Ingresá

Foto: Pablo Vignali

Pobre amor

4 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago

Decirlo todo.

Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Hay una inquietud que me acucia desde hace años. ¿Por qué los escribas hablamos tan poco del amor? No el amor filantrópico, ni el de los hijos ni ese por el prójimo o la sociedad. Hablo de ese otro amor directo, carnal, ese que nos ocupa en secreto y nos rapta o vacía, ese que no se disfraza con preguntas a expertos y que hace que los escribas esquivemos un terreno fértil e ingrato, una zona del ser que nos cautiva o nos pone en el abismo. Yo también voy a recurrir a otros para decir lo que quiero. “Abismarse” es la primera entrada de los Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, un capricho de definiciones alfabéticas que rodean al amor. Abismarse: “Ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso, por desesperación o plenitud”.

Algo, esa falta a la que me refiero, que no se circunscribe solamente a la prensa (la prensa da datos, informa sobre corrupciones, se detiene en los miles de jerarcas y los millones de problemas de una sociedad siempre descompuesta), sino que ha abandonado de a poco las conversaciones entre amigos y está vedada en el bar, ese temita que parece demodé porque estamos en la era del amor líquido y matamos hace años a Platón y su misión romántica.

Pienso en esto mientras voy en un ómnibus que se detiene en una parada y por la ventanilla observo la expresión más simple del amor: una pareja de hombre y mujer sentados en un murito se abrazan y ríen y se funden en un beso largo, profundo, de deseo incontestable. “Colocados”, dice Barthes en otra entrada: “El sujeto amoroso ve a todos los que lo rodean ‘colocados’, y cada uno le parece como provisto de un pequeño sistema práctico y afectivo de vínculos contractuales, de los que se siente excluido; experimenta entonces un sentimiento ambiguo de envidia e irrisión”.

En la palabra “envidia” me gustaría situarme para discernir ese acto de amor de la pareja que veo tras la ventanilla del ómnibus. Están rodeados de cacharros, tienen el chaleco que los identifica como cuidacoches, a ambos les faltan casi todos los dientes, pero eso no les impide un beso húmedo y amoroso.

No les envidio el chaleco, el trabajo, los trastos, la falta de dientes, pero ese minuto me rapta, me pone en un sitio incómodo. La culpa de sentir envidia y edulcorar un beso de abandonados mientras yo me dirijo a mi casa, quizá a abrir un vino, calefaccionarme, pensar en ellos como sujetos/objetos de escritura.

La situación y el entuerto de siempre: dos pobres echados a un lado y ganándose el pan mientras el frío les debe calar los huesos, si no fuera por esos besos que, se me antoja, les irradian calor.

Si contextualizo el asunto, quedo en falta, en pecado pequeñoburgués, en hombre que saca una fotografía y la enseña al mundo como si eso fuese la realidad. El eterno dilema de no poder sacar a los pobres del registro de su pobreza y de jamás permitirles una imagen de sí mismos que puede enrostrarnos un minuto de nuestra miseria, de nuestra soledad. No hablo de la complejidad de todo un sistema (ya bastantes académicos lo hacen), me refiero a ese instante en el que yo le envidio no tanto los harapos al que pasa por mi ventana (parafraseando a Fernando Pessoa), sino, más que nada, el veredicto de mi ausencia. Por supuesto que desearía que no fueran pobres ni estuvieran a la intemperie, sin más cobijo que esos besos, pero la pura imagen me descoloca, me vuelve sobre mí y todo lo que no tengo (esa presencia). Me produce eso que Barthes llama “desrealidad”: “Sentimiento de ausencia, disminución de realidad experimentado por el sujeto amoroso frente al mundo”.

Un mundo descuartizado que ya casi no escribe ni filma ni habla sobre el amor. Todo se ha vuelto sistema, economía, bienestar social (y su ausencia), violencia, ensimismamiento, pastillas, alcohol hasta el hartazgo, miedo al otro.

Quizá hicieron bien los contemporáneos, por medio de academias y discursos machacantes, al interpelar (y casi darle muerte sin extremaunción) a ese otro gran discurso que dominó siglos (y mujeres y sensibilidades) y que apelaba a la entrega ciega, al amalgamiento, a la anulación del otro, y que, además, era falso, creaba represiones, deseos truncos y sujetos repitiendo la historia de una infamia que produce más dolor que el abandono del ser amado: la familia y todo su algoritmo fallido, su reproducción incesante; eso dicen.

Quizá estemos en transición de un estado al otro, de una época a la otra, y por eso sufrimos, lloramos o callamos. No entendemos cómo hasta hace tan poco tiempo (nuestros padres y abuelos, también fallidos en el contrato, pero miedosos de dar el salto) las relaciones pasaron de ser férreas y longevas (y mentirosas, muchas veces, claro está) a esta insatisfacción constante, este relevo de uno por otro, esta angustia de soledad mientras nos hacemos los desentendidos y sublimamos con lo que sea: trabajo, arte, producción, drogas, la búsqueda empecinada del sí mismo. Esa frase maldita: “Si no estás bien con vos, no vas a encontrar a nadie”.

¿Y si el otro no está bien consigo? El desencuentro asegurado. La larga lista que implica perderlo en la esquina, no estar en el momento justo (territorial, emocional y psíquico), siempre habitar esa calma falsa que dice “ya llegará”.

No hablo sólo en mi nombre (que también), más bien apelo a aquello de Arthur Rimbaud: escribir en lugar de, en este caso, los desamparados del amor (¿así lo cantaba Eduardo Darnauchans?). Esos con los que comparto mesas de bar y salidas, esos que están todo el tiempo inmersos en una nueva creación, esos que no se tocan, que han vuelto la histeria un objeto cierto de seducción; ésos ya no cogen, y cuando lo hacen -lo hacemos- es como practicar un deporte, porque somos libres, posmodernos, desatados del pasado, porque la palabra “amor” nos resulta impertinente, ridícula, vergonzante. Quizá mi percepción esté profundamente trastocada, o sea el resultado de esa imagen, ese instante que me perturba, esas ficciones que creo a través de imágenes puras, congeladas: “Imagen: en el campo amoroso, las más vivas heridas provienen más de lo que se ve que de lo que se sabe”.

Yo algo sé de la miseria de esa pareja que por un minuto está detenida en el tiempo y que se besa rabiosamente, rodeada de sus harapos; también sé algo de los que me rodean, esos que ridiculizan o han perdido la fe en el amor o la han trocado por una construcción fuerte y digna de sí mismos, que, en cualquier momento, como el instante del beso, puede desmoronarse. Otra forma de la miseria. No tengo la estadística de la falta de amor o de su búsqueda, pero percibo -a quién quieren embaucar- que es sólo una treta silenciosa para no morir con esa sed que no ha muerto.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura