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Foto: Raúl González

La noche sin fin

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La muy fiel y reconquistadora también es bastante puta y bizarra. Siempre que nos referimos a boliches autóctonos hablamos de esos bares con mostradores de mármol, viejos acodados y esa galaxia de antaño que perdura y persiste, y ahora también de esos mismos pero reciclados, traídos de las narices del tiempo a ese qué sé yo contemporáneo, o de esos otros que pululan en el Cordón, de sillones cómodos, cervezas de tres cuartos, picadas gourmet, daikiris y diseño.

Pero hay un universo de boliches escondidos, que están fuera de ciertas reglas consabidas; ya no el mundo nostálgico ni el cool, sino simplemente los antros a los que va a parar una fauna urbana en estado de ebullición, encantada en el encierro, envuelta en humo, con rockola, luces bajas, pool y animales desbocados.

Ese boliche que ni cartel tiene y que para entrar basta con tocar el timbre en una puerta que no dice nada y que, al atravesarla, uno sabe inmediatamente que está en un purgatorio no culposo.

Se llega después de todo, de la noche entera rodando por la ciudad y cuando otros boliches cerraron sus puertas. Se llega porque no se quiere dormir y el mundo ya está amanecido. Con lentes de sol que simulan la vergüenza de seguirla mientras la ciudad se echa a andar. O no: se llega con la convicción de no querer echar a andar nada más que el propio cuerpo, de congelar el tiempo en una noche interminable, con amigos o solo y buscando más: más palabras, más imágenes, un entrevero cierto de empresarios, chongos hipermasculinizados, artistas, travestis jóvenes y viejas, putas hábiles, oficinistas asqueados, todos a tope, en el punto exacto de su propio mandibuleo y las transas de ocasión, que intercambian un vaso de cerveza por una línea en un baño a veces limpio, y con una puerta vaivén que es el preámbulo de conversaciones interminables bajo el influjo de todo lo que entró en el cuerpo.

Un baño siempre vigilado por un urso que hace su trabajo como autómata y que cada tanto entra intempestivamente y da la orden de vaciarlo y no conversar la movida porque hay muchos esperando su momento de volver a ponerse. Un baño expuesto a lo impúdico, sin puerta delante del wáter; apenas orinar de espaldas e ingeniárselas para tomar la tarjeta o la llave, cargarla copiosamente y lo más rápido posible y aspirar fuerte para que el cerebro siga actuando rápido, y volver a la barra o al pool, a esa atmósfera en la que quizá todo el mundo sepa quién es todo el mundo o todo lo contrario, y sin embargo no importa. Ese baño que en invierno se convierte en charco y en el que tienen lugar 1.000 transas. Las del sexo rápido o el contrato sexual para después, por ejemplo. El hombre (bueno, de prácticas cotidianas mundanas o de responsabilidades colectivas) que recibe sexo oral de una travesti atractiva y que a los minutos, cuando va a buscar otra cerveza a la barra, se da cuenta de que le faltan la billetera y todos los documentos y que, por suerte, tiene amigos jugando al pool que esa noche lo auxilian.

Insisto con el baño porque allí las cuestiones de género y de rótulo parecen desaparecer, quizá alentadas por esa otra urgencia que hace que los cerebros copulen, es decir, que los pone en una situación de conversación permanente. Las cuestiones de género, decía: la mujer negra y grandota que comparte una pared o el meadero colectivo con la travesti y el gay y la puta y el oficinista y el chongo y el artista que acaba de llegar, y por ese momento se sienten parte de lo mismo. Algo, pienso, que va más allá de las drogas y que tiene que ver con un espacio de libertad conquistado, un robo premeditado a la luz del día y otros engaños.

Igual, como siempre y en todos lados, y más allá de una atmósfera común, las tribus o grupos de pertenencia comparten espacios, recovecos, ropas, enunciaciones, actitudes.

Hace un tiempo fuimos alrededor de diez personas las que salimos de un boliche nocturno y, ante una noche que se nos hizo corta, decidimos, casi por consenso tácito (así se va, casi sin pensar), dirigir nuestros pasos hacia el antro. Era un grupo extraño. Había varios periodistas (no se hagan los nunca vistos), un muchacho y su fina novia (corajuda o aventurera) y un ser que salió de las entrañas mismas de Carrasco o de una pantalla de televisión: “Esta campera, estos vaqueros, esta camisa; todo esto me lo compré en Buenos Aires, donde se compra la ropa Marcelo Tinelli”, repetía una y otra vez, como si a alguno de nosotros nos importara. Era bello, el muchacho, pero todo lo que tenía de hermoso también lo tenía de estúpido. Y encima no pagó ni una cerveza. Andá a mirar Showmatch (¿sigue existiendo?) o a jetear a otro lado, nene, que nosotros no nos preocupamos por el espejo hace como 15 horas. Un muchacho que quería pero no sabía qué, ni siquiera por esa noche.

No sé por qué, pero el grupo de los chongos jóvenes se adueña de la rockola. No dejan de elegir cumbias mientras relojean el lugar, y parecen tener la capacidad de avistar a los recién llegados. No es prejuicio, es una realidad comprobable, contundente: casi todos visten igual y gesticulan de una forma que los pone en el justo límite entre la cofradía autosuficiente y la conquista sensual, prostituta, del otro. Allí, al lado de la rockola, un grupo de cinco con championes, pantalones deportivos y camisetas de marca, con esa altanería o seguridad que ya uno quisiera tener, la de sus cuerpos disimuladamente ofrendados o en disputa, y la guiñada cómplice o la mentira orquestada, practicada, repetida: “Yo a vos te conozco, ¿te acordás?”. Y uno sabe que no lo conoce pero le sigue el juego hasta que aparece el mangueo de una cerveza o el miedo a los otros cuatro, que lo rodean como protegiéndolo. Pero es uno el que siente miedo, porque el lugar no auspicia el peligro, son simples oradores nocturnos (al menos ahí) que sólo quieren otra copa, otra raya, otra copa.

El ambiente es amplio y de luces bajas, y a pesar de que uno sabe que está en un antro de dimensiones, se siente a salvo. La mesa de pool está ocupada por un grupo de homosexuales que llegaron de Caín u otro boliche gay y que no renunciaron, a las nueve de la mañana, para irse a dormir a su casa. Los delatan la vestimenta (tan de remeras ajustadas y ropa cool) y Montevideo (sí, en esta ciudad y en diferentes circunstancias, ya nos cruzamos todos). E interactúan con otros que sólo quieren una partida de pool, el pago de la ficha, quizá el convite de la cerveza.

Al costado, mesas y bancos no muy cómodos pero, a esta altura de la noche (ahí adentro, porque afuera ya puede ser la una de la tarde), propicios para que un grupo de amigos converse sin parar y un langa (siempre está el langa) intente levantarse a una mujer y todas sus amigas. Otro hombre joven duerme su cansancio medio inclinado sobre un tablón de madera.

Hay un pacto implícito: converso hasta que quiero y me voy a tomar una con otros cuando quiero. En otros sillones ciertamente más cómodos, acolchonados, parece reposar la clase más pudiente del lugar, o los cafishos y sus minas, o, por qué no, una pareja que gusta de ese ambiente, de un whisky conversado mientras sus mundos externos ahora practican otra vida.

Salgo del baño y dos hombres jóvenes y atractivos conversan sin parar y me preguntan sin más sobre la posibilidad de levantar el ánimo. A los diez minutos, sin que yo interfiera en nada, tienen lo que desean. Triunvirato: los tres rodeamos los 40 años, uno de ellos es pintor y el otro actor y viajante eterno. El pintor nos da clases sesudas sobre Dalí. El actor y viajante sobre las divergencias de la vida, todos los mundos posibles. Yo escucho y los interpelo: que nadie le dé clases a nadie, mientras nos enroscamos como dos horas hablando de las posibilidades del ser. Parecemos unos dandis del 900 (por la pura palabra) en medio del antro más escondido de la ciudad. Y seguimos y seguimos: cómo ganarse la vida, cuáles son las formas del sexo y el amor, qué de pecado (esto sobre todo lo digo yo) tiene estar ahí, cuánto de libertad o de buen comportamiento ciudadano comporta estar afuera. “Miren dónde estamos”, les digo en un momento y los tres hacemos un paneo rápido de lo que nos rodea.

En el medio, uno y otro van al baño, los bolsillos se vacían. Finalmente les declaro un amor romántico a los dos mientras una travesti muy joven, de pelo negro y largo, hermoso, tacos altos y finísimo vestido de seda, me mira desde el otro lado de la barra con la fuerza de esos ojos que obligan a bajar los propios no sin antes responderle con un no sutil y una mueca que dice “lo siento”. Ella, sabedora de rechazos y conquistas, me devuelve el cumplido con una caída de ojos, se va hacia un esquina e inmediatamente está rodeada por los cinco chongos jóvenes, que no sé si quieren invitarla a tomar algo, pagarle o que les pague, sexo o drogas; da igual. Siempre me resultó escurridizo o inasible el comportamiento de esos machitos con todos los tics corporales y el decir de los machos de cajón; no son claros, se sitúan en el punto exacto de la indefinición entre el deseo y el negocio.

Mientras pienso en eso y ya estoy solo recostado a una barra, y fumo un cigarrillo tras otro (ese placer que otorgan los antros), se me acerca una veterana (veterana como yo) y me invita una cerveza. Claro, ella tiene 30 pesos (y se piensa rifar la plata del boleto) y yo tengo que poner el resto (no pienso rifar la plata del taxi). Insiste, trata de seducirme por todos lados, me dice que me trae hasta la barra al que más me guste (¿aquél?) y que luego ella desaparece. Pero si un tipo viene hasta la barra contigo es por vos, le retruco. “A mí ya no me interesa coger”, me dice. “Me cansé”. Escucho en esa declaración una confesión cierta, de puta asqueada, de mujer que llegó al hartazgo. Insiste con todo: el tipo, la cerveza, rifarse la vuelta a casa. Me apena su soledad, pero me guardo en el bolsillo mi vuelta segura en taxi.

Me acodo en el mostrador y, como siempre, hay algo que me aleja, me distancia (aunque esté adentro); doy un vistazo amplio o de plano secuencia y me pregunto por lo más obvio: qué hago allí, qué hacemos todos allí.

La noche me da una respuesta. No queremos que se termine. El día también es cruel y está lleno de demonios que no queremos enfrentar. En ese antro que quizá así descrito pueda producir rechazo, todo discurre de una forma impostada y natural a la vez. La pose es refrendada porque todos saben que eso no es la vida (quizá sólo una parte) y que mañana, hoy de tarde, habrá que salir de ese permiso, de ese codeo con lo enjuiciado, lo prohibido. Hay cierto despojo que hay que hacer de uno mismo para entrar a esos lugares: la moral acordada puede correrse un paso más. Y una asunción importante: no todo lo calificado como inmoral ciertamente lo es.

Siempre hay razones o instintos que nos llevan individualmente o en grupo al filo de lo permitido, a algunos sitios. Yo he ido a ese antro al que no puedo nombrar ni dar su dirección (no sé si volveré, y a veces hay que proteger lo que está fuera de la ley) porque, más allá de la impostación (drogas, alcohol, fingimiento de la noche), encuentro ahí una verdad de las tantas de esta ciudad: eso existe, está lleno de gente, y esa existencia opaca y nebulosa no puede dejar de relatarse. Además, claro está, de que en un antro uno se olvida de sí mismo, o se acerca y distancia de otros bichos que emiten aullidos (tímidos o descarados) fuera de un contrato social.

Uno va allí (no sé por qué lo explico) porque siendo tan distinto a los otros, se siente parte de algo sin forma, indefinido, roto y sin excusas, libre sin galones, rodeado de humo y de todo lo que vociferamos pero que casi nunca podemos o no nos animamos a practicar: vamos allí porque nos gusta, creo, además de los vicios y de esa noche interminable, un pedacito del mundo donde realmente se efectúe el entrevero de chongos, intelectuales, putas, travestis, oficinistas, gays, vagos, obreros, rostros ciertos de una diferencia deseada pero que sólo curtimos en películas o libros.

Toda esa gente que no es un simple nombre, toda esa gente que quiere escapar de algo, al menos esa noche, o introducirse en otro estadio y otras reglas (siempre las hay), al menos esa noche. Quizá haya maleantes, sí, y gente horrenda, deshonesta, embaucadora, pero ahí está la habilidad de uno de nadar en la corriente y no ahogarse, de saber que la vida también empieza, otra vez y con otras máscaras, cuando al salir de la noche interminable nos calzamos los lentes oscuros.

Y la verdad es que tampoco estuvimos una noche en el infierno, ni mucho menos. Eso viene al otro día: si estuvimos en ese antro o en otro, si nos pasamos de la raya, si dormimos de más, si no fuimos productivos, si alguien más perverso que la sociedad toda (esa vocecita maldita que nos acusa y que habita en nuestro cerebro) recurre a la culpa y la recriminación. Pero la culpa viene el día después. Mientras tanto, y previniéndonos de todo lo que se anuncia (se viene una sociedad culposa que va a tener como sustento ontológico aquella canción que repite “Todo lo que me gusta es inmoral, ilegal o engorda”), podemos concurrir a un antro sin nombre o a aquel que lleve un nombre propio. Y que nadie se angustie: el sol y sus días, queramos o no, finalmente se imponen.

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