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Fotos: Santiago Mazzarovich

Adiós mi vida

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No sé si soy hijo de otro tiempo, de éste o de ambos. Lo cierto es que hay una actitud suicida en mí, o kamikaze, que me indica que las cosas tienen que morir (o uno las tiene que matar) antes del hastío, la rutina, la repetición, o asesinarlas cuando aún gozan de cierta salud pero de un día para el otro pueden mostrar signos de decrepitud, de lugar cómodo, de hartazgo para uno y los demás. Como con una pareja, una amistad, la familia. Hay que apuñalar los pactos antes de que se transformen en ancianos con pañales. Para uno, para los lectores. Tampoco es para tanto: se termina esta columna porque quedarse quieto y repetir las fórmulas se me asemeja a la muerte (quizá algún día renazca, resucite, reencarne). Detestaría que estas líneas se convirtiesen en el decorado de un diario o en esas publicaciones que todo el mundo festeja pero nadie lee.

Escribamos claro y tengamos el coraje de decir nuestra verdad: esta columna fue la invención más honesta que encontré para salir de un hastío que nuevamente intuyo que se acerca. No tenía la intención de estetizar la ciudad ni de hacerla más linda, más amable, más transitable, ni de convencer a nadie de toda esa enunciación; fue la voluntad ex profeso de encontrar en mí algo que justificara mi tránsito, que me extrajera esa misantropía congénita, que le diera a alguien una excusa para que pudiera inventarse sus motivos, no los míos.

Los míos tuvieron que ver con una vuelta a una ciudad que necesitaba distinta luego de un fracaso en Buenos Aires y de un no saber qué hacer de mí en Montevideo. Necesitaba hacerla otra vez mía, buscar su belleza, decir todo lo que me molestaba, nombrarme. ¿Ególatra? Quizá, aunque yo pienso que los más petulantes son los que se esconden tras juicios objetivos, dictámenes sociales, fechas, onomásticos y programas para la ciudad.

Esta ciudad tiembla. No se podría decir que como cualquier otra, porque cada una es epiléptica a su modo. Hay, por ejemplo, una mentira horrenda en eso del andar tranquilo de los montevideanos. Todo pasa por dentro, como en la más pura de las procesiones. Fueron decenas de barrios y cientos de esquinas y calles en las que la paz fue fingida (siempre mentí cuando manifesté que la logré). Aquí no hay paz posible porque cada esquina ofrece las imágenes que todo lo alteran. Quién puede estar tranquilo cruzando la calle y de un lado, un rico en su auto de alta gama y del otro, o pidiéndole una moneda, un hombre que está a punto de convertirse en mucho menos que hombre.

No quiero salir más a la ciudad porque cuando vuelvo de un recorrido me duelen los huesos, tengo los ojos inyectados de pena, no logro comprar ni mancomunarme con esa nueva alegría en la que supuestamente vivimos. Lamento acudir a la tristeza o la melancolía, pero aparte de los lugares bellos o engalanados, yo veo pobres y pobreza, degradación arquitectónica y todo un mundo falso que no hace más que seguirle el juego al nuevo mandato de la felicidad.

Algunos barrios parecen el depósito eterno de los pobres y otros, el de los ricos.

Yo busqué la mayor cantidad de lugares que pude y traté de enamorarme de las cuatro estaciones, buscarles sus sentidos, escuchar al obrero, robar imágenes que me sustrajeran de mí, hallar ese recodo que fuera propio e inviolable, visitar el antro, oler jazmines del país, festejar la lluvia y el viento, ver en los otros un lugar para perderme y en esa pérdida, encontrarme. Por momentos lo logré y duró unos segundos, unos minutos, un sueño, luego caía sobre mí todo el peso de esta ciudad grave que se hace la inocente, la que escupe ira en silencio, la que se queja (y ya ni tanto) pero jamás actúa.

Son dos cosas: la ciudad y su gente. La ciudad congelada, siempre igual a sí misma, con promesas de cambio hace más de 25 años. Y su gente que no cambia y se resigna; esas conversaciones que se repiten con variantes idiomáticas pero que ontológicamente son similares hace tanto.

No sé, me cuesta demasiado resumir y decir adiós en un par de páginas, pero ese cliché que utilizan los extranjeros, principalmente los porteños (“Montevideo es Buenos Aires hace 50 años”), me suena tan certero como esos campos llenos de vacas Holando.

Es cierto, hemos cambiado prácticas y por momentos parece que ingresamos al mundo (no hablo de McDonald’s y tener un barrio entero dedicado a la buena gastronomía, o creernos que somos más contemporáneos tenemos plata) sino a esa contradicción evidente entre ser y estar: estamos como podemos pero queremos sentirnos de otra forma. Ahora hay una obligación moral, y por momentos estética, de andar livianos, fumar dos porros y cambiar la perspectiva, amar con cuidado, decir comunidad cuando la vida colectiva se nos cayó a pedazos, cuando la mayoría no accede al salario mínimo para vivir, cuando medio pueblo está empastillado porque no soporta una angustia que viene del afuera: esas calles, esas relaciones, esta farsa que va a durar un tiempo más y nos va a dejar más desvalidos que antes de esta ilusión perentoria.

Hace unos años estábamos agobiados de tristeza (hablo de comportamientos, no de la ciudad) y de pronto todo eso se convirtió en pecado capital, patriótico. Hace años estábamos agobiados de discursos desasosegados, y ahora esos discursos se convirtieron en actitud proactiva, frivolidad en colores.

Ahora el que no es feliz debe buscar psicoanalista o terapia alternativa; el que se queja, encontrarle un color a la vida; el explotado, una justicia poética a lo que le pasa.

No propongo un pueblo triste y sin salida, jamás, pero tampoco uno que troque la soledad angustiante de su cueva por un falso encuentro colectivo. Volver a nuestra poeta y decirlo sin más: “Y diré que estoy triste / qué otra cosa decir / nada más / que estoy triste. / Estoy triste. / Eso es todo” (Idea Vilariño, 1995).

No propongo un pueblo triste, hablo de un pueblo honesto. Y traigo a la memoria las decenas de crónicas que aquí publiqué (y espero que el lector que me queda me acompañe en la larga lista): las ancianas hambrientas en la plaza Cagancha; las travestis descorazonadas y haciendo escándalo (para poder sobrevivir) en un 121; el Cerro y sus obreros hechos cuajo o mierda; el abandono de Ciudad Vieja y toda su vida lumpen alrededor de edificios abandonados; los inmigrantes explotados y viviendo en pensiones de mala muerte en toda la ciudad; el bar de viejos en la Curva de Maroñas, masticando su fracaso y bajándolo con un trago de vino clarete y barato; la espantosa y claustrofóbica vida de decenas de edificios como cárceles y miles de sujetos como presos; la puta flaca y entrada en años de esquina nocturna sobre 8 de Octubre; el consumo enajenado de shoppings; los diez marginados que pasan sin descanso por el bar donde me tomo un whisky barato, Las Palmas; los barrios que fueron fabriles y prósperos y ahora son recuerdo de nostálgicos; las embarazadas pobres en el hospital Pereira Rossell, cargando a su recién nacido a las dos de la mañana, sin plata para un taxi; los antros donde la gente más desquiciada (o que quiere olvidarse de todo lo demás) toma merca hasta que le sangra la nariz.

Y también el respiro, la vida que uno puede buscarse si tuviese la capacidad de olvidar y sólo transitar el recorrido contrario: una milonga hippie en la que la gente sólo baila y nada más que baila; la lluvia, la niebla y el viento de una Montevideo que se vuelve loca de poesía cuando los tres elementos se combinan; la escollera y la soledad que habilita el respiro, el alivio; el bar en el que uno sólo observa a los otros ser, comer, seducirse; las decenas de obreros u hombres (y mujeres, hay para todos) que más allá del lenguaje poseen la capacidad de alterar nuestros cuerpos, de hundirnos en el deseo; las tipas invadiendo Montevideo y creando un manto, una cobija inverosímil para la ciudad; las calles aristocráticas pero calmas de Punta Carretas, sin ese glamour de Carrasco, donde uno camina sin un miedo evidente; una iglesia donde rezar aunque no sea creyente y otra donde cometer la herejía. Toda la contradicción, la búsqueda cierta de uno mismo que, ya sabemos desde el inicio, poco sentido tiene.

Pero no hay que ocultar nada. O hay que ocultarlo todo. Depende desde dónde uno sitúe su discurso, su mirada, su narrativa.

Yo estuve buscando empecinadamente, semana a semana, algo que no encontré. Busqué el amor más casual y más honesto, más rabioso, más sensual, busqué eso que ya no se nombra. Todo este año y algunos meses es la crónica desesperada de un fracaso: la mirada fija, la palabra justa, el deseo cierto. Nunca aconteció. Quizá trabajar y enamorarse nada tengan que ver, o quizás sea cierto ese otro cliché: si lo buscás no aparece. Pero no lo busqué sólo por mí.

En un acto de filantropía discursiva y trashumante quise decir siempre (desnudo mis propósitos) que una de las formas posibles de salvarse tiene que ver con el deseo trasmutado en amor. Que en el ágora -sus plazas, sus calles, sus noches y bares- lo que más debería conmovernos es el encuentro: esa vieja que te regala su mejor historia, ese hombre con la mirada perdida en sí mismo, esas piernas como barrotes o esa mirada brillante o lánguida que trae algo nuevo. Fracasé en mi intento del encuentro porque la conciencia de la búsqueda nos desnuda ante el otro y nos deja en evidencia, frágiles, frente a un poder que manipula.

Trillé estas calles como un loco, un enajenado, un místico buscando la epifanía, y sólo me hice de más lenguaje. También de algunos secretos, unos lugares que nunca voy a compartir. Cada uno debe buscar, locamente, su ciudad.

El río es el mismo para todos, pero cada uno debería hallar su tímido oleaje; los miles de árboles que componen bóvedas como techos sagrados, nadie podrá indicarnos cuál es el que nos pertenece; cada uno tendrá su casa preferida aunque no sea suya; unos adorarán el sol rajante de verano y otros, ese viento de invierno que no cede y pega fuerte en la cara o nos levanta el jopo. Y la luz, que para mí es ocre porque es el único efecto cromático que me pone en otro sitio, que no deja que todo sea explicado.

Ahora estoy, otra vez, frente a dos imágenes del fotógrafo que últimamente me acompañó y que juntos elegimos para decir adiós.

En las dos, justamente, hay un hombre solo. Uno frente a la inmensidad construida de la ciudad, en su pedazo de rambla, su agua, su cielo, y esa otra ciudad que se oculta tras la imagen. Siempre se me graficó así Montevideo: un hombre solo frente a la rambla implorando silencio o pensando en sí mismo. Ese hombre que se adentró hacia las rocas y, esté pescando o no, bucea en sí y observa estupefacto la ciudad que se rinde ante sus pies. Con un poco de imaginación (o mucha soledad, quién sabe) uno puede ya no buscar un recoveco propio; puede comprar por un rato toda esa arquitectura que fue la tacita del plata y la Suiza de América y volver a construirla a su antojo, refaccionarla, pintarle sus fachadas, hacer como si no estuviese en algunas zonas en permanente estado de descascaramiento, de abandono.

Ese hombre sabe que las construcciones que tiene delante son las de los barrios acomodados (1.000 veces de dudoso buen gusto) y quizá él cruzó toda la ciudad para tener otra perspectiva de sí mismo; no el del deseo de tener más sino el de por un rato ser otro, sin familia, sin jefes, sin órdenes, sin recorridos pautados. Ese potente deseo que nos arruina o nos pone de pie.

Siempre pretendemos estar en otro sitio, otro barrio, otro estado del alma, somos los hijos de un deseo trunco, a pesar de que el sentido común indique que nos conformamos con poco.

Mentiras, ése es nuestro discurso, pero en verdad quisiéramos ser otros, lo que fuimos o lo que podríamos ser, nunca lo que somos. Vivimos en estado de permanente inquietud, simulada por las sillas playeras y el termo bajo el brazo, pero por dentro nos quemamos, ardemos en insatisfacción y malestar, en queja de tango.

Pero apostemos por ese hombre (todos nosotros), que se retira de la ciudad pero a un lugar donde puede verla en su expansión, sin tocarla, ese hombre que busca un espejo siempre esquivo, viejo, roto, que sin embargo algo le devuelve de sí.

Tenemos también al hombre de la otra foto (el que camina de espaldas), que da paz pero inquieta. Extremadamente solo, ya veterano, con el famoso paso cansino en medio de esa niebla que es una de las atmósferas más reales y literarias de Montevideo. Camina de espaldas y ya no nos escucha. Camina de espaldas y no siente el ruido ni el grito de la ciudad.

Ese hombre solo (que podría ser la proyección fotográfica de cualquiera de nosotros), rumiando la vejez que se avecina, ensimismado, hecho un misterio, caminando su mismidad, ésa que puede enloquecer a cualquiera, ésa que puede traer la mayor lucidez del mundo pero también acercarnos a la locura o condenarnos a un cigarrillo perpetuo (por lo menos existirá el cigarrillo).

Aquel poema de Pessoa, “Tabaquería”, en el que el poeta especula en su habitación sobre la muerte, los sueños perdidos, el humo del cigarrillo que siempre lo acompaña, sus fantasmas, la calle que ve a través de su ventana y que no le dice nada porque está preso de su laberinto existencial, hasta que aparece el dueño de la tabaquería (“¡Es Estévez!”) “y el mundo entero se recompone en mí”. Ese hombre que sólo percibiendo a otro, su presencia, el que le vende cigarrillos, el que le da la certeza de que en el universo hay alguien más, lo trae otra vez a la ventana, el humo del cigarrillo, las cosas ciertas, las que existen en su materialidad (por algo dicen que Lisboa y Montevideo, al menos poética y sensorialmente, son ciudades hermanas: existenciales, de pasado glorioso, de presentes indefinidos, de excepción dentro de sus continentes).

Ese hombre también me hace acordar a esa banda porteña, tanguera como ella sola, Pequeña Orquesta Reincidentes, y su tema “Ruido”, de una melancolía extrema, que dice de un hombre que se levanta sin ganas y sale a la calle, y que también define al hombre de la foto y tantos otros del Río de la Plata:

“Con una mano fuma, traga el humo / La otra mano parece un pájaro volando alrededor / Y mientras camina y traga el humo / al paso / pasa baldosas / umbral / vereda / calle / Y no ve mucho más / porque mira para abajo / No ve mucho más / porque mira para abajo [...] Porque mira para adentro / porque adentro hay un ruido / porque adentro hay un ruido / un ruido de grillos / de caballos / de dientes / que le gritan que te busque / que le gritan que te busque”.

Ese hombre cabizbajo al que la canción le hace una súplica o dos o miles, y le dice por qué no encuentra lo que busca: porque mira para abajo, llevado por esa inconmensurable fuerza íntima que lo subsume en los cascos de caballos que galopan con fuerza en sus adentros, que le impiden ver un edificio, un parque, encontrar la calle preferida, dejarse tocar por el viento o el sol.

Está inmerso en la niebla y la soledad y es un “caminante con el tiempo a sus pies / se demora / se enamora otra vez / se enamora / se enamora otra vez” y piensa o siente en “un millón de sueños / por una vida sola”.

Sería tonto el consejo, decir sin más “miren para arriba” porque fuera de uno hay un mundo que transforma el adentro (a veces el adentro es una condena o una cultura), pero tomemos el riesgo: tenemos que extraer nuestras miradas prendidas de las baldosas aunque el pecho y la cabeza sean una olla de grillos (que siempre piden otra ciudad o ya no quieren más ésta), deberíamos buscar las copas de los árboles y de los bares, el paseo que disloca el recorrido habitual. O mirar por la ventana, sentarnos a orillas del río, ver todo lo horrible y todo lo hermoso de esta ciudad bipolar.

Y buscar empecinadamente el encuentro, con el Estévez de Pessoa, con el caminante que siempre mira abajo pero que quizá encuentre un motivo que calme sus caballos internos: “y se enamora otra vez”.

A mí no me importa decirlo porque me gusta nombrar lo que está vedado, lo que parece ridículo o naíf: el amor o el deseo, aunque fracase en su intento, salvan al caminante. Así sale de sí mismo, de la podredumbre de las ciudades, encuentra motivos nuevos para dejarse invadir por el sol, insertarse en la niebla, perderse en un parque, apreciar una cúpula, lanzar todos los improperios del mundo contra las desidias administradas por los charlatanes.

Es hora de despedirse, de decir adiós. Y de una promesa: las cosas se acaban y también mutan. Se termina Ciudad Ocre para que cada cual encuentre la suya, y comienza otra caminata, otro decir, una página nueva y quién sabe si con lectores: “Decirlo todo”. Porque de eso se trata, para los que estamos atragantados con palabras, temblando, desbordados de imágenes: darle muerte a un discurso o a una vida para inaugurar una nueva trashumancia.

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