaranjados, que se llama “Complejo habitacional Gral. Artigas (Mesa 2)”. Pero decido seguir, porque más allá se anuncia un límite que siempre me sedujo: el término exacto de un pedazo de ciudad y lo que supongo que es el inicio del Montevideo rural. Coronel Raíz parece perderse o adentrarse en el campo (hasta ahí llega mi vista) y otra calle que la intercepta, Hudson, también.

A un costado de Hudson, casas humildes, y al otro, un gran terreno selvático (bueno, plenamente arbolado y lleno de yuyos) sobre el que dos cooperativas prometen pronta edificación. Una, la “PVS. Fundada el 2-8-2012”, apenas tiene un cartel que se apoya sobre dos palos. La otra, una cuadra más allá, auspiciada por el Ministerio de Transporte y Obras Públicas, levanta algunas paredes sobre un terreno desmalezado.

Entre ellas, unos obreros (que incluyen a dos mujeres) tiran una cantidad importante de chorizos sobre una parrilla improvisada. Es la hora del almuerzo y ese rito, todos lo sabemos, los obreros lo cumplen más allá de cualquier convenio colectivo.

Otras casas se esconden tras entradas cubiertas de árboles o portones como tranqueras. Se me ocurre que en una de ellas alguien vive en paz o que ha conquistado un trozo del mundo. El silencio de la calle Hudson, al menos a esta hora, sólo es alterado por el cantar de los grillos y los ladridos de perros guardianes.

Al final de la calle veo venir a una mujer con una pequeña niña de la mano. Cruzan un descampado para acceder a la calle y luego un comercio enrejado; la mujer la alza en brazos y sortea un basural importante. Enfrente al almacén, una gran cancha de fútbol espera a los jugadores en una noche fresca.

Retrocedo y vuelvo a Coronel Raíz. Me siento sobre un banco que fue árbol y observo algo que ya he notado (y anotado) en varios barrios de Montevideo: son el holograma (o viceversa) de muchas ciudades del interior; esa calma, esa parsimonia, también ese tedio.

En el complejo habitacional algunos comercios: un ciber, una casa de pastas artesanales, otra de reparación de calzados, un local con hules de todos los estampados para vestir mesas.

Enfrente, una pared con pintadas o retratos prolijos, especialmente ése del rostro de una niña triste, de mirada desconsolada, quizá provocada por el carrito tirado a caballo por una familia entera y con una nena rubia, y seguro que de su misma edad, que revuelve contenedores con sus padres. Eso parece que también dejaron de verlo los apóstoles del progresismo. Que ya casi no hay, dicen, lo mismo que abandonados en las calles.

No sé, mis matemáticas son otras: en unos minutos conté cuatro carritos en Peñarol, y hace unos días, en un recorrido de 20 cuadras por el Centro, anoté a 15 hombres o mujeres durmiendo en recovecos con la protección de cobijas sucias.

Pero a Peñarol, en estos trazos, no es la pobreza, creo, lo que lo define, sino más bien una atmósfera y andar de sus habitantes, en ese horario, bastante sosegada. Y aquello de las ciudades del interior o los pueblos chicos: un consultorio dental construido a base de bloques y pintado con la mano del dentista, otra vez las decenas de peluquerías de todos los tonos (más modernas, más de barrio, antiguas como el pelo mismo) que también ya vi en otros barrios (sólo por Aparicio Saravia y en pocas cuadras conté cinco), y más en las calles aledañas, en pequeños garajes, en casas. Peluquerías, panaderías, verdulerías, ferreterías. Esos comercios son los que más abundan, y algo dirá de sus habitantes: la imagen cuidada, el estómago lleno, la atención a sus casas.

Voy y vengo por Aparicio Saravia, la calle más comercial, y vuelvo sobre lo mismo: hombres y mujeres que portan una actitud obrera o de clase media baja antigua o en ciernes. Y ese caminar calmo, el saludo entre algunos vecinos, un cambalache de mercancías sobre Aparicio Saravia que algunas personas venden. Una señora tiene montado un puesto sobre la calle en el que vende bombachas y tangas de todos los colores, con o sin puntillas, flores de plástico y muchas imágenes de cristos redentores y vírgenes puras. Otra, en la vereda de enfrente y en un minúsculo puesto, ordenó su negocio de venta de caravanas ostentosas, repasadores y panchos al paso. La imagen de la tristeza, la dignidad o la ternura (que cada uno elija).

Vuelvo a la esquina de Sayago y Aparicio Saravia y ante mis ojos se despliega un pasado que se mantiene vivo a fuerza de inhalador e intubamientos: la estación de trenes Peñarol. Del otro lado de las vías, un gran cementerio oxidado constituido por locomotoras, tanques de transporte de combustible y decenas de galpones de chapa a punto de caer por su propio peso dan quizá la imagen justa de lo que algún día fue el motor de Peñarol y abren la pregunta sobre qué hacen todos esos obreros alrededor de la estación, qué mantienen, qué destino laboral tendrán.

El colmo de esa disonancia entre lo real y lo simbólico se hace evidente en el logo de AFE, de un diseño que pareciera hablarnos de una empresa a todo vapor. Al lado de la estación, una plaza reacondicionada permite un cigarrillo a la sombra.

Una pareja que vende zapatos usados tiene una radio encendida a todo volumen de la que sale la voz de Gilda: “No me arrepiento de este amor / aunque me cueste el corazón”. Un obrero joven y fornido de Coca-Cola que levanta cajones como si recogiera flores del campo (¿mandará al hijo, que quizá tenga, al futuro “colegio de obreros” que planea el sindicato de la bebida?) me produce una sed feroz.

La reprimo y camino sobre la calle Shakespeare (ese corte inglés traído por los viejos trenes), sobre la que están la plaza, la estación y un bar de viejos donde tres o cuatro toman su whisky de mediodía, ahora acompañado por la vidalita de Zitarrosa que sale expedida de la radio de los vendedores de zapatos.

Unos pasos más allá y haciendo esquina con la calle Camoens (con una cuadra discreta, con un garaje de venta de ropa económica, una verdulería en miniatura y una casa que en su puerta de entrada luce una cortina de tul impoluto y bordado), una pizzería más contemporánea y algo coqueta, “Rickysi+”, vende pizzas al metro. Con qué metro de transporte colectivo vamos a soñar, vendedores de ilusiones, si ni siquiera pueden recuperar un galpón corroído y oxidado por tantos años.

Vuelvo a la gente, lo único que en verdad existe: en Peñarol, al menos un miércoles al mediodía, todo transcurre en paz, las señoras hacen sus compras, la gente trabaja o pasea, todo parece lejos de cualquier expresión de barrabrava. Aunque hay cosas que están echadas a su suerte: la niña rubia del carrito a la que sólo una pintura, como un espejo, parece mirarla, los dos hombres tirados en la calle que no sé si están muertos o borrachos (ya ni preguntamos), los vagones que se oxidan y pudren aunque sigamos creando logos.

Así y todo, no desesperemos: todavía la viejita de los panchos pelea su presente.

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