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Foto: Raúl González

Perdido pero encontrado

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Ciudad ocre | Un laberinto en el Buceo.

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Las cartografías más clásicas tienen la virtud de situarnos y mostrarnos las arterias o galaxias en que se ordena una ciudad. Una ciudad sin mapa es un campo abierto lleno de bestias perdidas.

Recuerdo esa inquietud horrible que me acechaba en Buenos Aires cuando salía a la calle y, de pronto (el ómnibus gira, uno dobla en una esquina o se despista), no sabe dónde está parado. Realmente no sabe dónde está parado (entonces está perdido), y el norte y el sur son ficciones y toda la ciudad se vuelve una entidad a punto de devorarnos. Igual, las cartografías a veces tampoco alcanzan, porque los mapas interiores están dañados, que es lo mismo que decir que uno está completamente perdido.

El pedacito de ciudad elegido para este relato tenía que ver con algo parecido: perderse ex profeso en el interior geográfico de esa triangulación configurada por avenida Italia, Batlle y Ordóñez y Solano López, donde hay calles de cuatro, tres, dos e incluso una cuadra con nombres peculiares: Barroso, Solferino, Plutarco, Comodoro Coé, Juan de Dios Peza, Leopardi, Humberto I, Magenta.

Ya es de noche, y uno sabe que en ella lo diáfano se manifiesta por distintos sentidos y que a la sorpresa hay que darle tiempo, esperarla.

Igual, ya a unos metros de Batlle y Ordóñez, Barroso nos regala su silencio y una entrada rápida a un caminar despacio. Conviven los jardines con casas que delatan diferentes inscripciones: la casa pequeña y obrera (con techo o pared de chapa), la de la clase media, la del ostentoso.

A las tres cuadras decido bajar (creo que decimos “bajar” cuando nos orientamos hacia el mar, aunque también bajamos hacia el norte; “bajar” es como “salado”, puede nombrar los antónimos) por Juan de Dios Peza y llegar hasta una placita circular que ya tenía ubicada en un mapa virtual. La plaza sin nombre.

Intuyo que alguna vez lo tuvo, pero es como si le hubieran arrancado de cuajo el monumento o la plaqueta que la nombraba. Le pregunto a un hombre, y me contesta que cree que el busto que está en otra plaza, a dos cuadras, es el nombre de la innombrada. Sin darse cuenta de su hallazgo poético y territorial, dice: “Creo que las dos plazas son la misma”.

En ésta, ya me encuentro perdido, no sólo porque no tiene nombre, sino también porque en ella confluyen seis calles y no sé hacia dónde dirigirme (a veces, las muchas opciones son el problema del hombre), entonces sigo derecho (¿derecho hacia qué?) por Juan de Dios Peza y me topo con la segunda plaza, que, según mi informante, también es la primera (no importa aquí la exactitud del dato o el equívoco, porque lo que me importa es cómo la gente vive su ciudad, la piensa o no, la configura y la hace relato). Estoy en el Espacio (o plaza) Olof Palme, quien fue primer ministro socialdemócrata de Suecia, asesinado a quemarropa cuando salía del cine con su esposa en 1986. El crimen nunca fue esclarecido y se especula que fue un encargo de grupos ultraderechistas, del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, de los servicios secretos sudafricanos del apartheid y hasta realizado por agentes pinochetistas. Más difícil que el caso Nisman.

En todo caso, me gusta la inscripción un poco naíf pero gentil del epitafio elegido en el busto de Montevideo: “Amigo de los pueblos”. Yo, con una palabra de ese epitafio, “amigo”, pagaría mis culpas y mi vida.

Lo que no hay en la plaza son jóvenes, ni niños, ni parejas, casi nadie, excepto una anciana y un veterano que parece ser su hijo (ese gesto de cuidarla) en un espacio decente y en una noche de verano a las ocho de la noche. La anciana mira para todos lados, detiene su mirada en un banco vacío, en otro, en las hamacas infantiles sin niños. Quizá estemos pensando en lo mismo: ¿por qué la gente está encerrada? ¿Miedo, retraimiento social, novelas, cansancio extremo, Facebook?

Enfrente tengo a Magenta, y no puedo desechar caminar por una calle que anuncia ese color. No quiero ponerme hippie, pero en principio es mucho más seductora que otras de apellidos pomposos o esa cosa horrible de algunos balnearios, por ejemplo, donde el lujo es víctima de la numeración: calle 1, 2, 3... qué aburrido. Magenta da lo que promete: te sitúa en el placer estético producido por adoquines, jardines, árboles (creo que vi paraísos), silencio. Luz magenta, pero en su tono más violáceo y tenue. Esos nombres que le hacen honor a las cosas o a las personas (pienso, por el color y por el honor, en Marosa). De pronto, ya no tengo un recorrido preciso y este relato toma la forma de mi extravío laberíntico: en Leopardi (esa calle de una cuadra), la casa más copetuda, lujuriosa y enrejada de todas. El mal gusto no tiene precio. Estoy perdido, pero con la sabiduría que otorga el trillar la ciudad: con dos avenidas cerca es más fácil llegar a casa.

Me topo con Ramón Anador y su ruido; pizzería, farmacia, gimnasio. Todo eso que dentro del espacio entre las avenidas no pude encontrar; apenas un almacén de barrio con tres veteranos sentados en un muro tomando un mate. Anador se transforma en apenas dos metros: ingresando a la zona se vuelve calma, elegante, de pasto en la vereda, jardines expuestos y cuidados. Llego a otro espacio público, también innominado, y me siento a fumar un cigarrillo y tomar algunas notas.

Pasa un enano velozmente, un joven deportista, una mujer rauda y miedosa, una pareja con su crío, que hace una de esas preguntas: “Papi, ¿por qué ese señor es tan chiquito?”. Casi que escucho el rumiar cerebral de los padres.

Aparecido de la nada, un hombre joven (joven como yo, digamos), apoyado en dos muletas, con una mochila rotosa y una sonrisa sin dientes, me pregunta si puede sentarse a mi lado dos minutos para descansar mientras revuelve en la mochila en busca de algo. Como siempre, el conflicto entre el cuerpo, que se tensa (el miedo), y la mente, que indica pensar distinto. Saca una botella de plástico de litro y medio con un resto de vino rosado, que supongo muy barato. Me pide un cigarrillo.

Entre mis preguntas rápidas y su cuento resumido, la vida es así: es cuidacoches y ahora se dirige hacia el supermercado antes de que cierre para hacer 100 pesos. Con eso le basta por hoy. Duerme al lado del Cementerio del Buceo. Allí tiene todo, dice: su colchón, sus cobijas, su casa. ¿Las muletas? Un día estaba bastante empinado, abrió un contenedor y vio un colchón adentro. No lo pudo pensar dos veces. Se tiró adentro a dormir la borrachera. Lo despierta el cimbronazo del camión de la basura, que levanta el contenedor y se lo lleva a él puesto. Dice que reaccionó inmediatamente: o se lo tragaba la máquina o se tiraba al piso. Ya sabemos lo que hizo, porque está contando el cuento. Estuvo un tiempo en el hospital de Clínicas, otro en Impasa. Un lujo, dice con los ojos, que evocan limpieza, comida, buen trato. Pero no aguantó el encierro y esperar hasta el final del tratamiento de recuperación. Así que se escapó, medio roto, medio quebrado, todo enclenque, a buscar la calle, su calle, su vida.

“Te diría tantas cosas si no me tuviera que ir a trabajar”, me dice, y no renuncia a dar su veredicto sobre mi existencia. Me dice que se me nota solo (eso era fácil de adivinar: yo y mi cuerpo allí, en la plaza) y que se me ve angustiado. Me lo dijo mirándome a los ojos fijo, con los suyos acuosos. Y yo pensé que en definitiva ese día me está viendo bien, estaba leyendo mis ojos. Desapareció como vino, con el silencio de la noche.

Qué importa si me pierdo, pensé, y comencé a caminar en direcciones encontradas o en círculo o hacia ninguna parte, pero siempre dentro de la zona. En un vértice estoy ante la encrucijada de tres calles. Como estoy algo extraviado, no registro las tres y camino por Mentana. Una enorme casa abandonada y toda grafiteada en sus muros es protegida por los ladridos de unos perros, que imagino asesinos, y un jazmín del país. Trato de no mirar ni escribir a esa anciana gorda, de pollera larga, que arrastra un carrito y revuelve un contenedor. No puedo, me niego.

Ahora percibo otro ruido, que ya es parte de la ciudad: ese trac-trac permanente de rejas, subrejas, mediarrejas. Trac-trac, trac-trac. Abro y cierro, cierro, cierro.

De nuevo me pierdo en otras calles minúsculas, todo lo apacible de la zona, en el silencio, en los ojos del otro que me vio.

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