En la mayoría de los países, la lectura que se tiene respecto a la ciudadanía es tan restrictiva y arcaica que remite al período feudal. ¿De qué lado del mundo naciste?, ¿qué coordenadas?, ¿qué fronteras? Bueno, de ahí sos, de una vez y para siempre. Tu vida no estará signada por el territorio que te habita. Como profecía inconfesable, con picardía y cariño, se nombran las diferencias: el chileno, el gallego, el tano, la mexicana, el yorugua. No importa cuántos años pasen, cualquier vestigio de tu pasado te recordará que no perteneces a ese lugar.
Pareciera que se diluye el paso de la era medieval a la moderna, el nacimiento sigue siendo fundamento y criterio explicativo de las desigualdades. El significado social que le damos al lugar de nacimiento no tiene precedentes, y se instaura como forma de exclusión y legitimación en la limitación del ejercicio de derechos. De estas exclusiones, algunas no han sido suficientemente problematizadas, como el ejercicio de derechos civiles y políticos. Para los migrantes, no poder votar ni ser votado -es decir, participar activamente en la comunidad de la cual se es parte- es todavía una limitación aparentemente legítima, obvia.
A pesar de los vestigios identitarios que pueden existir a partir de las raíces del “origen nacional”, las personas se unen inexorablemente a los lugares del mundo en los que les toca vivir. Y la ciudadanía debe apuntar a algo más que la exaltación de los valores nacionalistas, la jura a la bandera, el “tiranos, temblad”. Sin embargo, por ahora, como apuntaba Marshall en 1950, la ciudadanía es el arquitecto de una desigualdad social legitimada.
Estas reflexiones toman fuerza y entran en contacto con dos columnas recientes sobre el voto en el exterior, de Claudio López-Guerra y Fernanda Mora-Canzani (ver http://ladiaria.com.uy/UHp y http://ladiaria.com.uy/UHq), en las cuales es posible identificar las tensiones clásicas de las discusiones sobre el ejercicio de derechos civiles y políticos de migrantes (emigrados e inmigrantes). Y que me permitirán retomar desafíos pertinentes en la lucha legítima por el derecho al voto de la diáspora uruguaya.
Jurídicamente, la condición de ciudadanos en Uruguay, y por ende el derecho al voto, está determinada para ciudadanos naturales por el origen del nacimiento (ius soli) y por la filiación (ius sanguini), y en el caso de ciudadanos legales por el tiempo de permanencia y “conducta” en el territorio, atado en ambos casos a la adscripción territorial. Es decir, votan los ciudadanos legales o naturales, siempre y cuando permanezcan en territorio nacional (claramente una cosa son los artilugios legales y otra la perspectiva cultural que se tiene respecto de la incorporación efectiva de ciudadanos/“migrantes”, basta recordar la experiencia del ex ministro Jorge Venegas).
Existen muchos elementos para impulsar la extensión de los derechos políticos de aquellos excluidos de su ejercicio. En este sentido, los desafíos para pensar una ciudadanía en términos mucho más amplios implican abrazar la causa del voto en el exterior. No obstante, la combinación de aspiraciones puede llevar a confusiones y a aparentes paradojas insuperables, como se plantea en las columnas citadas; por un lado “voto para los gobernados y para nadie más” en palabras de López-Guerra y, por otro, la postura de Mora-Canzani en defensa del derecho al voto de los uruguayos en el exterior basada en una exacerbación del lugar de nacimiento como criterio legítimo de ciudadanía.
Estas aparentes incompatibilidades pueden llevarnos a un doble discurso sobre la inclusión/exclusión de determinados sujetos a esta comunidad política.
Al intentar contradecir la afirmación de López-Guerra “la nacionalidad no debe ser necesaria ni suficiente para poder votar en elecciones democráticas”, Mora-Canzani cae en su propia trampa al manifestar: “(Esto) implicaría que pudieran sufragar todos los extranjeros residentes en el territorio nacional, sin restricciones, pero fueran excluidos todos los ciudadanos uruguayos residentes en el extranjero, sin otro motivo que el de su residencia extraterritorial. Dicho de otro modo: los ex presos de Guantánamo, sí; Luis Suárez, no”.
Este reduccionismo conduce a que, desde la perspectiva de un movimiento que defiende legítimamente la extensión de los derechos políticos a causa de una exclusión injusta, se termine afirmando que sería ilógico que los inmigrantes o refugiados pudieran aspirar a integrar la comunidad política uruguaya. ¿Será que la autora insinúa que resultaría un absurdo que los nuevos integrantes de la comunidad uruguaya, refugiados e inmigrantes, eventualmente tuvieran derecho al voto? Parecería obvio que integrarse y sentirse parte de una comunidad implica poder participar en ella. Y que es posible también pretender no desprenderse del lugar de origen y contar con dos o más ciudadanías, precisamente muchos uruguayos y uruguayas en el exterior lo saben más que nadie. Toda decisión política basada en criterios que no dependen de la voluntad de la persona, como es el nacimiento, contradice bases elementales de la democracia. Sin embargo, nuestras democracias y modelos constitucionales todavía son refractarios a formas más inclusivas de pensar la ciudadanía. Y nuestros estados son recelosos de nuestras decisiones más íntimas, como si la identidad multinacional y la adscripción a ciudadanías diversas fueran una especie de poligamia no comprendida.
Quizás algún día, ante lo anacrónico e insostenible de este esquema, se dé lugar a la nueva revolución de nuestro tiempo y dejemos a un lado los designios del ius soli, del ius sanguini, de la pertenencia arbitraria a un pedazo de tierra. Sin respuestas, y con muchas interrogantes, nada mejor que evocar a Zitarrosa y pensar que en algún momento será posible para los migrantes del Uruguay ejercer nuestros derechos políticos plenamente, sin importar dónde estemos ni de dónde vengamos “los idos y los recién llegados, nacidos en otras primaveras, que trae(mos) en los ojos sus pájaros pintados”.